El destino del Caribe con aguas cristalinas y pueblitos que parecen de película

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El vuelo desde Nassau hasta el aeropuerto de Ábaco dura apenas 50 minutos, un tiempo de fiesta para la vista y las cámaras de los pasajeros, que intentan capturar la esencia del paisaje: allá abajo, extendidas sobre el azul del Caribe, se divisan las costas de las islas e islitas que forman este archipiélago de las Bahamas.

Ábaco está en la parte norte de las Bahamas y ofrece un panorama distinto al movimiento de los grandes cruceros y la vida nocturna que se encuentran en Nassau y en la famosa Paradise Island. Allá, a menos de una hora de vuelo, encontramos un mundo náutico, apacible, que vive al ritmo tranquilo del Caribe y que muchos eligen visitar en barco. Sin embargo, para los navegantes esta época del año es el momento del repliegue: los muelles de los hoteles están casi desiertos hasta finales de noviembre. La época es ideal para descubrir la isla casi en soledad, para adueñarse de sus playas interminables, sus aguas transparentes y la hospitalidad de un pueblo resiliente.

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Hace seis años, el huracán Dorian golpeó a Ábaco con una fuerza devastadora. Después de la tormenta, que dejó huellas aún visibles, la isla perdió habitantes, pero ni una pizca de su belleza: por el contrario, parece haber renacido con más fuerza, impulsando iniciativas para atraer a los visitantes. Esta necesidad de volver a hacerse bella y atractiva impulsó a la isla y sus cayos a multiplicar las propuestas, más allá de las playas. Uno de los ejemplos más exitosos es la granja Neem, cuyos dueños aclimataron un árbol de la India y elaboran productos cosméticos a base de plantas medicinales y frutas tropicales.

Las casas de maderaen colores pastel, un clásico de la región

Los pueblos de Ábaco recuerdan a escenarios de películas: calles soleadas, casas de madera pintadas de colores y una atmósfera tranquila que remite al Amityville imaginado por Steven Spielberg. No es casual: varias producciones se valieron de las Bahamas como escenario, desde Flipper y El día del delfín hasta escenas de Help! de los Beatles. Más recientemente, Una boda en las Bahamas con Madea, dirigida por Tyler Perry, llevó de nuevo al archipiélago a las pantallas del streaming global.

Sin embargo, Hope Town, en Elbow Cay, está lejos de esta mediatización. Es un concentrado de encanto isleño. Se llega fácilmente en ferry desde la isla principal: en unos minutos de navegación se puede desembarcar al pie del mítico faro rojo y blanco, que es un emblema no solo de Hope Town en particular, sino de las Bahamas en general. Allí no hay autos: solo bicicletas y carritos de golf. La calle principal se llama, como en tantas otras islas, Queen’s Highway. Ese nombre recuerda que las Bahamas forman parte del Commonwealth; y si bien son muy americanizadas, quedan varias herencias del Imperio Británico, como por ejemplo, la conducción a la derecha (aunque los vehículos tengan el volante a la izquierda).

En una esquina discreta, un cartel comunitario concentra, bajo el título de Hope Town Bulletin, los anuncios y noticias locales: una suerte de red social en papel que mantiene a todos informados apenas bajan del muelle. En ese mismo pueblo se levanta el icónico faro inaugurado en 1863. Subir sus 101 escalones ofrece una de las mejores vistas de Ábaco y la oportunidad de conocer un símbolo vivo de la navegación: es el último faro del mundo que sigue funcionando con lámpara de kerosén. Y para alimentarlas, el combustible se sube con un sistema de sogas y poleas, una reminiscencia de otros tiempos. No se remonta tan lejos como en la época de los piratas, que asolaron esta parte de las Bahamas, sino aquel de los grandes viajes anteriores a la actual época de los cruceros.

El mítico faro de Hope Town, de 1863, todavía funciona con lámparas de kerosén

Donde el tiempo es elástico

Una de las primeras lecciones que aprende el visitante en las Bahamas es que el tiempo no transcurre igual que en otros lugares. Dígale a un bahameño cuánto falta para algo y, si le responde que será en “two minutes”, sepa que acaba de entrar en otra concepción del tiempo, un tiempo elástico que define la vida diaria y obliga a adaptarse a un ritmo más pausado. En los pequeños pueblos, la gente conversa en las esquinas, comparte noticias en el supermercado Maxwell’s –el único de la isla, pero increíblemente surtido– y organiza su jornada en torno del clima y el mar. De hecho, Ábaco solo tiene un semáforo: un símbolo de la escala humana en torno a la cual se organiza la vida isleña.

La cocina se rige por la lógica de la sustentabilidad: se come lo que el mar ofrece. Pescados frescos, mariscos y el omnipresente caracol (conch) son la base de una dieta que se completa con productos importados. Por ningún motivo hay que irse sin haber probado la famosa conch salad, la ensalada de caracol que está entre los platos favoritos de los isleños, y no falta en ningún menú. No hay que estar mucho tiempo para descubrir que los restaurantes locales ofrecen preparaciones simples, pero sabrosas, como pescado frito o el tradicional crab and rice (cangrejo con arroz). En los hogares, los abacoanos tienden a comer platos más contundentes temprano en el día y livianos hacia la cena. Por eso, no hay que sorprenderse si en los hoteles desayunan con el chicken souse, una sabrosa sopa de pollo a base de chile y lima.

Experiencias marinas

Ábaco es, ante todo, una isla náutica. El mar no solo rodea, sino que conecta a las comunidades, y los visitantes suelen recorrer los cayos en barco. Desde Marsh Harbour, el principal centro urbano y punto de partida de ferries y excursiones, se accede a un universo de experiencias marinas: nadar entre arrecifes, visitar los blue holes (parientes de los cenotes de Yucatán), caminar por playas desiertas o llegar a No Name Cay para encontrarse con los célebres cerditos nadadores.

Nadar o bucear entre arrecifes, salida imperdible

Sentarse en una hamaca sobre el mar, con el agua hasta el cuello y la arena blanca bajo los pies, es una de las experiencias más memorables de Ábaco. En esa escena se cruzan también historias de vida y nostalgias personales. La de Olivier, un francés que desde hace diez años recorre las Bahamas isla por isla, es una de ellas. Cuenta que en los años setenta su padre fue gerente del Club Med en Paradise Island, y le transmitió el sueño de navegar por todo el archipiélago. Para él, entre agosto y noviembre es el mejor momento: el mar se ofrece transparente y los arrecifes parecen reservados en exclusiva. Pronto cumplirá su objetivo, pero es muy probable que, ya conociendo todas las islas, las Bahamas sigan formando parte de sus destinos anuales.

La vida cotidiana marcada por el mar hace de Ábaco un lugar donde memoria e identidad se entrelazan. Los museos locales –como el Wyannie Malone en Hope Town o el Albert Lowe en Green Turtle Cay– preservan la herencia de los colonos lealistas, que llegaron a las Bahamas en el siglo XVIII tras la independencia de Estados Unidos. Pero la memoria no se reduce al pasado lejano: en Marsh Harbour, varios memoriales recuerdan a los isleños que sufrieron el paso de Dorian.

El delfín nariz de botella, habitué de la zona

Lo que más sorprende es la calma que se respira en Ábaco. No se trata solo del ritmo lento ni de la amabilidad de sus habitantes, sino de una serenidad que parece surgir de la combinación entre naturaleza agreste y resiliencia comunitaria. Caminar por la playa de Treasure Cay, catalogada entre las mejores del mundo, o recorrer las tranquilas calles de Man-O-War Cay, antigua capital de la carpintería naval, es ingresar en un mundo donde no existe el apuro. Para el recién llegado la transformación no es tan inmediata: pero una vez que se haya renacido al nuevo ritmo de la isla, se habrá podido captar la esencia bahameña en todo su esplendor.

Ábaco es un lugar para descubrir playas dignas del paraíso, pero también la voz cálida de una comunidad que vive de frente al mar, con memoria, calma y hospitalidad.

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