La reciente iniciativa para avanzar hacia un acuerdo comercial y de inversiones entre Argentina y Estados Unidos debe leerse más allá del entusiasmo político coyuntural. No se trata de una excepción concedida a nuestro país ni de un gesto bilateral nacido de la negociación creativa de la diplomacia local. Lo que se anunció encaja, punto por punto, en una estrategia más amplia que Washington viene desplegando para reordenar su política comercial externa: menos escenarios multilaterales y más esquemas bilaterales adaptados a su propia agenda económica, tecnológica y geopolítica.
Desde la nueva presidencia de Donald Trump, Estados Unidos prioriza acuerdos a medida, diseñados con países a los que considera socios estratégicos o funcionales a su visión del orden internacional. Esta preferencia por marcos bilaterales —en detrimento de impulsores globales como la OMC— le permite fijar reglas sobre temas sensibles, blindar su competitividad y tejer alianzas regulatorias que acompañen su posición en ámbitos como innovación, seguridad económica y cadenas de valor críticas. Bajo ese paraguas conceptual se inscribe el marco anunciado para la Argentina. Una plataforma de lineamientos elaborada en Washington y ofrecida como base inicial a múltiples países, incluida la Casa Rosada.
La declaración conjunta con argentina replica casi literalmente otros comunicados que la Casa Blanca firmó recientemente con Tailandia, Vietnam, Suiza, Liechtenstein, El Salvador y Ecuador, entre otros. Primero, compromisos amplios del país socio hacia la liberalización del comercio y la apertura a inversiones estadounidenses; segundo, la promesa de negociar un esquema arancelario recíproco, cuyos beneficios concretos quedan sujetos a conversaciones posteriores; tercero, un paquete repetido de capítulos que abarca trato nacional y no discriminación, medidas sanitarias y fitosanitarias, comercio digital, propiedad intelectual, estándares laborales y ambientales, y componentes de seguridad económica como controles de exportación, inversiones sensibles y resiliencia de cadenas de suministro.
En todos los casos, se trata apenas de marcos: documentos preliminares que fijan una serie de lineamientos políticos generales, pero que carecen de fuerza legal plena y no constituyen compromisos exigibles por sí mismos. Funcionan, más bien, como una declaración de intenciones que establece los límites, prioridades y principios rectores bajo los cuales se desarrollará la negociación real. Es en esa etapa posterior —cuando se redacten los capítulos específicos, se definan excepciones, se establezcan cronogramas de desgravación y se precisen los alcances regulatorios— donde se juega el contenido sustantivo del acuerdo.
Mientras desde Buenos Aires se presentó este anuncio como un logro diplomático, el documento exhibe que la iniciativa no surgió de una negociación equilibrada, sino de la adhesión argentina a un esquema previamente diseñado. El Ejecutivo Nacional, al igual que los demás gobiernos que aceptaron estos marcos, asumió puntos de partida definidos por la estrategia norteamericana para expandir su influencia económica, tecnológica y regulatoria. Así, la fase inicial no es una mesa entre iguales, es la aceptación de parámetros preestablecidos a partir de los cuales recién comenzarán las discusiones sobre beneficios reales, costos potenciales y niveles de reciprocidad efectivos.
El esfuerzo por presentar el anuncio como prueba del “éxito” de una misión oficial o como una victoria política destinada al consumo doméstico dificulta una lectura clara de los alcances reales del marco acordado. El desafío es encarar con seriedad el debate que importa: qué concede Argentina, qué obtiene a cambio, cuáles son los impactos sectoriales y qué margen de maniobra queda para negociar un acuerdo que refleje intereses nacionales de mediano y largo plazo. Lo relevante es evaluar si las condiciones que propone Washington permiten preservar espacios de política pública, proteger sectores sensibles y, al mismo tiempo, generar oportunidades reales de inserción internacional. También será clave medir hasta qué punto la Argentina podrá influir en la letra fina del acuerdo o si quedará limitada a aceptar estándares regulatorios ya consolidados por Estados Unidos en otros procesos bilaterales. Sin una evaluación honesta de los costos y beneficios, y sin un debate informado que incluya a actores productivos, expertos y representantes institucionales, existe el riesgo de avanzar hacia un compromiso asimétrico que fortalezca la posición negociadora estadounidense sin traducirse necesariamente en ventajas tangibles para nuestro país.
Directora de Insight 21, think tank de Universidad Siglo 21.
