Del alivio desinflacionario a… ¿un nuevo enojo?

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Para comprender el contexto sociopolítico actual, no hay que recurrir a El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo, como casi siempre hacemos los politólogos (una mirada realista extrema, con el poder como meta central), sino a El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry: “Lo esencial es invisible a los ojos”. Muchas de las cosas más importantes no se pueden medir de forma “objetiva”: sentimientos, percepciones, sensaciones e impulsos definen la forma en que los seres humanos tomamos decisiones y fueron extraordinariamente estudiadas por académicos como el psicólogo israelí-norteamericano Daniel Kahneman, que obtuvo el Premio Nobel en Economía por este trabajo. Respaldado en innovadores y rigurosos estudios empíricos, Kahneman desafió uno de los supuestos más importantes de la teoría económica moderna: que decidimos en función de criterios estrictamente racionales. Demostró que, por el contrario, solemos tener un conjunto de sesgos cognitivos e interpretaciones o visiones de la realidad que pueden estar “distorsionadas” o influenciadas por ideas, preceptos o lecturas determinadas.

Una de las narrativas o fuentes de sentido más relevantes proviene de la experiencia histórica de una sociedad o grupo humano, en especial de la manera en la que se procesa para terminar conformando una suerte de “sentido común” (concepto afín a la teoría gramsciana) o “mentalidad” que, claro está, constituye el prisma con el cual miramos la “realidad”. A propósito, esto cuestiona esa pretenciosa afirmación de que “la única verdad es la realidad”, pues ese sentido común o mentalidad no es uniforme ni homogéneo, sino que presenta variaciones según los intereses y el bagaje cultural de los segmentos que conforman una sociedad. Así, conviven múltiples “verdades” y se ponen en tensión distintas “interpretaciones o lecturas”. A muchos gobiernos, incluso democráticamente elegidos, los frustra la incapacidad para imponer una que les permita persuadir a una mayoría de la ciudadanía de que las cosas están relativamente bien, de que la marcha de los programas más importantes es correcta, en especial en materia económica, y de que no es necesario revisar los qués (objetivos), los cómos (instrumentos) ni los quiénes (equipo), elementos centrales de cualquier política pública. Por eso, suelen enojarse tanto con los medios de comunicación en la medida en que cumplan el propósito de alimentar el debate público con criterios pluralistas y cuestionando precisamente las “verdades” que pregona el oficialismo de turno.

En este marco, es válido plantear algunos interrogantes. ¿Qué ocurrió en el pasado cada vez que la moneda doméstica se fortaleció tanto en relación con el dólar, el patrón de referencia que desde hace al menos medio siglo tenemos los argentinos? ¿Cómo reaccionaron los agentes económicos cada vez que el Banco Central mostró dificultades para acumular reservas y tuvo claros obstáculos para conseguir financiamiento voluntario? ¿Cuál fue el impacto en la actividad ante incrementos en la tasa de interés, una apertura no total pero significativa de la economía y dificultades para que los ingresos, en promedio, se recompusieran en relación con la inflación, incluso en el sector formal?

El Gobierno y muchos economistas afines argumentan que esta vez será diferente: se trata de una situación inédita debido al hecho, para nada menor, de que ahora hay un superávit fiscal, una política monetaria muy restrictiva y absoluta convicción para avanzar en el programa de reformas a efectos de consolidar la estabilización, mejorar la competitividad y promover un mejor clima de negocios. ¿Alcanza con ese compromiso y reputación? ¿Por qué la tasa de inversión sigue tan “planchada”, a pesar de la vigencia del promovido RIGI (régimen de incentivo a las grandes inversiones), que, además, fue aprovechado exclusiva y muy limitadamente por actores domésticos? Es cierto que cayó como balde de agua fría el documento de J.P. Morgan que sugirió desarmar el carry trade, es decir, el mecanismo especulativo por el cual se adquieren títulos en pesos a altas tasas (o se ingresan capitales por plazos cortos o medianos para colocarlos a plazo fijo), suponiendo relativa estabilidad cambiaria. Pero el problema no parecería ser el árbol, sino el bosque.

La cotización del dólar futuro hacia fin de año se acerca al techo en la banda de flotación definida en el acuerdo con el FMI (1400 pesos por dólar). Eso implica una corrección de aproximadamente un 13% respecto de la cotización de estos días, que también experimentó un deslizamiento. ¿Alcanzaría para limitar las actuales distorsiones en precios relativos? ¿Qué impacto tendría en materia de inflación?

“Muchos sectores están sobreestoqueados, es probable que no haya un traspaso inmediato ni total a precios”, aseguró un poderoso banquero local. “Pensamos aumentar los precios antes de la elección nacional de octubre, para cubrirnos de un eventual salto en el tipo de cambio”, reconoce el CEO de una empresa de consumo doméstico.

Más confusión y reparos genera que, al margen del resultado de estos comicios, el Gobierno no contará con peso específico suficiente en el Congreso para avanzar con las principales reformas estructurales. Tampoco busca acuerdos políticos lógicos y sustentables, más allá de la tardía conformación del Consejo de Mayo. Por el contrario, quiere imponer de forma unilateral las condiciones de negociación, incluso en términos de candidaturas, con el riesgo de humillar a sus contrapartes, como ocurre con Pro. Por algo en la bochornosa sesión del miércoles pasado muchos “dadores voluntarios de gobernabilidad” (como los definió el gran Jorge Asís) facilitaron el quorum para tratar un conjunto de leyes incómodas para esta administración. Aun incrementando sus bloques en ambas cámaras, LLA necesitará del fundamental apoyo de sectores aliados o con visiones comunes. No parece estar surgiendo un entorno propicio en esa materia. ¿Podría cambiar tanto el clima luego de los comicios? Requeriría un esfuerzo tan eficaz como magno por parte del oficialismo. Más relevante aún, en particular para el corto plazo, es que pierde verosimilitud la po-sibilidad de fomentar el uso de los dólares del colchón, para lo cual es imprescindible la aprobación de una ley. La hipótesis de la “descanutización” de la economía (o, definida de manera más pomposa, la “dolarización endógena”) choca contra los usos y las costumbres de una sociedad acostumbrada a los vaivenes de una macroeconomía impredecible y volátil.

“Puede haber un poco de dinero transaccional, pero se trata en su gran mayoría de un ahorro de largo plazo”, asegura un exbanquero central. “El canuto no se mancha”, sintetiza Carlos Melconian.

El extendido clima de alivio que imperó como consecuencia de la caída de la inflación está perdiendo volumen y densidad en la medida en que comienza a instalarse, impulsada por múltiples factores, una áspera sensación de malestar. La experiencia comparada sugiere que los electores premian a los gobiernos que logran desacelerar significativamente el ritmo de la inflación aun si no lo controlan del todo. Pero nada es para siempre. Y varias generaciones de una sociedad que acumula demasiadas frustraciones pueden comenzar, de forma inesperada y tal vez incluso injusta, a enojarse con aquellos a quienes utilizaron para canalizar su enojo anterior.ß

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