El cine hizo justicia con Diane Keaton. Desde un lugar de eterna enamorada construyó una carrera excepcional a lo largo del último medio siglo. Y sobre todo transformó su rostro (uno de los más hermosos y transparentes que nos regaló el cine estadounidense de todos los tiempos) en la imagen que mejor reflejó desde una expresión femenina la época que le tocó vivir. Toda su obra deja enormes y felices recuerdos: desde su inolvidable etapa como musa del primer tramo de la obra de Woody Allen (sobre todo gracias a su inolvidable papel en Dos extraños amantes) hasta sus últimas apariciones, por lo general comedias livianas que celebran el amor en la tercera edad.
Keaton murió este sábado a los 79 años en California, sin que trascendieran todavía detalles del fallecimiento, más allá del pedido expreso de sus seres más queridos de respetar la privacidad y el duelo familiar. Quien nos deja es una de esas contadas actrices de verdad, que se ganó legítimamente con su presencia constante en la pantalla el título de estrella sin perder un ápice del talento que la llevó a representar a lo largo de los años distintas variantes de un único y extraordinario tipo de mujer urbana, inteligente, sofisticada, cosmopolita, enérgica y curiosa, pero a la vez condicionada en sus decisiones por las dudas, las neurosis y las inseguridades de la vida moderna.
Recorrió la pantalla con esa identidad casi inalterable más allá de las variaciones inevitables de cada etapa del ciclo vital. Solo el paso de los años alteró la imagen exterior de lo que la bella Diane siempre fue y a lo que nunca renunció. Desde aquella chica de expresión sorprendida y abierta para descubrir, aunque llena de dudas, todo lo que sugerían los años 70 a través de la revolución de las costumbres (sobre todo en el ámbito sexual y del psicoanálisis), hasta la señora madura que seguía preguntándose sobre el amor y el destino luciendo su maravillosa melena canosa y una sonrisa a toda prueba.
En verdad, la imagen de Keaton (siempre espléndida) que mejor guardaremos en la memoria también incluye algunos rasgos y elementos inconfundibles que desde su vestimenta también definieron para siempre su presencia en la pantalla. Transformó en muestra de femineidad pura las camisas, los chalecos y los blazers de inspiración masculina que elegía todo el tiempo como atuendo, tanto en su vida de todos los días como en las películas. En el típico personaje de Keaton en el cine nunca faltaba algún sombrero y los anteojos, tan grandes como los cinturones.
Todo en realidad tenía en Keaton una impronta holgada. Su atractivo descansaba en la mirada, en la palabra y en la pícara y sofisticada manera que elegía para meterse en cuestiones eróticas. Pocas actrices transmitieron un atractivo tan poderoso desde el pudor que, con mayor o menor grado de conciencia, caracterizó su carrera artística. De hecho, antes de debutar en el cine, fue muy comentada en 1968 su decisión de negarse a participar en la célebre escena de desnudo colectivo en Hair, el musical que empezaba a causar considerable impacto en la sociedad y la cultura de su época cuando ella se sumó al primer elenco que la representó en Broadway.
Su infancia
Había nacido en Los Ángeles el 5 de enero de 1946, como Diane Hall. Su padre era ingeniero civil y su madre, que ejercería una enorme influencia en el camino artístico que eligió, tenía inclinaciones artísticas, aunque pasó la mayor parte de su vida como ama de casa. “Cantaba, tocaba el piano. Era hermosa y también era mi defensora”, dijo una vez.
De hecho adoptó el apellido materno (Keaton) como el definitivo para su carrera artística mientras estudiaba actuación en Nueva York, donde se instaló después de abandonar la escuela secundaria en California, porque Diane Hall ya había sido registrado por otra actriz.
Fue Woody Allen, una de las figuras clave de su vida, el que eligió su apellido verdadero para el personaje (Annie Hall) con el que ganó su único Oscar en 1978 como mejor actriz protagónica por Dos extraños amantes. Después recibiría otras cuatro nominaciones, dos como protagonista (Reds, en 1981, y Reencuentro, en 1996) y una como actriz de reparto (Alguien tiene que ceder, en 2004).
Su primer encuentro con Allen fue el teatro, en 1969 como la pareja protagónica de Sueños de seductor (Play It Again, Sam), en 1969, pieza que ambos llevarían al cine tres años después, dirigida por Herbert Ross. Casi a primera vista encontró un lugar en la vida y la obra de Allen como musa, heroína romántica y espejo perfecto de las neurosis, las culpas, las frustraciones sexuales y las constantes indecisiones de su compañero.
Keaton fue la pareja inseparable de Allen en el cine entre 1972 y 1979. Además de Sueños de seductor y Dos extraños amantes compartieron El dormilón, La última noche de Boris Grushenko, Interiores y Manhattan. Después de separarse volvieron a trabajar juntos (en Días de radio y Misterioso asesinato en Manhattan) y fueron amigos hasta el final. Keaton nunca dejó de respaldarlo frente a las acusaciones de abuso sexual. “Woody Allen es mi amigo y sigo creyendo en él”, dijo más de una vez.
Tenía talento de sobra como para no ser vista como una actriz atrapada en el personaje típico que, con matices, interpretó para Allen. “Me reconforta sentirme identificada, pero en el fondo no es una buena idea –dijo en una entrevista con Variety-. Te sientes segura en la mayoría de los aspectos y es es malo, porque significa que te aceptan y cuando eso pasa ahí es donde te quedas sin moverte más. A mí me encantaría tener una vida como la de Katharine Hepburn. Ella maduró e hizo los cambios que hacían falta”.
La consagración
Para escapar definitivamente a cualquier estereotipo y encarar la transición de la comedia a un rango interpretativo mucho más amplio (y dramático) se valió de su extraordinario papel en la saga de El padrino, que llegó a consagrarla como actriz inclusive antes de poner en marcha su sociedad con Woody Allen.
La atribulada Kay Adams, novia primero y esposa más tarde de Michael Corleone (Al Pacino) fue el colosal punto de partida de una seguidilla de apariciones memorables con personajes ficticios o tomados de la vida real: la maestra abierta a la experimentación sexual de Buscando al señor Goodbar (1977), la escritora que adopta ideas políticas de izquierda en Reds (1981), la esposa frustrada e infiel de Mrs. Soffel (1984) y la mayor de las tres hermanas de Crímenes del corazón (1986).
Las perspectivas de triunfo artístico para Keaton se enriquecieron todavía más cuando logró llevar adelante una admirable convivencia entre la comedia y el drama que incluyó éxitos de taquilla enormes como ¿Quién llamó a la cigüeña? (1987), una nueva versión de El padre de la novia (1991) y El club de las divorciadas (1996), junto a exigentes apariciones en películas de temática mucho más comprometida como Reencuentro (Marvin’s Room, 1996), donde interpreta a una mujer enferma de leucemia y expuesta a un complejo cuadro familiar.
Su papel como una dramaturga comprometida afectivamente con un pícaro y maduro seductor (Jack Nicholson) en Alguien tiene que ceder (2003) inauguró la última etapa de su recorrido en el cine, capturada definitivamente por la comedia. Historias ligeras cargadas de conflictos familiares (El gran casamiento, Por fin solos, Navidad con los Cooper), romances otoñales (Juntos…pero no tanto, Quizás para siempre) y esas comedias “geriátricas” protagonizadas por mujeres que entran en la tercera edad soñando con reverdecer viejas pasiones (Mejor que nunca, Cuando ellas quieren).
Más duradero (y mucho menos visible) resultó a partir de los años 80 su trabajo como directora. Empezó con videoclips, siguió con series de televisión (un episodio de Twin Peaks, por ejemplo) y llegó finalmente al cine (el valioso drama Héroes anónimos y la comedia No nos dejes colgadas, que también protagonizó junto a Meg Ryan y Lisa Kudrow).
Parecía dispuesta todo el tiempo a trabajar sin descanso cuando no estaba frente a las cámaras o detrás de ellas: escribió nada menos que tres libros de memorias, fue productora de la película Elefante (2003), sobre la masacre en la escuela de Columbine, y dedicó mucho tiempo (casi como un tributo a su madre) a la fotografía. Su curiosidad también se extendió a una tarea casi invisible detrás de tanta exposición artística: la preservación y el cuidado de propiedades históricas en Estados Unidos.
Inseguridad afectiva
La estrella que hasta el fin de su carrera en el cine aceptó divertirse personificando a mujeres que no se rinden en la búsqueda del amor (y mientras lo hacen tratan de pasarla lo mejor posible) tuvo que reconocer que durante un tiempo usó su característica manera de vestir (sacos y sombreros amplios, camisas de mangas largas) como una especie de manto protector frente a la inseguridad afectiva y al miedo de quedarse sola.
No pudo encontrar continuidad en las relaciones que mantuvo con los hombres de su vida, todos ellos tan famosos como ella. A todos los conoció mientras estaba comprometido en trabajos artísticos, proyectos o filmaciones: Woody Allen, Warren Beatty y Al Pacino. Con el tiempo aceptó que cada uno formó parte de un momento distinto de su vida. “Woody fueron mis 20 años; Warren, mis 30, y Al siempre estuvo en los bordes, entre los 30 y los 40”.
Diane Keaton nunca se casó y volcó en sus dos hijos adoptivos (una niña, Dexter, y un varón, Duke) todo ese amor, que recorre de principio a fin su historia en el cine y que el público de varias generaciones seguirá a partir de ahora admirando y aplaudiendo desde la pantalla, una y otra vez.