Redskins (pieles rojas) no es un insulto racista que alude al exterminio de los pueblos nativos, dice Donald Trump, sino todo lo contrario. Es un “reconocimiento” al “coraje” de cherokees, apaches, sioux, comanches y otras tribus. El presidente de Estados Unidos quiere entonces que el equipo de fútbol americano, hoy llamado Washington Commanders, recupere su viejo nombre de Washington Redskins, impuesto hace casi un siglo por George Preston Marshall, defensor de la supremacía blanca, el patrón acaso más racista en la historia de la National Football League (NFL). El nombre fue cambiado en 2020 a Washington Commanders por presión de FedEx, patrocinador de peso, tras el asesinato policial de George Floyd que provocó las marchas más masivas en la historia de Estados Unidos. Pero si ahora no retoma su viejo nombre, advierte Trump, la franquicia (que vale más de 6 mil millones de dólares), no tendrá su nuevo estadio en Washington. Trump ya intimidó a jueces, universidades, abogados, científicos, fundaciones, administración pública, fuerzas armadas, medios y a otros países. Echó a fiscales y a inmigrantes. Es el turno del deporte. “Ténganme miedo”.
Trump reclama a los dueños de las franquicias deportivas que retomen los viejos nombres tachados, acusados de insulto racial en tiempos de Barack Obama. Lo mismo, advierte Linda McMahom, deben hacer escuelas y universidades públicas del Estado de Nueva York (cerca de tres mil equipos deportivos adoptaron nuevos nombres y mascotas en todo el país). La empresaria del circo de la lucha libre en la TV de cable, designada por Trump para desmantelar la Secretaría de Educación, avisó que no habrá fondos para las que no lo hagan. Aquello no era racismo. Racismo, dijo McMahom, fue haber obligado al cambio.
“No es racista oponerse al racismo”, respondió Jacqueline De León, abogada del Fondo para los Derechos de los Nativos Americanos. “¿Pero por qué los Dutchmen no se quejan de ser también ellos utilizados como mascotas deportivas?”, dicen trumpistas. Porque los holandeses, aclaran aburridos desde el otro sector, fueron conquistadores en Nueva York. No fueron víctimas del robo de casi todas sus tierras ni de genocidio. No sufren las peores tasas de expectativa de vida, pobreza, desempleo y suicidio. No fueron esclavizados ni decapitados. No fueron pieles rojas. Redskins.
Trump insiste. Exige que también los hoy Cleveland Guardians (béisbol) recuperen su logo (caricatura de un Jefe Wahoo) y viejo nombre de Cleveland Indians (una franquicia que él mismo estuvo a un paso de comprar en 1983). La vieja guardia afirma que el nombre original honró a Louis Sockalexis, primer nativo que jugó béisbol profesional. Pero las presiones crecieron. Y Cleveland Indians cambió en 2018 el logo y en 2021 el nombre. “¡Cultura de la cancelación en acción!”, protestó entonces Trump, que ahora es presidente recargado. Está todos los días en el centro de la escena. Algunos creen que resucitó el debate de los nombres de las franquicias deportivas (que parecía sepultado) para desviar su reaparición en los archivos del ya fallecido financiero y delincuente sexual Jeffrey Epstein. Pero el reclamo se suma a las redadas de ICE (la policía enmascarada que caza migrantes en escuelas, iglesias y granjas), al grito para reponer estatuas derribadas de viejos líderes esclavistas. A la nueva ola de supremacía blanca. “¡Hagamos a los Indios Grandes de Nuevo! (MIGA)”, pidió Trump.
Una investigación de USA Today rechazó la afirmación de Trump de que hay un “gran clamor” del pueblo nativo para que vuelvan los viejos nombres. El diario entrevistó a líderes que, en cambio, denuncian “caricaturas que siguen deshumanizando” a los “sobrevivientes de genocidio”. Pero también el deporte vive tiempos de derecha dura. Allí está, sino, Pat McAfee, comentarista deportivo más influyente de Estados Unidos. Más de once millones de seguidores en sus redes. Contrato de 83 millones de dólares en ESPN. Un show de casi tres horas que exuda misoginia y apunta contra la “cultura woke”. Le dice “perra blanca” a Caitlin Clark, estrella de la WNBA (básquet femenino). Y, ante las risas de su panel, rumorea sobre una estudiante que se acuesta con el padre de su novio, una historia falsa de la que jamás se disculpó. Hay muchos más como él. Fomentan ludopatía, veneran a los militares y despotrican contra Taylor Swift. Carecen de límites. “El mejor filtro”, escribió una crónica en The Guardian, “es no usar ningún filtro”. Trump les concedió entrevistas extensas. Les habla de deportes. Es humanizado.
Si hasta hace pocos años el deporte de Estados Unidos se arrodillaba en señal de protesta, hoy, “uno de cada dos atletas” celebra bailando como Trump, giro leve de cadera y puños en alto. En el reciente Mundial de Clubes, el propio Trump celebró colándose en la fiesta de Chelsea. Gianni Infantino volverá a dejar que lo haga en el Mundial 2026 de selecciones. El presidente de la FIFA no es el único poderoso que lo celebra (y que hace negocios con él). Incluso hay quienes se arrodillan ante Trump. A todos ellos, Linda Greenhouse, premio Pulitzer 1998, les dedica un artículo en The New York Times: “Lamentaremos no habernos enfrentado a esta crueldad venenosa”.