El desafío del Teatro Colón

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El Teatro Colón es, desde su inauguración, uno de los grandes templos líricos del mundo. Su acústica, su arquitectura y la excelencia de sus cuerpos estables lo ubican junto con La Scala de Milán, el San Carlo de Nápoles, La Fenice de Venecia, el Covent Garden de Londres, la Ópera de París, el Real de Madrid y el MET de Nueva York, entre otros escenarios que sostienen cada temporada el nivel más alto del repertorio operístico internacional.

Quienes se presentan en él —cantantes, directores y coreógrafos de primer nivel— lo confirman en cada función. Es frecuente que, al despedirse del público, expresen una emoción genuina y agradezcan el privilegio de actuar en un escenario cuya trayectoria y exigencia artística gozan de reconocimiento unánime. Lo vimos nuevamente en la producción de La Traviata, al cierre de la temporada 2024, cuyos intérpretes celebraron públicamente la oportunidad de trabajar en Buenos Aires.

La historia del Colón recoge momentos que lo ubican en la primera línea de la lírica mundial. Pasaron por su podio Toscanini, Ansermet, Stravinsky, y en sus tablas brillaron María Callas, Montserrat Caballé y tantas figuras que marcaron generaciones. Esa tradición se mantuvo con directores y cantantes contemporáneos cuya sola presencia confirma el prestigio de la casa.

En su época dorada, llegaron a presentarse temporadas con una cantidad de títulos que rivalizaban con los mejores teatros europeos. Así, en 1912 se ofrecieron 17 títulos distintos. Sin embargo, en los últimos años se ha observado una tendencia preocupante: la reducción sostenida del número de producciones anuales de ópera. De diez en la década del 90 se pasó a nueve, luego a ocho y finalmente a siete en 2024. Esta disminución coloca al Colón por debajo de la programación regular de teatros comparables, cuyos calendarios —aun con realidades presupuestarias diversas— conservan niveles de producción más amplios.

Lo paradójico es que esta merma no responde a una caída en la demanda. Por el contrario, las localidades se agotan sistemáticamente. Los abonos —Gran Abono, Nocturno, Nuevo Nocturno, Vespertino— se renuevan casi en su totalidad, y las funciones extraordinarias se agotan apenas salen a la venta. El público del Colón no solo es fiel: es creciente, exigente y sostiene con convicción una tradición cultural que distingue a Buenos Aires en el mundo.

En este contexto, han trascendido versiones que proyectan para la temporada 2026 apenas cinco títulos en el Colón y un sexto en el Palacio Libertad. Previsiblemente, la noticia ha generado preocupación entre abonados y seguidores del teatro. Es comprensible: la ópera es un arte integral, y su presencia debe estar a la altura del nivel que muestran la Filarmónica —cuyo desempeño bajo la batuta de su nueva directora, Zoe Zeniodi, ha sido notable— y el Ballet, que mantiene un desarrollo sostenido.

No se trata de nostalgia sino de responsabilidad institucional. El Colón es un patrimonio cultural de los porteños y de todos los argentinos. Su programación no puede quedar rezagada respecto de su historia ni de su posición internacional. Menos aún cuando el acompañamiento del público demuestra, temporada tras temporada, que existe demanda suficiente para sostener una oferta artística más ambiciosa.

Por otra parte, si de reducir gastos se trata, bajar la cantidad de títulos no parece lo más racional: los sueldos del personal del teatro se deben seguir pagando mientras disminuye la cantidad de entradas ofrecidas a la venta.

El Gobierno de la Ciudad y las autoridades del Teatro tienen ante sí la oportunidad —y la obligación— de asegurar que la temporada 2026 recupere la cantidad y calidad que el Colón merece. Preservar su liderazgo en la lírica mundial no es un lujo: es cuidar uno de los bienes culturales más valiosos de la Argentina.

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