“Alabado seas, mi Señor, cantaba san Francisco de Asís”.
Así arranca la encíclica del Papa que en 2015 sorprendió a los defensores de la lucha contra el cambio climático, en su mayoría científicos y ciertamente no todos religiosos. Había razones para el entusiasmo. Laudato si´(“alabado seas”) es una llamada muy clara a detener la acción rapaz del capitalismo extremo en defensa de la “casa común”, incluso con apelaciones que en principio podrían sonar contrarias a ciertas doctrinas históricas de la Iglesia, como el hecho de reclamar una cierta necesaria resacralización de lo natural con el fin de evitar la manipulación de los seres vivos como si fueran objetos inanimados.
Para buena parte de los más de mil millones de católicos, resultó el primer acercamiento a las cuestiones ambientales a través de la fe religiosa y motivó discusiones en iglesias y parroquias de todo el mundo.
Además, la encíclica de casi doscientas páginas, escrita apenas dos años después de asumir el papado, llegó en el momento justo para reforzar las voluntades políticas en vísperas del Acuerdo de París, firmado por los países en aquel diciembre de 2015, en busca de tratar de mantener la temperatura promedio mundial en los límites actuales y reparar los daños ya hechos. Laudato se sumó a un trabajo que otros líderes religiosos también impulsaron ese año, como el Patriarca Bartolomé de Constantinopla.
El trabajo del papa Francisco, fallecido el lunes, no propuso la idea de salvar al planeta o a las especies como objetivo único o último, sino también porque veía a la acción ecológica en su relación con otra de sus preocupaciones: los pobres y desamparados del mundo. “La íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, la convicción de que en el mundo todo está conectado, la crítica al nuevo paradigma y a las formas de poder que derivan de la tecnología, la invitación a buscar otros modos de entender la economía y el progreso (…) el sentido humano de la ecología”, escribió. Para Francisco, el grito de la Tierra era el grito de los pobres y los daños al ambiente, daños a la humanidad.
Entre los conceptos que desgrana hay incluso aspectos que llaman a una reivindicación de cómo funcionaban las relaciones naturaleza-humanidad cuando había un respeto digno de un cierto carácter sagrado en lo no humano. Lo hace con referencias “al hermano Sol, a la hermana Luna, al hermano río y a la madre tierra”, como si contuvieran alguna forma de la misma divinidad que alberga la Iglesia Católica. Era una suerte de ecumenismo panteísta que confluía con la visión de comunidades indígenas, aún sin mencionar a la Pachamama explícitamente. “Es indispensable prestar especial atención a las comunidades aborígenes con sus tradiciones culturales”, escribió.
Los indígenas “no son una simple minoría entre otras, sino que deben convertirse en los principales interlocutores, sobre todo a la hora de avanzar en grandes proyectos que afecten a sus espacios. Para ellos, la tierra no es un bien económico, sino don de Dios y de los antepasados que descansan en ella”, remarcaba. Incluso hasta ir en apariencia en contra del mismo criterio del pensamiento judío cristiano que desmitificó la naturaleza, “sin dejar de admirarla por su esplendor y su inmensidad, ya no le atribuyó un carácter divino”, lo que es de lamentar, según el Papa.
No solo las palabras de la encíclica definieron su acción ambiental. Como buen jesuita sumó su texto a actos simbólicos en encuentros con activistas de distintas extracciones, desde jóvenes como la sueca Greta Thunberg, a quien instó a seguir con sus luchas, o la canadiense Naomi Klein, además de argentinos que trabajaron el asunto, como Pino Solanas y Enrique Viale, entre otros. La relación con Klein, autora de libros donde relaciona claramente el daño al ambiente con la acción del capitalismo del siglo XXI, invitada especialmente al Vaticano, habilitó algunas de las críticas más fuertes contra el Papa en la línea de quienes relacionan lo “verde” (el ambientalismo) con lo “rojo” (ideas socialistas).
Más ideas
Entre los conceptos que Francisco defendió está el de la responsabilidad intergeneracional, es decir, que hay que pensar en que alguien va a recibir lo que quedará de la Tierra, que lo que hoy tenemos es “un préstamo de nuestros hijos que hay que devolver”. Es esa visión de futuro que está dañada no solo como realidad de los hechos, sino también como posibilidad teórica, según él mismo advirtió: la gente “no confía ciegamente en un mañana mejor a partir de las condiciones actuales del mundo y de las capacidades técnicas. Toma conciencia de que el avance de la ciencia y de la técnica no equivale al avance de la humanidad y de la historia, y vislumbra que son otros los caminos fundamentales para un futuro feliz”.
Asimismo, marcó las relaciones entre las dificultades climáticas y los migrantes, otro fenómeno de estos tiempos, exacerbado por las condiciones sociológicas, pero también por los daños a los ambientes. “Es trágico el aumento de los migrantes huyendo de la miseria empeorada por la degradación ambiental, que no son reconocidos como refugiados en las convenciones internacionales y llevan el peso de sus vidas abandonadas sin protección normativa”, escribió.
Por último, la encíclica iba un paso adelante en el análisis de los problemas sociales, que van más allá del ambiente al analizar las condiciones tecnológicas que habilitó la ciencia, que es una herramienta poderosa, según creía, aunque terminaba por alienar mentes. “Este nivel de intervención (tecnológica), frecuentemente al servicio de las finanzas y del consumismo, hace que la tierra en que vivimos en realidad se vuelva menos rica y bella, cada vez más limitada y gris, mientras al mismo tiempo el desarrollo de la tecnología y de las ofertas de consumo sigue avanzando sin límite”. Por todo esto, también los defensores del ambiente, así entendido, están de luto desde este lunes, sean o no creyentes.