De patentes, globos y colitas ruteras

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Hay comparaciones que mejor evitarlas. Por ejemplo, la del presidente de la Cámara de Diputados, Martín Menem, tras haber ganado el mileísmo las últimas elecciones en la Capital: “Nosotros somos un partido en formación, pero nos van a seguir viendo la patente desde atrás”, dijo al pronosticar la desaparición del kirchnerismo. ¿Cuánto hace que gobierna Milei? Un año y cinco meses, más o menos el tiempo en el que muchísimas de las chapas patente nuevas son papeles de colores que deberían estar adosados a las lunetas, pero que brillan por su ausencia, solo figuran en una de las dos o pegadas de tal modo que hay que ser adivino para entender dónde empiezan las letras y dónde terminan los números. Ni alfa ni numéricas: “criolloavivadeicas”.

El motivo ya se sabe. La Casa de Moneda tiene demoras con los insumos para producir chapas patentes de metal que, seamos honestos, tampoco antes se dejaban leer con claridad. Desde hace décadas ya alguien se le ocurrió taparlas con la colita rutera, ese simil del trasero de un roedor cuyo dudoso fin era evitar que a los pasajeros se le frizzara el pelo o pegaran un salto al chisporrotear el cierre de una puerta por la supuesta carga estática del vehículo.

Más tarde, otros colgaron cd sobre esas planchas identificatorias creando efectos psicodélicos para confundir tanto a policías como cámaras de infracciones más conocidas como cazabobos, ubicadas especialmente en rutas donde no circula casi nadie o que obligan a bajar la velocidad de forma abrupta en un tramo tan corto que hay que proteger el tabique nasal para que, con la frenada, no se convierta en un huecograbado del parabrisas.

Desechada por mersa la colita y muerto el cd a manos de plataformas de streaming como Spotify, la “criolloavivada” siempre encontró subterfugios: pintar una parte de la identificación, raspar un 8 para que parezca un 3 o pegarle una Curita al 1 para que se asimile a un 7. Hay que decirlo todo: siempre tan gaucha la Curita. Que no vengan con los apósitos transparentes que ni pegan ni sirven para hacer una tramoya.

¿Es conveniente entonces pretender asociar fortaleza de un nuevo proyecto político con la visión de una patente automotor tal como está ese mercado hoy en día? Resulta interesante en este punto recordar el comentario de Benjamin Franklin el día en que asistió al lanzamiento del primer globo aerostático en Francia. Un descreído de los nuevos experimentos le preguntó para qué podía servir semejante cosa. Franklin no dudó en preguntarle: “¿Y para qué sirve un recién nacido?”. Seguramente, para darle la oportunidad de desarrollarse y de demostrar que aspira a algo más que una patente pirata.

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