El algoritmo, el “vos podés solo”: la ilusión de la falsa libertad

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El esclavo perfecto ya no lleva cadenas visibles: se desplaza entre algoritmos, discursos de autoayuda y métricas de rendimiento (Imagen ilustrativa Infobae)

Creemos elegir, pero muchas veces, sin darnos cuenta, estamos obedeciendo. Desde el algoritmo que decide qué vemos en nuestras pantallas hasta el omnipresente mantra del “vos podés solo, de vos depende”, las nuevas formas de manipulación y condicionamiento ya no se imponen con látigos ni cadenas visibles, ni dictaduras de militares. Se infiltran en nuestro deseo, se disfrazan de autonomía y, lo más irónico, se pregonan, promueven y celebran, como consecuencia de ejercer la “libertad”.

En una era en la que la libertad individual se pregona casi como una religión mayoritaria -sin demasiados conceptuales que le den contenidos-, pocas frases resultan tan incómodas -y, por eso mismo, tan necesarias- como aquella que afirma y nos interpela: “El esclavo perfecto es aquel que cree ser libre”. No es solo una paradoja, sino un diagnóstico escalofriante de una forma de dominación que ya no necesita de la fuerza bruta, de los ejércitos, sino solo de nuestra adhesión subjetiva y pacífica. Esta sentencia, sin una autoría única, condensa una tradición crítica que atraviesa la filosofía, la política y el psicoanálisis, y que nos invita a interrogar cómo el poder se inscribe en nuestros cuerpos y nuestras conciencias -por mecanismos inconscientes que, por tanto, ignoramos-.

Es crucial aclarar aquí: esta reflexión no busca relativizar ni, mucho menos, denigrar la genuina acepción de la libertad. Todo lo contrario: la libertad, entendida como la ausencia de coacción externa explícita o implícita a la persona, la capacidad de decidir sobre su propio plan de vida, de autodeterminación y la garantía y defensa irrestricta de los derechos individuales y colectivos, es y debe seguir siendo un pilar innegociable de toda sociedad democrática desarrollada que se precie de tal. El derecho a la libertad como aquel que consiste “en poder hacer todo aquello que no cause perjuicio a los demás. El ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los necesarios para garantizar a cualquier otro hombre el libre ejercicio de los mismos derechos; y estos límites sólo pueden ser determinados por la ley” (Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano sancionada en Francia en 1789).

Nuestra Constitución dice sabiamente en su Preámbulo y art. 19: “…asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino…” y “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están solo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe”.

La defensa y la reivindicación de este contenido de la libertad son una lucha irrenunciable, constante y necesaria.

Volviendo a nuestro cauce inicial que aquí nos interpela, ya en La República Platón nos alertó: los prisioneros encadenados en la caverna no deseaban liberarse porque creían que las sombras proyectadas en la pared eran la única realidad. La idea de libertad, para ellos, estaba tan lejos como el sol de aquellos que jamás habían salido. ¿No nos suena familiar en nuestra era digital? ¿Cuántos y cuándo “elegimos libremente” lo que vemos en redes, convencidos de nuestra autonomía, cuando en realidad navegamos un guion preestablecido por algoritmos que ni siquiera comprendemos, y mucho menos, dominamos?

El pensamiento moderno profundizó esta inquietud. Para Hegel, la figura del esclavo, a través del trabajo, podía alcanzar una conciencia más compleja que la del amo (“…el amo termina en una ‘impasse existencial’ insatisfactoria, mientras que el esclavo conserva la posibilidad de lograr la verdadera satisfacción por medio de la `superación dialéctica’ de su esclavitud…” –Evans, 2013-).

Pero fue Marx –en el Siglo XIX y en medio de las consecuencias sociales de la Revolución Industrial y el auge del capitalismo- quien desnudó la ilusión de libertad en el capitalismo: los trabajadores son formalmente “libres” de vender su fuerza de trabajo, pero lo hacen bajo condiciones estructurales que los obligan a aceptar, muchas veces, su propia subordinación. La libertad jurídica-contractual, entonces, se convierte en la máscara de una dominación económica; en nombre de la impoluta “libertad”.

De aquella realidad comenzó el surgimiento del constitucionalismo social, y sus consecuencias legales, tendientes a atemperar las asimetrías de poder entre patrón y empleado, que exceden el presente.

Más cerca, Foucault alertó sobre el desplazamiento de las formas de poder disciplinarias hacia tecnologías de control más sutiles, donde el individuo ya no necesita ser vigilado porque se convierte en su propio supervisor. La obediencia no se impone por decreto, sino que se interioriza como elección. La afirmación de que la libertad es la forma más eficaz del poder moderno es una visión central en la filosofía de Michel Foucault. Para él, la libertad no es una fuerza opuesta al poder, sino una herramienta que el poder utiliza para gobernar. En lugar de ser un opuesto al poder, la libertad se integra en las relaciones de poder y permite que el poder se ejerza de manera más sutil y efectiva. La frase del “esclavo perfecto” señalada más arriba no solo nombra una paradoja: señala la asombrosa eficacia de un poder que opera en la ilusión misma de nuestra autonomía o “libertad”.

Desde el psicoanálisis, esta idea resuena con particular fuerza. Básicamente, para Lacan, nunca somos dueños de nuestro deseo; estamos estructurados por el deseo del Otro, por mandatos que se inscriben incluso antes de nuestra existencia consciente. El superyó contemporáneo no impone límites, sino que exige goce: “sé tú mismo”, “realízate”, “exprésate” (Han, 2014). Precisamente, en Capitalismo y pulsión de muerte, Byung-Chul Han advierte que es grave cuando en el neoliberalismo se explota al trabajador, pero también lo es cuando la autoexplotación es voluntaria, y como está bajo el signo de la “libertad”, es sumamente efectiva. La autoexplotación es una explotación sin dominación, porque se realiza en forma voluntaria.

Pero este imperativo no es más liberador que los antiguos mandatos represivos. Al contrario, produce sujetos exhaustos, siempre “endeudados” consigo mismos, que se perciben libres mientras se someten al mandato incesante de “ser auténticos” o “ser productivos”, o de “tener para ser”. La libertad, paradójicamente, se vuelve una sofisticada forma de servidumbre voluntaria hacia un deseo que siempre se desplaza, que exige algo nuevo después de alcanzar el anterior –si logra alcanzarlo-, sin solución de continuidad; consecuentemente, garantía de insatisfacción permanente.

En nuestra era digital, la figura del “esclavo perfecto” se corporiza con una eficacia tan silenciosa como devastadora. Pensemos en el vínculo que millones de personas establecen cotidianamente con las redes sociales. Se presentan como espacios de expresión personal, de autenticidad y elección, cuando en realidad funcionan bajo lógicas algorítmicas que modelan el deseo, organizan la atención y distribuyen visibilidad según criterios opacos (Zuboff, 2019). La amenaza que se sitúa sobre nosotros no es ya la de un Estado totalitario, sino la de una arquitectura digital omnipresente: un “gran Otro” -al decir de Lacán- que opera en función de los intereses del capital de la vigilancia.

El exhaustivo y turbador análisis de Zuboff pone al descubierto las amenazas a las que se enfrenta la sociedad del siglo XXI: una “colmena” controlada y totalmente interconectada que nos seduce con la promesa de lograr certezas absolutas a cambio del máximo lucro posible para sus promotores, y todo a costa de la democracia, la libertad y, tal vez, de nuestro futuro como seres humanos. En suma, el sujeto “elige”, sí, pero lo hace en un marco preconfigurado por reglas que no controla ni comprende. La ilusión de libertad es aquí una pieza clave para la perpetuación del sistema.

Algo similar ocurre con el discurso de la “autonomía” y la “realización personal”. Se promueve una forma de subjetividad que debe monetizarse a sí misma: el individuo, además, se convierte él mismo en marca, producto y gestor de su propio capital humano (Han, 2014). La figura del “emprendedor de sí mismo”, tan celebrada por la retórica neoliberal, es una versión refinada del esclavo perfecto: nadie lo obliga, él mismo se impone jornadas interminables, responsabilidades múltiples y la ansiedad de no fracasar. El castigo ya no viene de afuera; se lo aplica uno mismo con una eficiencia ejemplar.

Este fenómeno no es ajeno al análisis psicoanalítico. La autoexplotación se sostiene en un imperativo superyoico que, bajo la apariencia de libertad, exige rendir al máximo, nunca detenerse, nunca decepcionar. El sujeto está llamado a gozar, pero ese goce está tan estructurado por “el Otro” que el resultado no es la felicidad, sino un profundo malestar. La libertad, entonces, se vuelve una trampa si no se acompaña de una lectura crítica de los discursos y los fundamentos reales que la sustentan.

En un tiempo en el que todo se presenta como elección -desde qué pensar, qué comprar, a quién votar, hasta cómo mostrarse-, la libertad -mal entendida o distorsionada- se ha vuelto el nuevo rostro de la obediencia. El esclavo perfecto ya no lleva cadenas visibles: se desplaza entre algoritmos, discursos de autoayuda y métricas de rendimiento, convencido de que cada paso lo acerca a su verdadero yo.

Una de las pocas vías posibles para resistir estas formas sutiles y sofisticadas de sometimiento pasa por la educación, especialmente por la psicoeducación desde edades tempranas. Solo una formación que promueva la conciencia crítica, la alfabetización emocional y el pensamiento reflexivo y crítico puede ofrecer herramientas reales para evaluar la propia posición frente al deseo, al consumo y al poder. Como he sostenido en otras columnas, la libertad no es un punto de partida, sino una construcción activa y compleja que requiere de recursos simbólicos para poder ejercerse. Sin estos, estamos condenados a confundir obediencia con elección, y a llamar libertad a lo que, en el fondo, no es más que una forma de sujeción.

Pero quizá la pregunta más urgente no sea cuán libres somos, sino quién se beneficia de que creamos serlo.

Referencias:

  • Evans, Dylan (2013). Diccionario introductorio de psicoanálisis lacaniano. Buenos Aires. Paidós.
  • Foucault, M. (2008). Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Siglo XXI Editores.
  • Han, B. C. (2014). Psicopolítica: Neoliberalismo y nuevas técnicas de poder. Herder.
  • Hegel, G. W. F. (2010). Fenomenología del espíritu. Fondo de Cultura Económica.
  • Lacan, J. (2008). Escritos 1 y 2. Siglo XXI Editores. (Aunque las referencias específicas de Lacan son amplias y la idea del “deseo del Otro” o el superyó contemporáneo se desprende de su obra general, para fines de citación en un artículo de divulgación, se suele remitir a sus textos clave).
  • Marx, K. (1990). El capital: Crítica de la economía política (Vol. I). Siglo XXI Editores.
  • Platón. (2003). La República. Gredos.
  • Zuboff, S. (2019). La era del capitalismo de la vigilancia: La lucha por un futuro humano en la nueva frontera del poder. Paidós.

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