A más de un siglo de la masacre que acabó con la familia imperial rusa, la historia de los Romanov conserva una fascinación única en el imaginario popular mundial. Esta saga de poder, tragedia y misterio ha cautivado a generaciones enteras y se ha convertido en materia prima para libros, películas y series que exploran los eventos que llevaron a ese fatídico 17 de julio de 1918. ¿Qué hace que esta historia sangrienta continúe en nuestra imaginación? Quizás sea la combinación perfecta de drama real y el anhelo humano de creer que, en medio de la tragedia, alguien logró escapar.
Los últimos días de una familia imperial
Para la familia Romanov, los días previos a su muerte transcurrieron en una rutina monótona y austera en la Casa Ipátiev de Ekaterimburgo, rebautizada por los bolcheviques como “Casa de Propósitos Especiales”. Sus vidas, antes llenas de lujo y protocolo, se redujeron a comidas frugales, breves momentos en el jardín y lecturas compartidas.
El diario de la zarina Alejandra revela detalles conmovedores de su cotidianidad: Alexei, su hijo de 13 años que padecía hemofilia, se recuperaba lentamente de una reciente crisis, y las monjas locales tenían permitido llevarle huevos ocasionalmente. La familia aprendió a valorar pequeños placeres: un día soleado, un baño ocasional, una partida de cartas.
Nicolás II, quien había gobernado un imperio que abarcaba una sexta parte de la superficie terrestre, pasaba las tardes leyendo en voz alta para su familia o intentando hacer ejercicio en el reducido espacio permitido. Su última entrada en el diario, fechada el 13 de julio, revela su profunda angustia: “No tenemos absolutamente ninguna noticia del exterior”.
Olga, la hija mayor, mostraba signos de depresión y había adelgazado notablemente. En contraste, sus hermanas menores mantenían cierta vitalidad. María, conocida por su belleza, y Anastasia, por su carácter travieso, incluso entablaron conversaciones con algunos guardias más amables, lo que provocó un cambio en el personal de seguridad cuando las autoridades lo descubrieron.
El 14 de julio, recibieron el inesperado privilegio de un servicio religioso en la casa, oficiado por el padre Iván Storozhev. El sacerdote quedó impresionado por la devoción familiar y más tarde recordaría una inquietante sensación de fatalidad durante la ceremonia, como si la familia participara en sus propios últimos sacramentos.
Mientras tanto, en Moscú, Lenin y sus colaboradores habían tomado ya la decisión de eliminar a todos los Romanov. Los ejércitos antibolcheviques avanzaban hacia Ekaterimburgo y la posibilidad de que la familia imperial cayera en sus manos representaba un riesgo inaceptable para el nuevo régimen. Lenin fue explícito: ni siquiera los niños debían sobrevivir, pues podrían convertirse en “banderas vivientes” para los monárquicos.
La noche final de una dinastía
Los hechos son estremecedores. En la madrugada del 17 de julio de 1918, el zar Nicolás II, la zarina Alejandra, sus cinco hijos (Olga, Tatiana, María, Anastasia y Alexei) y cuatro sirvientes fieles fueron despertados abruptamente en la Casa Ipátiev de Ekaterimburgo, donde permanecían prisioneros de los bolcheviques. Con el pretexto de trasladarlos por seguridad ante el avance de tropas enemigas, los condujeron al sótano.
Mientras esperaban lo que creían sería un traslado nocturno, Yakov Yurovsky, comandante de la casa, entró con un grupo de hombres armados y leyó una sentencia de muerte. Lo que siguió fue una masacre improvisada y brutal. Los ejecutores, muchos renuentes a disparar contra las jóvenes grandes duquesas, concentraron su fuego en el zar y la zarina y lograron matarlos casi instantáneamente.
Pero lo más extraordinario ocurrió después. Las balas rebotaron en los corsés de las jóvenes princesas, donde habían escondido joyas y diamantes en previsión de un posible escape, y crearon inadvertidamente una especie de protección. Este detalle, confirmado posteriormente por los propios ejecutores, añadió un elemento casi sobrenatural a la historia: las joyas que simbolizaban su estatus imperial les brindaron una última y fugaz protección.
La escena se convirtió en un caos sangriento. Los asesinos, desconcertados, recurrieron a bayonetas para terminar su macabra tarea. Cuando transportaban los cuerpos, dos de las jóvenes mostraron signos de vida y fueron silenciadas brutalmente. Esta circunstancia, junto con la desorganizada disposición de los cuerpos en dos fosas distintas, alimentó por décadas el mito de que Anastasia, la hija menor, habría logrado escapar.
El nacimiento de una leyenda: Anastasia, la princesa que “sobrevivió”
En febrero de 1920, apenas dos años después de la masacre, una mujer joven intentó suicidarse en Berlín. Rescatada e internada en un hospital psiquiátrico, comenzó a afirmar que era Anastasia Romanov, milagrosamente salvada de la ejecución. Anna Anderson, como se hacía llamar, mantuvo esta afirmación durante décadas y dividió a la aristocracia europea entre creyentes y escépticos.
Su historia resultaba convincente para muchos. ¿Cómo explicar que conociera detalles íntimos de la vida en la corte imperial? ¿Por qué algunos miembros de la nobleza rusa exiliada la reconocían? Su caso llegó a los tribunales alemanes, que durante treinta años no pudieron determinar definitivamente su identidad.
La saga de Anderson inspiró numerosas obras culturales. En 1956, Hollywood produjo Anastasia, protagonizada por Ingrid Bergman, quien ganó un Oscar por su interpretación. La película presentaba una versión romántica donde Anna (Anastasia) recuperaba su identidad mientras un estafador ruso intentaba usar su parecido para reclamar la fortuna Romanov.
Cuatro décadas después, en 1997, llegó la versión animada de Fox, que transformó la trágica historia en un cuento de hadas musical para niños, con una Anastasia amnésica que buscaba su verdadera identidad mientras el malvado Rasputín, convertido en hechicero sobrenatural, intentaba eliminarla. Aunque históricamente imprecisa, la película cautivó a una nueva generación con la idea de la princesa perdida. Más recientemente, la historia de los Romanov llegó al streaming con Los últimos zares de Netflix, una serie docudrama de seis episodios que recrea los eventos desde la coronación de Nicolás II hasta la ejecución familiar, con especial atención a la influencia de Rasputín en la corte imperial y sin evitar mostrar la brutalidad de los hechos.
La ciencia resuelve el misterio
La verdad científica comenzó a emerger en 1991, cuando tras la caída de la Unión Soviética, se exhumaron restos que habían sido descubiertos secretamente en 1979. Las pruebas de ADN confirmaron que se trataba de Nicolás, Alejandra y tres de sus hijas. Sin embargo, faltaban dos cuerpos: Alexei y una de las hijas. ¿Era posible que Anastasia hubiera sobrevivido?
Esta incógnita alimentó el mito durante 16 años más, hasta 2007, cuando arqueólogos descubrieron la segunda fosa a unos 70 metros de la primera. Los análisis de ADN, comparados con muestras del príncipe Felipe de Edimburgo (pariente de la zarina), confirmaron definitivamente que todos los Romanov murieron aquella noche.
En 1994, pruebas genéticas póstumas demostraron que Anna Anderson no tenía relación biológica con los Romanov. Era en realidad Franziska Schanzkowska, una trabajadora polaca con problemas mentales. La ciencia cerró el caso, pero la leyenda persistió.
En 2000, la Iglesia Ortodoxa Rusa canonizó a Nicolás II y su familia como mártires. La Casa Ipatiev, demolida en 1977 por las autoridades soviéticas, fue reemplazada por la Iglesia sobre la Sangre, construida entre 2000 y 2003 como memorial a la familia imperial.