A finales de 1954, cuando la batalla de Enrico Fermi contra el cáncer estaba llegando a su fin, recibió una visita.
Fermi, premio Nobel de Física, había huido del fascismo en Europa y se había convertido en uno de los fundadores de la era nuclear, ayudando a dar vida al primer reactor del mundo y a la primera bomba atómica.
El visitante, Richard L. Garwin, había sido alumno de Fermi en la Universidad de Chicago, y el científico premiado lo llamó “el único genio verdadero que he conocido”. Había hecho algo que en aquel momento solo conocían Fermi y un puñado de expertos. Ni siquiera su familia lo sabía. Tres años antes, el joven prodigio, que entonces tenía 23 años, había diseñado la primera bomba de hidrógeno del mundo, que trajo la furia de las estrellas a la Tierra.
En una prueba, había explotado con una fuerza casi 1000 veces superior a la de la bomba atómica que arrasó Hiroshima, y su potencia era mayor que la de todos los explosivos utilizados en la Segunda Guerra Mundial.
Fermi le confió un pesar a su respetado alumno. Sentía que su vida había implicado una participación demasiado escasa en cuestiones cruciales de política pública. Murió unas semanas después, a los 53 años.
Después de aquella visita, Garwin emprendió un nuevo camino, considerando que los científicos nucleares tenían la responsabilidad de manifestarse. Su determinación, según contó más tarde a un historiador, provenía del deseo de honrar la memoria del científico que mejor había conocido y al que más admiraba.
“En la medida de lo posible, me inspiré en Fermi”, dijo.
Garwin, el diseñador del arma más mortífera del mundo, murió [a principios de mayo], a los 97 años, dejando tras de sí un legado de horrores nucleares a los cuales dedicó toda su vida a contrarrestar. Pero también dejó un extraño enigma.
¿Por qué ocultó durante medio siglo lo que Fermi y una decena de presidentes sabían? Fue un tema que traté con él este enero en una entrevista, la última de muchas.
El enigma es especialmente extraño porque su papel central en la creación de la bomba H se convirtió en la fuerza motivadora que lo impulsó hacia adelante, que le ayudó a convertir los remordimientos de Fermi en una vida de activismo político y social, que le convirtió en un discreto gigante del control de armas nucleares.
“Si pudiera agitar una varita” para hacer desaparecer la bomba H, me dijo una vez, “lo haría”.
En un destello cegador, la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima por el Enola Gay mató al menos a 70.000 personas. Mortal como ninguna otra arma anterior, seguía siendo bastante limitada en contraste con la superarma de Garwin. Una versión propuesta tenía la fuerza de más de 600.000 Hiroshimas. La mente se aturde ante cifras tan grandes. Aun así, los analistas de la Guerra Fría juzgaron fríamente que podría reducir a cenizas una región del tamaño de Francia. Su arma sacudiría el planeta. Podía acabar con la civilización.
Esa bomba no fue la única hazaña impulsada por el prodigioso intelecto de Garwin. Hizo descubrimientos básicos sobre la estructura del universo, sentó las bases de las maravillas de la salud pública y la informática, y ganó muchos premios. Amplió las fronteras de la astronomía, la física, los superconductores, el reconocimiento orbital y otros muchos temas que investigó, a menudo a instancias del gobierno estadounidense.
Pero lo que lo impulsaba, lo que lo hacía estar deseoso de asesorar a los presidentes, no era su don para idear maravillas del descubrimiento y la innovación, sino, gracias a Fermi, una cruzada personal para salvar al mundo de su propia creación. […]
Aunque estaba ansioso por contrarrestar su creación, Garwin no asumía ninguna responsabilidad personal o moral por haber dado vida a la bomba H. Su nacimiento, sostenía, era inevitable.
“Quizá aceleré su desarrollo uno o dos años”, dijo en 2021. “Eso es todo”. Los historiadores de la época tienden a estar de acuerdo. La Unión Soviética no tardó en seguir su ejemplo pionero, y luego media decena de países más. En la actualidad, las bombas de hidrógeno han sustituido a las bombas atómicas en la mayoría de los arsenales, creando un mundo de incómodos enfrentamientos entre enemigos nucleares.
Por lo visto, Garwin creía que él —y a veces solo él— podía asomarse al caos del universo y discernir su orden subyacente. Al igual que J. Robert Oppenheimer, quien durante la Segunda Guerra Mundial dirigió la fabricación de la primera bomba atómica, también podía ser cruel e intolerante con quien consideraba menos dotado.
Aun así, Garwin demostró habilidad para el trabajo en equipo y generosidad con los compañeros a los que respetaba. Durante décadas, el físico trabajó duro para avanzar en la búsqueda de ondas gravitacionales, ondulaciones en el tejido del espacio-tiempo que predijo Einstein. Apoyó la construcción de costosos detectores que, en 2015, observaron con éxito las ondas, abriendo una nueva ventana al universo. Garwin sonreía de orgullo cuando el hallazgo obtuvo el Premio Nobel. […]
A la izquierda le encantaban los ataques de Garwin al establishment militar estadounidense, pero su propia brújula parecía alinearse menos con la política que con el pragmatismo. Recibió premios del presidente George W. Bush, republicano, así como del presidente Barack Obama, demócrata. […]
En general, la vida de Garwin puede considerarse una historia de genialidad en la que las manifestaciones clave quedaron oscurecidas por un muro de silencio. ¿Por qué, por ejemplo, esperó tanto tiempo para contar a su familia su papel en la bomba H? ¿Intentaba proteger a sus seres queridos de las críticas y las reacciones de odio?
No. Resultó que, como puede ocurrir en las vidas al servicio del gobierno, sentía que se cernían sobre él cuestiones delicadas de seguridad nacional.
En nuestra última entrevista, Garwin dijo que le preocupaba que unos familiares locuaces pudieran poner, sin proponérselo, la atención sobre él de agencias de inteligencia extranjeras deseosas de conocer secretos de la bomba H. Esa preocupación lo persiguió incluso después de que su papel se conociera públicamente, añadió.
“Aún me preocupa”, dijo en su casa de Scarsdale, Nueva York, un día nublado de invierno. Miró por la ventana.
“Ahora podrían estar escuchando”.
El nacimiento de la bomba de hidrógeno
Richard Lawrence Garwin nació en Cleveland el 19 de abril de 1928. Su padre enseñaba electrónica en un instituto técnico.
De niño, Richard, al que llamaban Dick impresionaba a los adultos con sus habilidades lingüísticas y matemáticas. Le encantaba desarmar y volver a armar cosas, incluida una aspiradora.
A pesar de sus evidentes dotes y de su temprano ingreso en el instituto, un profesor de inglés les dijo a sus padres que Dick nunca iría a la universidad. Desafió esa predicción y estudió física en la Escuela Case de Ciencias Aplicadas, en Cleveland. El adolescente vivía en casa, cogía el autobús para ir a clases y trabajaba por las noches.
Se graduó a los 19 años y la Standard Oil le ofreció una beca completa para estudios de postgrado en la Universidad de Chicago, que tenía uno de los mejores departamentos de física del país.
Fermi se convirtió en el consejero del joven. Dos años más tarde, en 1949, Garwin se graduó en Chicago con un doctorado en física y se convirtió en instructor de la escuela.
El joven de 21 años había sido demasiado joven para desempeñar un papel en el Proyecto Manhattan, pero se encontraba profundamente implicado en lo que siguió.
Como muchos estadounidenses, Garwin se preocupó cuando Moscú detonó su primera bomba atómica aquel verano. ¿Cómo respondería Washington? A principios de 1950, el presidente Harry S. Truman anunció que la nación intentaría fabricar “la llamada bomba de hidrógeno o superbomba”.
Fermi invitó a Garwin a unirse a él en Los Álamos, la base situada entre los altos pinos y los profundos cañones del interior de Nuevo México donde nació la bomba de Oppenheimer. Ahora, en la agenda del extenso laboratorio: intentar cumplir la amenaza de Truman.
En lo más profundo de cada estrella, temperaturas y presiones extraordinariamente elevadas fusionan átomos de hidrógeno en helio, liberando explosiones de energía. La idea de Los Álamos era imitar ese proceso de fusión. Los expertos lo llamaron termonuclear, en parte para distinguir sus reacciones a alta temperatura de las de las bombas atómicas, que empiezan a temperatura ambiente.
El plan general consistía en que la explosión de una bomba atómica actuara como una cerilla para encender el combustible de hidrógeno.[…]
El muchacho prodigio convirtió la idea aproximada en un plan de cuatro páginas que aún está clasificado como ultrasecreto. Adjuntó un gran diagrama esquemático.
En un atolón de coral del Pacífico Occidental, el dispositivo creció lentamente. Garwin nunca visitó el lugar de las pruebas, donde su creación terminada tenía dos pisos de altura y pesaba 82 toneladas.
La explosión de prueba, cuyo nombre en clave era Ivy Mike, tuvo lugar el 1 de noviembre de 1952. Vaporizó una isla del Pacífico y produjo una nube en forma de hongo de 160 kilómetros de ancho.
Garwin, que entonces tenía 24 años, mantuvo un bajo perfil. Ninguna noticia citó su nombre. Nadie lo condenó ni lo elogió. Era profesor adjunto de física en la Universidad de Chicago, no un alto cargo del gobierno ni una celebridad científica.
Un mes después de la explosión, se incorporó a la International Business Machines Corporation, lo que le permitió ocupar un puesto de físico en la Universidad de Columbia. En las décadas siguientes, se le concedieron 47 patentes por su trabajo en IBM.
El inusual acuerdo también le dio libertad para cambiar repetidamente el curso de la historia. Garwin lo hizo principalmente ofreciendo asesoramiento científico a los presidentes y a sus asesores, una continuidad de consultoría en la Casa Blanca que se extendió desde Eisenhower hasta Trump. […]
El debut público del diseñador de la bomba H
En 1979, Edward Teller sufrió un infarto y descubrió así, como le dijo a un amigo, “que no soy inmortal”. Mientras se recuperaba, compartió sus recuerdos sobre la fabricación de la bomba de hidrógeno con ese amigo, que había llevado consigo una grabadora.
“Así que ese primer diseño”, dijo Teller, “lo hizo Dick Garwin”. Repitió el homenaje para evitar cualquier malentendido.
Durante 22 años, aquella grabación se perdió para la historia. Por casualidad, también encajaba muy bien con la propia determinación de Garwin de ocultar su papel en la bomba H. […]
Eso cambió en abril de 2001. George A. Keyworth II, amigo de Teller, quien más tarde fue asesor científico del presidente Ronald Reagan, me dio una transcripción de la grabación y escribí sobre ella para The New York Times. Llamó la atención, incluso de Garwin y su familia.
Aunque Teller había reconocido anteriormente el papel del joven físico, esas menciones quedaron enterradas en escritos y reuniones de especialistas. Ahora, de repente —medio siglo después de los hechos— Garwin obtenía un amplio reconocimiento público como diseñador de la bomba H.
“Fue entonces cuando la gente lo supo de verdad”, dijo Lois, su mujer, a un historiador. “Y la gente que conocía a Dick muy, muy bien, y lo conocía desde hacía mucho tiempo, se mostró realmente sorprendida”.
Después de aquello, como siempre, siguió adelante. El erudito dio conferencias y escribió artículos sobre armas espaciales, minas terrestres, terrorismo, pandemias, submarinos, asesoramiento científico, programas de ayuda alimentaria, cajeros automáticos, las ambiciones nucleares de Irán, la red eléctrica del país, la eliminación de residuos radiactivos, los riesgos catastróficos y el desarme nuclear. […]