“No era solo un barco tangible, llevaba también lo intangible: lo que podríamos hacer con él y la esperanza que transportaría… todo eso era parte de lo que era el Warrior”. Así describió al buque de Greenpeace que fue objeto de un atentado hace 40 años la neozelandesa Bunny McDiarmid, en el documental de la BBC Murder in the Pacific (Asesinato en el Pacífico).
McDiarmid llegaría a ser codirectora ejecutiva de Greenpeace Internacional, pero en ese entonces se acababa de unir a la organización, y era marinera en la tripulación del Rainbow Warrior, o Guerrero del Arcoíris, en español. La inspiración para el nombre del barco fue una profecía indígena americana que vaticina que la humanidad se unirá para proteger los tesoros de la Tierra: «Cuando el mundo esté enfermo y muriendo, la gente se levantará como Guerreros del Arcoíris…». Cargado con todas esas ilusiones y ecoactivistas de varias partes del mundo, el buque había estado navegando los océanos desde finales de los años 70.
Fiel a la estrategia de la ONG de valerse de barcos para poder estar presente doquiera que considerara necesario, el Rainbow Warrior había hecho parte de campañas para suspender la matanza de focas y había hostigado a flotas balleneras de Rusia y Japón. “Había sido un barco pesquero de arrastre en el Mar del Norte, y eso es como decir que fue construido como un tanque”, comentó su capitán Peter Willcox. “No podías encontrar un mejor barco para enviar a un montón de hippies locos al océano”.
Las ventajas eran varias: el Rainbow Warrior servía de buque insignia para los yates de protesta más pequeños que podían ser intimidados por barcos más grandes. Además, podía transportar grandes cantidades de suministros, permitiendo protestas que duraban más tiempo. Y con su equipo de comunicaciones a bordo, la tripulación podía mantener contacto por radio con el mundo exterior y enviar informes y fotos de última hora a agencias internacionales de noticias.
Año nuclear
“1985 fue nuestro año de protesta contra las pruebas nucleares en el Pacífico”, contó Willcox.
Lo primero que hicieron fue algo sui generis: la “Operación Éxodo”.
Consistió en reubicar a la población de Rongelap, en las Islas Marshall, en otra isla a unos 180 km de distancia.
¿La razón?
El idílico lugar fue el escenario de 67 detonaciones nucleares como parte de las pruebas militares estadounidenses durante la Guerra Fría, entre 1946 y 1958.
Las bombas explotaron en los atolones Bikini y Enewetak, incluyendo un dispositivo 1.100 veces más grande que la bomba atómica de Hiroshima.
Aunque Rongelap no fue uno de los llamados Campos de pruebas del Pacífico, resultó contaminado por lluvia radiactiva.
Tras años de sufrir las graves consecuencias y de buscar justicia, o al menos ayuda, en vano, las autoridades de Rongelap solicitaron la asistencia de Greenpeace para dar a conocer su situación.
Y además para trasladar a unas 350 personas, su ganado y 100 toneladas de pertenencias a la isla de Mejatto, a 14 horas de navegación desde Rongelap.
“Fue una operación enorme”, recordó Willcox, que “le dio rostro humano al problema nuclear”, apuntó McDiarmid.
Una vez completada, la tripulación zarpó hacia Auckland, Nueva Zelanda, para reabastecerse y luego ir a protestar contra las pruebas nucleares en el atolón de Mururoa, en el Pacífico Sur.
Para ese entonces, EE.UU. y Reino Unido ya habían dejado de hacer estallar bombas atómicas en esos lares, pero Francia se rehusaba a hacerlo, minimizando los riesgos.
“Nuestra sensación era: si es tan seguro (hacer esas pruebas), háganlas en París o en Washington, DC, pero no conviertan a los países pequeños o del Tercer Mundo en su zona de pruebas”, le explicó Willcox a BBC Witness History.
En la víspera
El plan era partir el 11 de julio rumbo a la Polinesia Francesa para que el Rainbow Warrior liderara una flotilla de barcos hacia la zona de pruebas con la intención de interrumpirlas y llamar la atención internacional.
“Era una base militar, de acceso restringido, así que estabamos dispuestos a que nos arrestaran”, detalló McDiarmid.
“Pero teníamos la capacidad de tomar fotos, divulgarlas y contar qué estaba pasando para alimentar la oposición que estábamos tratando de amalgamar globalmente e impulsar un mayor desarme nuclear”.
Atracados en el puerto de Auckland, en la noche del 10 de julio, los ánimos estaban por las nubes.
A bordo del Rainbow Warrior, celebraron el cumpleaños del director de campaña y compartieron el entusiasmo por el viaje al Pacífico Sur.
“Teníamos muchas ganas de ir a cambiar el mundo”, rememoró Willcox.
“A veces, el cambio ocurre cuando menos te lo esperas”, apuntó McDiarmid.
Ella y su novio se fueron a pasar la noche donde sus padres; otros del grupo, siguieron la fiesta en la ciudad.
Willcox se fue a dormir “a eso de las 11:00 pm.”.
De repente, el barco se sacudió violentamente.
“Lo primero que pensé fue: ‘¿Nos chocamos con alguien? ¿Es mi culpa?.
“Miré por el ojo de buey de proa. Podía ver las luces del muelle, lo que significaba que estábamos atados a él.
“Me volví a acostar, aliviado. Y entonces me di cuenta de que los generadores se habían apagado.
“Algo no estaba bien”.
Willcox se levantó y fue a la sala de máquinas, donde se encontró al ingeniero Davey Edward “parado allí en un estado de incredulidad, diciendo: ‘Se acabó. Está acabado’, mientras miraba cómo subía el agua”.
Sin comprender qué había pasado, el capitán cayó en cuenta de que se estaba inundando el lugar donde se alojaba mucha gente.
“Fui a las escaleras, vi abajo que Martini (Gotje), el primer oficial, estaba allí, y ya había levantado a todos.
“Y entonces ocurrió la segunda explosión. Todo el buque saltó.
“Fue entonces cuando me alarmé. Pensé: ‘Realmente está pasando algo malo’, y comencé a gritar: ‘¡Abandonen el barco!’”.
Ya afuera, vieron al Rainbow Warrior hundirse.
“Como capitán, tu mayor preocupación es la seguridad de la tripulación.
“En el muelle, me di cuenta de que Hanne (Sorensen, ingeniera danesa), y Fernando (Pereira, fotógrafo portugués) habían desaparecido”.
Willcox no se preocupó por “Fernando, pues siempre iba a la ciudad. Pero Hanne nunca salía del barco por la noche”.
“Iluminamos la sala de máquinas con una luz y todo lo que veíamos era agua espesa, grasienta y negra.
“Calculé que mis posibilidades de saltar y salvar a alguien no eran muy altas.
“Me acobardé.
“Ojalá lo hubiera intentado, pero no lo hice”.
Retratando la realidad
Pronto llegó la policía y los llevaron a la comisaría, que estaba al frente del muelle.
Hanne estaba ahí; había salido a dar un paseo.
“Nunca me he sentido tan aliviado. La abracé y fue entonces cuando Davey se me acercó y me dijo: ‘Fernando está ahí abajo’.
“No salió a la ciudad esa noche”.
Los buceadores de la policía intentaron buscarlo pero no pudieron llegar a donde suponían que estaba.
Tres horas después, el equipo de buceo de la Armada lo logró.
Encontraron a Fernando muerto en su cabina.
“Todo era tan irreal en ese momento”, recuerda Willcox.
“Yo estaba atónito”.
“No podíamos creer que eso había pasado. Habíamos perdido a uno de nosotros, sin saber por qué ni cómo”, dijo McDiarmid, que había acudido al lugar apenas se enteró.
El portugués Fernando Pereira, quien había celebrado recientemente su 35.º cumpleaños, era un fotógrafo independiente que vivía en los Países Bajos con su esposa y sus dos hijos, Marelle y Paul.
Se había unido a la tripulación del Rainbow Warrior para retratar la realidad de las pruebas nucleares y mostrárselas al mundo.
Con el tiempo se sabría que la segunda explosión que sacudió al Rainbow Warrior antes de la medianoche lo dejó inconsciente bajo cubierta, y mientras el buque se hundía rápidamente, se ahogó.
Pero esa noche, nadie entendía qué había pasado.
Bombas por bombas
A la mañana siguiente, todo el mundo estaba tratando de averiguar qué podría haber ocurrido.
“La policía pensó primero que tal vez se había tratado de una explosión de gas a bordo del barco”, contó el detective Chris Martin, de la policía de Auckland.
“Sin embargo, se fue armando un equipo por si acaso era más serio.
“A lo largo de las primeras horas de la mañana, pudimos ver los daños causados al barco y se hizo evidente que no se trataba de una simple explosión de gas”.
Alguien había puesto bombas en el casco y la hélice.
El barco había sido destruido deliberadamente.
“Se trataba de un delito grave”.
Y como había cobrado una vida, era un caso de homicidio.
“Empezamos a darnos cuenta de cuán serio era”, recordó el detective.
“Éramos un pequeño país del Pacífico Sur. Nunca habíamos tenido un crimen como ese. Era sencillamente enorme”.
“Estaban muy enojados”, señaló Willcox. “Este tipo de cosas simplemente no sucedían en Nueva Zelanda”.
“Tenemos un homicidio. Tenemos un acto criminal importante. Tenemos la implicación de terrorismo político”, declaró el primer ministro David Lange.
“Como país, tenemos una necesidad urgente de investigarlo y la fuerza policial de Nueva Zelanda está haciéndolo eficientemente, y se les proporcionarán todos los recursos que necesiten para hacerlo”.
Dicho y hecho.
El equipo de investigación creció de acuerdo a las necesidades.
El problema era por dónde empezar.
Matar el espíritu
“La lista de enemigos que Greenpeace se ha ganado a lo largo de los años es larga”, reportó la BBC.
“Ni la más pálida idea”, respondieron miembros de la tripulación del Rainbow Warrior entrevistados en el reportaje a la pregunta de quién podría haber sido.
“Podrían ser los rusos. Podrían ser los chinos.
“Podrían ser los franceses. Podrían ser los estadounidenses.
“Podría ser cualquiera”.
No obstante, como dijo Willcox, ese era el año en el que estaban particularmente dedicados a la cuestión nuclear.
Y de todas las campañas que hacía Greenpeace, esa era quizás la que tenía un tinte más marcadamente político, debido a la Guerra Fría.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial se venía operando bajo la convicción de que la paz se mantenía por la fuerza. Y esa fuerza era atómica.
EE.UU. y la URSS se aseguraban de mantener paridad en el poder destructivo para protegerse con el principio de “destrucción mutua asegurada” (cualquier ataque de alguna de las dos partes, desembocaría en la destrucción total de ambas).
La teoría de la disuasión también ganó preeminencia: una fuerza nuclear inferior con un poder de destrucción extremo podía disuadir a un adversario más poderoso de atacarlo.
Desde esa perspectiva, cualquier triunfo de Greenpeace en su campaña contra las armas nucleares era una victoria para el enemigo del país afectado.
El problema era que a menudo tomar medidas contra la ONG, así fueran legales, no hacía más que generar aún más publicidad negativa para el blanco de las protestas y estimular el apoyo a la causa.
No obstante, por esa u otra razón, alguien había recurrido a la violencia para detenerlos.
“Si piensan que pueden parar esto, es un gran error”, dijo en esos días Martini.
“Porque se puede matar gente, se puede hundir barcos pero no se puede matar el espíritu. Y el espíritu del Warrior pervive”.
Opération Satanique
La policía de Auckland necesitaba, más que hipótesis, pistas.
Y los neozelandeses estaban más que dispuestos a ayudar.
La población proporcionó información y colaboración tan valiosa que pronto fue arrestada una pareja que afirmaba ser recién casada y procedente de Suiza.
Con diligencia y tezón, fueron desenmascarados.
Realmente eran el mayor Alain Mafart y la capitán Dominique Prieur, agentes secretos franceses.
París negó inicialmente cualquier implicación en el hundimiento, denominado Operación Satánica, y lo describió como un “ataque terrorista”.
Bajo presión, el gobierno de François Mitterrand inició una investigación la cual concluyó que los agentes secretos no habían hecho más que espiar a Greenpeace.
En Nueva Zelanda, la policía fue descubriendo gradualmente pruebas que demostrarían una operación altamente organizada en la que participaron más de 10 agentes del servicio de inteligencia francés, la Direction générale de la sécurité extérieure (DGSE).
En Francia, el escándalo se intensificó a medida que los medios publicaban nuevas acusaciones sobre la participación francesa.
El ministro de Defensa francés, Charles Hernu, se vio obligado a dimitir y el jefe de la DGSE, Pierre Lacoste, fue destituido.
El 22 de septiembre de 1985, el primer ministro francés, Laurent Fabius, pronunció un discurso televisado en el que reveló que agentes franceses bombardearon el Rainbow Warrior y que actuaron siguiendo órdenes.
“Hay que hundirlo”
Mafart y Prieur, los dos únicos participantes apresados, fueron condenados a 10 años de prisión, para disgusto de muchos, gracias a un acuerdo alcanzado antes del juicio: se declararían culpables si el cargo se reducía a homicidio involuntario.
Dos años después fueron repatriados “y recibidos como héroes al llegar a Francia”, recordó McDiarmid.
“Fue todo muy triste. No hubo justicia para Fernando, ni para su familia.
“No perdono a esos tipos. Asesinaron a alguien, y por suerte no le hicieron daño a más gente.
“¿Y para qué?”.
Esa pregunta la respondería parcialmente tres décadas más tarde uno de los agentes, en el sitio web de investigación Mediapart.
Jean-Luc Kister reveló haber sido uno de los dos buzos del DGSE que colocaron minas lapa en el Rainbow Warrior.
“No somos asesinos a sangre fría, mi conciencia me dice que debo disculparme y dar explicaciones”, declaró, al hablar por primera vez sobre el asunto en 2015.
Afirmó que al recibir la orden y enterarse de que se trataba de una protesta de Greenpeace, los agentes le habían presentado sugerencias alternativas y menos peligrosas a los políticos en París, pero las rechazaron.
El gobierno francés consideraba que su programa de pruebas nucleares era esencial para la seguridad de Francia.
“Había una disposición a alto nivel para decir: ‘No, no, esto tiene que parar para siempre, tenemos que tomar medidas mucho más radicales. Hay que hundirlo’. Y es simple: para hundir un barco hay que hacerle un agujero, y eso conlleva riesgos”, dijo Kister.
Más tarde diría, al ser entrevistado por la televisión neozelandesa TVNZ, que fue “como usar guantes de boxeo para aplastar un mosquito”.
“Teníamos que obedecer la orden; éramos soldados.
“Pero fue una operación clandestina injusta, llevada a cabo en un país aliado, amigo y pacífico”, y añadió que la misión fue un “gran fracaso”.
“No se puede hundir a un arcoíris”
El hundimiento del Rainbow Warrior no logró frenar las manifestaciones en el atolón de Moruroa.
Greenpeace Internacional no sólo envió su otro gran barco, el Greenpeace, para liderar la protesta, sino que se ganó la simpatía del mundo, y generó una mayor conciencia sobre el problema de las pruebas nucleares.
En contravía de lo que pretendían los franceses, el ataque contra el Rainbow Warrior ayudó a transformar a Greenpeace de una banda de manifestantes a una de las más grandes organizaciones de defensa ambiental del mundo.
En 1987, bajo presión internacional, Francia le pagó US$8,2 millones por daños y perjuicios a Greenpeace, que contribuyó a la financiación de otro barco, el Rainbow Warrior II.
Ese año, el Rainbow Warrior fue remolcado hacia el norte y fue hundido en la bahía de Matauri, donde se convirtió en un arrecife viviente.
Francia también pagó una suma no revelada a la familia Pereira.
Pero siguió llevando a cabo pruebas nucleares en el Pacífico Sur hasta que en 1998 ratificó el tratado internacional de prohibición de los ensayos nucleares.
Para entonces, había realizado 193 pruebas en las islas polinesias de Mururoa y Fangataufa.
Previo a una de ellas, en 1995, el Rainbow Warrior II fue abordado por comandos franceses mientras encabezaba otra protesta.
Cuando le pidieron a los activistas de Greenpeace sus nombres, sólo dieron uno: Fernando Pereira.