Antes de que el motor trajera su resoplido moderno, y antes de que el tren partiera en dos la llanura, hubo un traqueteo más lento, más polvoriento, más íntimo. Era el del carruaje. Aquella caja de madera con ruedas grandes, techo de lona o de cuero, tirada por caballos, mulas o bueyes. Fue durante mucho tiempo la única manera de moverse con algo de dignidad por los caminos del campo argentino. Y ese primer traqueteo marcó una época, un modo de habitar la distancia.
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Los carruajes no nacieron aquí. Vinieron de Europa, como casi todo lo que no brotaba solo. Los primeros en llegar eran importados: berlinas, calesas, volantas, coches de cuatro ruedas o de dos, traídos por familias acomodadas que los hacían desembarcar en Buenos Aires o Montevideo. Eran símbolos de estatus, pero también una necesidad práctica: las distancias eran grandes, las estancias quedaban a horas del casco urbano y no siempre era posible cabalgar. Especialmente las mujeres, los niños, los enfermos o los mayores requerían un transporte más protegido.
A medida que el país se fue organizando, los carruajes dejaron de ser un lujo. Empezaron a fabricarse localmente, con manos criollas, en talleres artesanales de Córdoba, de Santa Fe, del interior de Buenos Aires. Se adaptaban a las condiciones del terreno: ruedas altas para los caminos de barro, ejes reforzados, toldos que protegían del sol y de la lluvia. En cada rincón del país, el carruaje se fue volviendo criollo, mestizo de técnica europea y necesidad americana, o criolla.
La volanta, por ejemplo, fue uno de los modelos más extendidos en las zonas rurales. Ligera, de dos ruedas, con asiento para dos o tres personas y un toldito de cuero que se podía correr. Era práctica para viajes cortos entre estancias, para ir a misa o para visitar parientes. Otra variante criolla fue el carro encortinado, algo más grande, que se usaba para trasladar familias enteras o incluso hacer de dormitorio ambulante. En tiempos de seca o de peste, muchos pobladores cargaban allí su vida entera y salían a buscar otros horizontes.
Los caminos, eran caminos sólo de nombre. Polvorientos en verano, barrosos en invierno, atravesados por zanjones, arroyos y médanos. El traqueteo del carruaje no era manso: cada viaje era una aventura. Las ruedas se rompían, los ejes se aflojaban, los animales se espantaban. Pero era el único modo de ir, de venir, de saberse parte de un país que aún no terminaba de dibujarse. Los carruajes llevaban cartas, médicos, curas, novias, abogados, peones. Eran la red invisible que unía los pueblos entre sí y a las estancias con el resto del mundo.
En muchas casas, el carruaje tenía su cochera. A veces era una simple enramada. Otras, un galpón con piso de tierra, junto al cual se guardaban los arreos, las riendas, las linternas de aceite que se colgaban en los costados para viajar de noche. Cada familia tenía su carruaje “de diario” y, si podía, otro “de lujo”, reservado para fiestas, bautismos o casamientos. Era costumbre adornarlos con cintas, flores o ramas de laurel cuando se salía en procesión.
El cochero era un personaje aparte. Sabía leer las nubes, las huellas, el viento. Era quien decidía si el viaje podía hacerse o si convenía esperar. Manejaba las riendas con una destreza que rozaba la danza. Sabía cuándo apurar a los caballos, y cuándo dejarlos descansar. Muchos eran antiguos peones que habían ganado la confianza del patrón y pasaban a ser los custodios de la movilidad familiar.
Con el tiempo, el carruaje fue cediendo lugar al sulky, más individual, más liviano. Y luego al automóvil. Pero durante décadas, fue el gran protagonista del paisaje rural. Incluso los carritos tirados por bueyes, lentos y pesados, fueron vitales para la economía del campo: llevaban bolsas de trigo, fardos de alfalfa, cueros, leche, incluso huesos y grasa. Un viaje al pueblo podía durar horas, o días, según la estación. Pero no había apuro: el tiempo del campo era otro, y el carruaje se amoldaba a su ritmo.
Hoy quedan pocos. Alguno, restaurado, en museos rurales. Otro, oxidado, bajo un ombú. Algunos se han reconvertido en atracción turística, tirados por caballos mansos para paseos domingueros. Pero hay algo que no se borra: el sonido de las ruedas de madera sobre la tierra, el chirrido del eje, el golpeteo rítmico que anunciaba la llegada de alguien a lo lejos. Como una música antigua que aún resuena en la memoria del campo.
El carruaje fue el eslabón entre la era del caballo y la del motor. El pionero de la rueda en suelo criollo. Antes que el camión, antes que el colectivo, antes que el avión, fue él quien abrió los caminos, con su andar lento pero decidido. Y si uno escucha con atención, en los caminos de tierra donde ya no pasa nadie, todavía se oye el eco de su traqueteo. Como un corazón de madera que sigue latiendo.