Día de los Muertos: México celebra la vida entre recuerdos y tradiciones llenas de color

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México celebra el Día de Muertos. Foto: (iStock)

La llegada de noviembre en México marca un periodo en el que la memoria y la celebración se entrelazan de manera única. Durante el 1 y 2 de noviembre, el país entero se sumerge en una atmósfera donde la vida y la muerte dialogan a través de colores, aromas y rituales.

Las calles, los hogares y los panteones se transforman con la presencia de flores de cempasúchil, veladoras, incienso y retratos, elementos que conforman un paisaje simbólico y profundamente arraigado en la cultura nacional. Esta festividad, reconocida por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad desde 2008, representa mucho más que una costumbre: es una conversación constante con la muerte y un puente entre generaciones.

El origen del Día de Muertos se remonta a tiempos anteriores a la colonización, cuando civilizaciones como la mexica, la zapoteca y la purépecha ya rendían homenaje a sus difuntos mediante ofrendas y rituales agrícolas. Para estos pueblos, la muerte no significaba un final, sino una etapa más dentro del ciclo vital.

Con la llegada de los españoles, estas creencias ancestrales se fusionaron con las tradiciones católicas del Día de Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos, dando lugar a una celebración sincrética en la que conviven el simbolismo prehispánico y el cristiano. En la cosmovisión mexica, el alma del difunto debía atravesar un extenso viaje hacia el Mictlán, el inframundo, guiada por un perro xoloitzcuintle y por las ofrendas que sus familiares preparaban.

Actualmente, esa idea de acompañar al espíritu persiste, aunque los caminos de pétalos de cempasúchil han sustituido a los ríos del más allá y las velas cumplen la función de estrellas que iluminan el regreso de los seres queridos.

Entre flores, colores y sabores, México celebra la esperanza de mantener vivos los recuerdos. Foto: (iStock)

El altar de muertos, también conocido como ofrenda, constituye el núcleo de esta tradición. Cada uno de sus elementos posee un significado específico: el agua simboliza la pureza del alma, el pan de muerto representa el ciclo de la vida y la muerte, la sal actúa como agente de purificación y las flores de cempasúchil marcan el sendero de retorno.

Las fotografías evocan la memoria, los platillos favoritos del difunto buscan despertar su esencia y el incienso orienta al espíritu hacia el hogar. En numerosos hogares, los altares se preparan con dedicación semanas antes del dos de noviembre. No se trata de simples adornos, sino de actos de amor y memoria, pequeñas biografías visuales que narran quién fue cada persona y por qué su recuerdo permanece vigente.

En algunas comunidades, los panteones se convierten en espacios de convivencia. Las familias limpian las tumbas, colocan flores, encienden velas y pasan la noche junto a sus muertos. Se reza, se canta y se comparte comida, reforzando el lazo entre vivos y difuntos.

En lugares emblemáticos como Janitzio, en Michoacán, o Mixquic, en la Ciudad de México, las procesiones iluminadas por cientos de velas generan un espectáculo místico que atrae a visitantes de todo el mundo.

Para los mexicanos la muerte no es el fin, sino el inicio de un nuevo camino hacia la eternidad. FOTO: MARGARITO PÉREZ RETANA/ CUARTOSCURO.COM

En Oaxaca, los altares comunitarios y las comparsas llenan las calles de música y arte popular. Incluso en el norte del país, aunque con particularidades propias, las familias honran a sus difuntos mediante visitas al panteón y ofrendas florales.

En las grandes urbes, la celebración ha adoptado nuevas formas. Desde 2016, el Desfile de Día de Muertos en la Ciudad de México, inspirado en la película Spectre de James Bond, se ha consolidado como un evento multitudinario.

No obstante, más allá del atractivo turístico, el sentido íntimo de la festividad se mantiene en cada altar doméstico y en cada vela encendida frente a una fotografía familiar. La frase “lo que deja de vivir sigue existiendo” sintetiza la filosofía que subyace al Día de Muertos.

La memoria se convierte en una forma de resistencia frente al olvido, una manera de desafiar la finitud. En cada ofrenda se esconde una historia: una abuela que enseñó a cocinar mole, un hermano que partió demasiado pronto, un amigo cuya risa aún resuena. Recordar es un acto de continuidad cultural y, al mismo tiempo, un ejercicio de humanidad. En el gesto cotidiano de colocar una flor o encender una vela, se renueva el pacto con la vida.

Una tradición llena de color, amor y memoria. Foto: (Archivo)

La globalización ha permitido que el Día de Muertos trascienda fronteras. Películas como Coco (2017) y El libro de la vida (2014) han acercado esta tradición al público internacional, mostrando su riqueza simbólica y espiritual. Sin embargo, para los mexicanos, su valor reside en lo íntimo: en el reencuentro, en la nostalgia compartida y en la certeza de que los lazos afectivos no se rompen con la muerte.

Cada año, escuelas, instituciones y comunidades promueven la elaboración de altares, tapetes de aserrín, calaveritas literarias y concursos que refuerzan el sentido cultural de la fecha. Esta festividad une a los vivos a través de los muertos y actúa como un espejo en el que la identidad mexicana se refleja en toda su plenitud.

Uno de los íconos más reconocidos de esta festividad es La Catrina, caracterizada como un esqueleto femenino de vestimenta elegante que, aunque nació de la crítica social del grabador mexicano José Guadalupe Posada bajo el nombre de La Calavera Garbancera como burla hacia el aspiracionismo de las clases bajas en el porfiriato, ha ganado relevancia y reinterpretación en la cultura mexicana, lo que la ha llevado a ser emparentada con la figura de muerte que festeja y se divierte entre los vivos.

Día de Muertos en México. Foto: (iStock)

El Día de Muertos no exalta la tragedia de la muerte, sino la belleza de recordar. En cada altar se afirma la vida. Es un momento para reflexionar sobre la pérdida, pero también sobre la permanencia del amor. Las tumbas iluminadas, los altares llenos de color, el aroma del copal y del pan de muerto son símbolos de una verdad profundamente humana: la memoria nos mantiene vivos.

Mientras alguien encienda una vela o pronuncie un nombre, el vínculo entre el mundo de los vivos y el de los muertos permanecerá intacto. Así, cada noviembre, México se reencuentra con su pasado y reafirma su identidad, recordando que el amor y el recuerdo superan a la muerte.

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