
La imagen de los jerarcas nazis ante el Tribunal Militar Internacional de Núremberg representa uno de los capítulos más inquietantes de la historia contemporánea. A ochenta años del fin de la Segunda Guerra Mundial, el mundo aún recuerda cómo la humanidad presenció la apertura de un histórico proceso judicial en el que se buscó responder a una pregunta clave: ¿los ejecutores del Holocausto estaban mentalmente capacitados para ser juzgados por sus crímenes?
Esta pregunta, que probablemente se hagan muchos hoy en día, fue resuelta por el psiquiatra formado en la Universidad de California, Douglas M. Kelley. Su diagnóstico marcaría el destino de los acusados, además de la percepción que guardamos hoy por los condenados. Recordemos que durante 1945, veinticuatro miembros del que era Tercer Reich fueron convocados al banquillo de Núremberg para sucumbir ante el marco legal que establecerían los Aliados (Reino Unido, Estados Unidos y la Unión Soviética) con el fin de responsabilizar a quienes cometieron los crímenes atroces contra judíos, gitanos, homosexuales y opositores políticos en los campos de concentración del régimen nazi.
Las discusiones legales sobre cuáles serían los delitos judiciales que podrían tenerse en cuanta para su sentencia. Porque, como ha asegurado el actual presidente de la Comisión Internacional de Juristas (ICJ, por sus siglas en inglés), Carlos Ayala Corao, a BBC Mundo: “Las garantías y derechos judiciales son inherentes a todo ser humano, sin excepción”. Asimismo, “si una persona no actúa con su libre albedrío, sino por una enfermedad o trastorno médico mental, el derecho penal democrático lo exceptúa de responsabilidad o al menos puede ser un atenuante”. Por este motivo, el trabajo del doctor Kelley fue tan determinante.

“Todos tenían una inteligencia promedio o por encima”
Antes de su participación en Núremberg, Kelley atendió a soldados aliados afectados por “fatiga de combate o shock de guerra” (estrés postraumático). Posteriormente, una vez terminada la guerra, el teniente coronel del ejército estadounidense trabajó cerca de ocho meses para responder a la gran pregunta. Tal y como recogía el periodista Jack El-Hai para su libro ‘El nazi y el psiquiatra’, su labor fue determinante: convivió todo ese tiempo con los líderes del Tercer Reich en el hotel de Luxemburgo, donde los sometió a entrevistas individuales y a una combinación de pruebas psiquiátricas.
El periodista, entrevistado por BBC Mundo, aseguró que el psiquiatra “entrevistó a los acusados, pero también los sometió a una batería de pruebas psicológicas, como el test de manchas de tinta de Rorschach, donde se les pedía describir lo que veían en imágenes abstractas». Del mismo modo, “les aplicó el test de percepción temática”, una prueba similar a la anterior, “pero con fotografías reales o ilustraciones, en el que se les pedía contar una historia”, asegura. También contó con “pruebas de coeficiente intelectual” que le permitió saber “que todos tenían una inteligencia promedio o por encima del promedio”. Por lo que sus conclusiones desconcertaron al mundo, que se hallaba expectante a sus resultados.
El sexto día del proceso judicial, el propio psiquiatra reveló ante los medios que: “En general, los prisioneros no son diferentes de un grupo de ejecutivos de cualquier otra parte; en contraste con la opinión popular, no están locos ni son superhombres”, una aseveración que marcó el rumbo del juicio. Y es que, a pesar de que la principio barajaba la hipótesis de que los soldados se había contagiado de algún “virus” o enfermedad, finalmente pudo comprobar que “no estaban mentalmente enfermos y que su comportamiento estaba dentro del rango de lo normal”, explicaba su biógrafo.
De este modo, dictaminó que “básicamente eran personas normales, influidas por la mendacidad y la burocracia. Criaturas moldeadas por su entorno, individuos que podían encontrarse detrás de grandes escritorios en cualquier parte del mundo”, según el libro ‘Anatomía de la maldad: el enigma de los criminales de guerra’ del psiquiatra estadounidense Joel Dimmesdale. Esto significaba que “había muchas personas como ellos (los líderes nazis) entre nosotros, en cualquier país y en cualquier época”, expresaba El-Hai.
De hecho, una vez regresó a Estados Unidos en 1946, el médico dio una serie de conferencias y publicaciones en las que alertaba de una nueva tendencia; esta vez en su país. “En ese momento, muchos Estados estaban gobernados por políticos que defendían la segregación racial y usaban técnicas similares a las de los nazis para manipular a sus votantes”, subrayó el periodista.

Su cercanía con el segundo de Hitler
Entre los escritos del psiquiatra, se ha podido encontrar una cercanía especial con uno de los acusados más notorios: Hermann Göring, excomandante de la Luftwaffe y principal colaborador de Adolf Hitler. Según asegura su biógrafo, Kelley estaba intrigado por él “en parte porque ambos compartían rasgos de personalidad: eran inteligentes, carismáticos, egocéntricos y algo narcisistas”, explicaba. De esta manera, se pudo observar cómo forjaba un vínculo con el exlíder nazi, dejando de lado sus responsabilidades como psiquiatra. “Aceptó fungir de correo y llevarle cartas escritas por Göring a su esposa, Emmy”, una acción que nunca fue aprobada por el tribunal.
Entre las anotaciones de Kelley se pueden observar comentarios como: Göring era encantador cuando decidía serlo; tenía una inteligencia excelente, gran imaginación, mucha energía y sentido del humor” o “Cada día, cuando llegaba a su celda, se levantaba de su silla, me saludaba con una amplia sonrisa y la mano extendida, me acompañaba hasta su catre y daba golpecitos en el centro: ‘Buenos días, doctor. Me alegra mucho que haya venido a verme… por favor, siéntese’. Luego se acomodaba junto a mí con su gran cuerpo, listo para responder a mis preguntas”.
Los límites se traspasaron también cuando el doctor intervino en la salud del presidiario, pues evitó que su paciente muriera por afecciones derivadas de su peso y por su adicción a la codeína. Además, llegó a controlar la dieta y reducir, bajo supervisión, la dosis de fármacos del exmariscal, según consta en los registros analizados por El-Hai. Pero la máxima trasgresión de su papel como mero analista se traspasó cuando aceptó la última proposición de Göring: “Le pidió a Kelley que, en caso de que él o su esposa no sobrevivieran, adoptara a su hija y la criara en EE.UU. Kelley discutió la idea con su esposa, quien se opuso”, afirma.
Esta experiencia con los nazis llevó a Kelley a repensar la psiquiatría. Según su biógrafo, su cambio de opinión se debía sobre todo al “tiempo que pasó con los nazis”, lo que cambió su visión sobre “la naturaleza de las enfermedades mentales y sobre si la psiquiatría era una especialidad viable para tratar a personas como estos criminales. Y concluyó que no lo era”.
La vida del psiquiatra terminó trágicamente el 1 de enero de 1958, cuando, después de una discusión familiar, ingirió una cápsula de cianuro y murió al instante. Una maniobra similar a la que escogió el exlíder doce años antes y porque no llegó a cumplir su sentencia en la horca, como mandaba la resolución del juicio. “El suicidio de Göring fue su último acto de desafío y creo que el de Kelley también lo fue”, reconocía el periodista, al no haber detectado indicios de que quisiera quitarse la vida en sus escritos.
