En excavaciones neolíticas de hace más 10.000 años, al sudeste de Rusia, los arqueólogos encontraron los primeros acutrudium o “empujadores de agujas”. Luego, hace 3000 años, los egipcios diseñaron piezas de cuero para esa función y el dedal creció desde entonces como un objeto rico en diseño, materiales, estilos y funciones, hasta convertirse en pieza de coleccionismo. Marga heredó unas tres centenas de dedales de su madre, quien los había recibido de su abuela, y ésta de la suya. Las mujeres de la saga vivieron puertas adentro su afán. Pero Marga hoy participa de un foro global que reúne a más de un millar de fanáticos. La colección ya no se guarda en un cofre doméstico: se expone en vitrinas digitales compartidas con otros obsesivos de Tokio, Estocolmo o Córdoba.
El 65% de los usuarios de redes sociales reconoció que evita interactuar con contenidos que contradicen sus creencias, reveló un informe de Pew Research Center
Ese tránsito -del patio a la nube, de la tribu al enjambre digital- condensa una de las paradojas centrales de nuestra era: la promesa de un mundo sin fronteras desembocó en una proliferación de nuevos límites. “Experimentamos menos barreras geográficas y sociales que nunca en la historia de la humanidad -señala Cristian Vaccari, especialista en comunicación política de la Universidad de Edimburgo, a este diario-. Sin embargo, el cerebro sigue funcionando con los mismos patrones que hace milenios. Frente a la diversidad, algunos sienten curiosidad, pero otros se repliegan con ansiedad o enojo y buscan refugio en entornos que les resultan familiares”.
Las cifras confirman esa tensión. Según un informe de Pew Research Center, el 65% de los usuarios de redes sociales reconoció que evita interactuar con contenidos que contradicen sus creencias. Un estudio coordinado por la Sapienza Università di Roma, encabezado por Walter Quattrociocchi, jefe del Centro de Ciencia de Datos para la Sociedad de la universidad, confirmó este fenómeno en más de 70 millones de interacciones: “La polarización no es un efecto colateral, es parte de la arquitectura misma de las plataformas”, indica el investigador.
Lo que parecía un universo sin límites se asemeja a un archipiélago de comunidades cerradas
De modo similar, la Universidad de Colorado concluyó que los algoritmos de recomendación de las principales redes amplifican hasta en un 30% los contenidos más emocionales y polarizantes respecto de los moderados. “Los sistemas no nos exponen al mundo, nos encapsulan en fragmentos”, observa la socióloga Jennifer L. Stromer-Galley, experta en medios de la universidad de Siracusa, Estados Unidos.
Lo que parecía un universo sin límites se asemeja a un archipiélago de comunidades cerradas. “Las pertenencias que le dan la espalda al individualismo están en crisis -reflexiona Alejandro Grimson, antropólogo social-. Cada vez más personas buscan refugio en pequeños grupos, desde lo religioso hasta lo estético, desde lo deportivo hasta lo político. Esos espacios otorgan identidad, pero también alimentan un fenómeno que llamo alterofobia, es decir, el temor creciente a lo diferente”.
La globalización aparece como una mutación de las fronteras. Pero las personas vuelven a levantar murallas, esta vez simbólicas
La matemática española Clara Grima lo describió con otra metáfora: el espejismo de la mayoría. “Creemos que lo que escuchamos en las burbujas es lo que piensa todo el mundo, cuando en realidad solo oímos a los que refuerzan nuestra visión. Es como volver a los patios de antaño, pero ahora los patios son muros de Facebook o de Instagram”, explica.
La globalización aparece como una mutación de las fronteras. Las mercancías circulan, las criptomonedas atraviesan aduanas invisibles y los capitales se mueven con libertad inédita. Pero las personas vuelven a levantar murallas, esta vez simbólicas. Según datos de Eurobarómetro, el 58% de los europeos considera que las redes sociales los “unen con los semejantes”, mientras que apenas un 21% siente que los conecta con quienes piensan distinto. La pregunta, entonces, ya no es si la globalización derrumbó las fronteras, sino cuáles son las nuevas que hemos levantado. Como observa Quattrociocchi, “la aldea nunca desapareció: se replicó en cada rincón del mundo, multiplicada por algoritmos que nos devuelven el eco de nuestras propias convicciones”.
La homofilia es reforzada por algoritmos que premian la semejanza y castigan la diferencia
El impulso por volver a lo pequeño, no es nuevo. Desde la sociología se lo conoce como homofilia: la tendencia a vincularnos con quienes nos resultan similares en intereses, valores o estilos de vida. “Birds of a feather flock together” (algo así como nuestro “Dios los cría y ellos se juntan”), resumieron hace más de dos décadas McPherson, Smith-Lovin y Cook en un estudio pionero de la Universidad de Arizona. Hoy esa inclinación natural se entrelaza con el diseño tecnológico. “Al comienzo creímos que Internet derrumbaría las barreras y promovería conversaciones globales -cita Quattrociocchi-. Lo que descubrimos es que el ecosistema digital construye una proximidad selectiva: estamos conectados con el mundo, pero confinados en microespacios que reproducen nuestras creencias”.
Premiar la semejanza
La homofilia es reforzada por algoritmos que premian la semejanza y castigan la diferencia. Un informe de la Universidad de Oxford mostró que el 44% de los jóvenes de entre 18 y 24 años consume noticias exclusivamente a través de TikTok, Instagram o YouTube. La consecuencia, señalan los autores, es una “información de enclave”: cada comunidad comparte y comenta las mismas piezas, mientras desconoce lo que circula fuera de su propio círculo.
Para Vaccari, esa búsqueda no debe interpretarse únicamente como un gesto de repliegue, sino también como un modo de reducir la incertidumbre: “Un mundo más diverso puede despertar entusiasmo en algunos, pero también ansiedad en otros. Las pequeñas comunidades ofrecen un espacio de seguridad emocional, donde lo desconocido no es una amenaza, porque se amortigua”.
La psicóloga Sherry Turkle, del MIT, lo había anticipado en su clásico Alone Together (Solos juntos): en un océano de interacciones posibles, elegimos islotes manejables que nos devuelvan la ilusión de cercanía. Esa tesis se actualiza en investigaciones recientes como la de Velásquez y LaRose, de la Universidad de Michigan, que analizaron comunidades juveniles en línea y hallaron que cuanto mayor era la eficacia colectiva digital -la creencia de que la acción conjunta puede lograr objetivos- más fuerte resultaba el sentido de pertenencia. “Hallamos que en redes sociales se encuentran más opiniones diversas que en la vida cara a cara -completa Vaccari-. Pero la paradoja es que cuanto más interesado está alguien en la política, menos expuesto está en línea a las voces que contradicen sus creencias”.
Grimson ofrece otra clave: “La globalización no eliminó las fronteras: las multiplicó. La circulación del dinero es infinita, pero la de las personas está bloqueada por muros visibles e invisibles. Frente a esa disonancia, los individuos buscan pertenencias inmediatas, aunque sean fragmentarias. En ellas encuentran calor y sentido, aunque al mismo tiempo profundicen la desconfianza hacia lo diferente”.
Los números parecen acompañar esa intuición. Según el portal de estadísticas Statista, más de 600 millones de usuarios participan activamente en grupos cerrados de Facebook, muchos de ellos organizados por afinidades minúsculas. Lo que antes podía haber sido un club de barrio hoy se ha transnacionalizado, sin perder su carácter microscópico. “Lo que tenemos delante no es la desaparición de la aldea, sino su multiplicación en red -sintetiza Quattrociocchi-. Cada usuario recrea un pueblo a medida, un espacio de proximidad artificial donde sus certezas se ven reforzadas”.
La misma fuerza que nos reúne puede volverse una prisión invisible. El filósofo Cass Sunstein, de la Universidad de Harvard, lo advirtió en su libro #Republic: “Las democracias necesitan encuentros con la diferencia; cuando nos rodeamos solo de quienes piensan igual, perdemos la gimnasia del disenso y con ello la capacidad de sostener lo común”. Clara Grima lo simplifica: “Cada uno arma sus burbujas con piezas parecidas a sí mismo y termina creyendo que la mayoría piensa igual. Pero es un espejismo. Afuera hay muchas voces que no escuchamos”. La consecuencia, advierte, es “la polarización afectiva: el otro nos resulta intolerable”.
El riesgo ya no es teórico. Un análisis de la Universidad de Stanford mostró que la exposición constante a contenidos afines eleva los niveles de hostilidad hacia los adversarios políticos y reduce la disposición a negociar. Samuel Iyengar y Sean Westwood, de la misma universidad, lo habían documentado años antes: los norteamericanos ya discriminan más a sus conciudadanos por afinidad partidaria que por etnia o religión.
Las plataformas digitales refuerzan ese sesgo. Una investigación de la Universidad de Copenhague sobre Twitter/X reveló que los mensajes de carácter polarizante tienen un 67% más de probabilidades de ser compartidos que aquellos con tono conciliador. “El algoritmo privilegia la emoción intensa, porque garantiza mayor circulación y, por ende, más tiempo de atención”, explica el sociólogo Michael Bang Petersen, director del estudio. En esa lógica, la virulencia no es accidente: es combustible. “Los líderes populistas -aporta Vaccari- han aprendido a movilizar las emociones negativas, sobre todo la ira, señalando culpables y ofreciendo soluciones simplistas. La tecnología no inventa esas pasiones, pero les da un megáfono y un escenario global”.
Menos debate
Según el Edelman Trust Barometer, el 53% de la población mundial cree que las divisiones sociales han alcanzado niveles “peligrosos”. En países como Alemania y Brasil, más del 60% de los encuestados expresó que evita hablar de ciertos temas en público para no enfrentarse con otros. El espacio del debate, que alguna vez se soñó ampliado por la digitalización, se reduce cada vez más. Quattrociocchi advierte que estamos entrando en un escenario nuevo: “La ilusión no es solo que la mayoría piense como nosotros. Es también que el conocimiento está dado, disponible en outputs fluidos de la inteligencia artificial. Lo llamo epistemia: confundimos elocuencia lingüística con fiabilidad epistémica. Así, dejamos de preguntar cómo sabemos lo que sabemos”. La consecuencia, añade, es “un colapso de la vigilancia cognitiva: aceptamos lo que suena convincente sin contrastarlo con la realidad”.
Eli Pariser, autor de The Filter Bubble (La burbuja filtradora), había anticipado este dilema hace más de una década. Hoy la evidencia empírica lo confirma: un estudio comparativo de la European Physical Journal Data Science coescrito por Quattrociocchi demostró que los usuarios de redes tienden a interactuar en cámaras de eco cada vez más cerradas, con escaso cruce entre comunidades ideológicas. Así, la democracia enfrenta un desafío existencial: “La convivencia exige fabricar comprensión de lo distinto -subraya Grimson-. Si en cambio proliferan estereotipos y se multiplican las fobias hacia lo ajeno, el pacto común se erosiona hasta volverse inviable”.
La microsegmentación digital fabrica aldeas en miniatura donde la otredad se convierte en amenaza. Zeynep Tufekci, de la Universidad de Carolina del Norte, sugiere: “las redes sociales pueden convocar multitudes en horas, pero éstas carecen de la infraestructura para sostener cambios duraderos”. Protestas rápidas, comunidades frágiles, vínculos intensos y volátiles: un paisaje de fuegos artificiales.
Hay, entonces, una proliferación de relatos que conviven sin encontrarse. Como si la globalización hubiera cumplido su promesa, pero al revés: no disolvió las fronteras, las multiplicó en escala microscópica. Allí donde había naciones, ahora hay enjambres; allí donde había mapas, ahora hay algoritmos que trazan límites invisibles. El desafío no es añorar el ágora perdida ni idealizar un cosmopolitismo que ya no existe. Se trata de aprender a habitar la paradoja: un mundo que se abrió hasta el vértigo y, sin embargo, nos devuelve al calor primitivo de la tribu. Quizás el verdadero dilema sea cómo construir convivencia en un planeta que se ha vuelto demasiado vasto para ser uno y demasiado fragmentado para sostenerse.
