Cuando empecé la universidad, la oposición de mi familia fue implacable. En el momento lo experimenté como una afrenta personal (mi carácter no es precisamente el más dócil), y después, con los años, entendí que ambos sentían una genuina preocupación por mi futuro patrimonial y, de paso, proyectaban bastante, cosa que todos hacemos. Mamá porfiaba con que me buscara un empleo en el Estado, porque eso era lo más seguro; papá, que me graduara de ingeniero o, en el peor de los casos, de abogado, porque, sostenía, “no había modo de vencerme en un debate”.
–Si no la ganás, la empatás –me decía.
–Pero en la Argentina no hay juicios por jurados, papá.
–¿Te das cuenta? –exclamaba, fastidiado.
Una de mis tías, la más combativa, se dedicaba a ridiculizarme en las reuniones familiares. Como estudiaba Letras, me preguntaba, por ejemplo, si ya habíamos llegado a la B. Y como también estudiaba Filosofía, expresaba una sarcástica admiración por lo solicitada que era dicha carrera en las búsquedas laborales.
No era lo que más me importunaba, sin embargo. Por debajo, barnizada de un interés espurio, había otra estrategia más hiriente, que con los años advertí que es no solo una práctica común, sino también una de las favoritas de los políticos. Porque amerita, añado que fui de la primera partida de la especialización en Lingüística, con Beatriz Lavandera, que había vuelto al país con el regreso de la democracia; en su cátedra estudiamos análisis del discurso. Los programas políticos son para mí un verdadero festín.
Esa otra estrategia, más insidiosa, era la de bajarle el precio a tus conocimientos iniciando algún debate no solicitado sobre un tema que, sospechaban, estabas estudiando en “esa carrera que no sirve para nada”. La idea era, supongo, demostrar que además de no tener futuro, tu objeto de estudio era insignificante. No es diferente de cuando llamaron yuyo a la soja o cuando mandaron a los científicos a lavar los platos.
Mi padre tenía especial predilección por la evolución de los lenguajes, y uno de sus caballitos de batalla era el concepto de que los idiomas anglosajones tenían menos vocales que el español porque en esos países, al hacer más frío, las personas abrían menos la boca para pronunciar las palabras. Lo más interesante era que cuando le respondía que en realidad era al revés, y que en inglés hay entre 15 y 19 sonidos vocálicos, mientras que el español tiene entre cinco y seis (según el dialecto), descartaba el argumento con el proverbial: “Eso son tecnicismos; mi explicación es la más obvia y por lo tanto es cierta”.
No era menos incorrecta, su teoría, que la que asegura que al usar emojis escribimos con jeroglíficos, como los egipcios, y con eso esperan demostrar que la civilización ha retrocedido 5000 años. Bueno, señores, hace dos siglos que están equivocados. En 1822 Jean-François Champollion publicó su primer descifrado de la Piedra de Rosetta y demostró que los jeroglíficos egipcios no eran ideográficos, sino fonéticos. Aparte de esto, usamos emojis, porque cumplen una función lingüística poderosa. Pero para qué discutir. Esas sutilezas son innecesarias y la juventud está perdida porque usa emojis. Es obvio.
Anécdotas aparte, hay que estar atento a esta relojería siniestra en la que lo obvio pasa por cierto y la explicación más medulosa, técnica, comprobada y científica es un bien suntuario o, peor, un síntoma de debilidad. Se le rieron en la cara a Pasteur y obligaron a Galileo a retractarse, basándose en esta idea espeluznante de que no se requiere otra evidencia que lo evidente.
Después, es cierto, y como ocurre cada vez, la verdad se impuso, las vacunas han salvado más vidas que cualquier otra tecnología en la historia de la humanidad y, además, sí, Eppur si muove. Pero en el medio mucha gente buena sufrió mucho durante mucho tiempo, y ahí es donde el resorte se vuelve siniestro.