Este último fin de semana El conjuro: últimos ritos superó el millón trescientos mil espectadores y sigue adelante para convertirse en una de las películas más vistas del año en la Argentina. El mismo recorrido tiene en el resto del mundo. Su presupuesto de 55 millones de dólares quedó ampliamente cubierto sólo con el estreno del jueves anterior, cuando en cuatro días logró poco menos de 200 millones globales. Es un verdadero fenómeno que puede sorprender por su tamaño, pero está en sincronía con lo que sucede con el cine y el entretenimiento audiovisual en general en la última década: el buen funcionamiento del terror en cuanto a público, que va más allá (mucho más allá) del dinero gastado en rodar y vender una película.
Algo que se sabe desde siempre es que el terror es el género más fácilmente “traducible”. No a todos los humanos nos causa risa lo mismo (de allí lo riesgosa y difícil que es la comedia), pero sí tememos a lo mismo: la oscuridad, lo desconocido, lo sobrenatural, el dolor, la muerte. Que son los ingredientes básicos del género. También tenemos el deseo de saber si hay “algo más”, de acercarnos al misterio, por muy tenebroso que sea. En otros tiempos -otros tiempos mejores, seamos sinceros- podíamos ver en nuestras pantallas films de terror anglosajones, españoles e italianos. Es cierto que siempre fue mirado por encima del hombro por la crítica adocenada y académica, pero disculpemos tales pecados de pedantería intelectual. Lo principal para que una película de terror funcione es que sea efectiva a la hora de causar miedo y horror, lo que implica no solo pericia técnica sino también que nos identifiquemos con las víctimas de la pantalla.
Lo sabían perfectamente los padres y primeros maestros del cine, conscientes de que la sala oscura además predisponía al escalofrío. Lo que realmente generó éxito internacional para el mal llamado expresionismo alemán en la década del 20 del siglo pasado fue el terror: Nosferatu, de F.W. Murnau; Doctor Mabuse, de Fritz Lang; o la canónica -pero revisable- El gabinete del doctor Caligari, de Robert Wiene fueron (puede revisarlas todas en YouTube) grandes productos de exportación para una industria que lo requería. De hecho, muchos de los técnicos y directores que realizaron aquellos films fueron los que le dieron forma al terror clásico cinematográfico de Hollywood al huir del nazismo (y también, por supuesto, enriquecieron otros géneros, prácticamente todos). El terror es quizás el primer género establecido por el cine junto a la comedia cómica.
En más de un siglo hemos visto toda variación posible del miedo y el espanto. Hemos visto vampiros, momias, monstruos, fantasmas, brujas, demonios, y cualquier otra criatura posible. Incluso en los últimos años una firma toma personajes infantiles que quedan en dominio público y los transforma en agentes del horror. Hemos tenido a un sangriento Winnie Pooh, a un maníaco Mickey Mouse y a un sanguinario Bambi. La lista seguirá porque el negocio es lucrativo: una película de terror se puede hacer con poco dinero, actores desconocidos y un gasto mediano en maquillaje. Y ya: después cuenta la pericia del realizador en que creamos lo que vemos y nos asustemos. Pequeña salvedad: no es lo mismo “terror” que “horror”. Lo primero es el miedo extremo a saber, a asomarnos a lo desconocido; lo segundo es la repulsión extrema de lo que ya vimos. Ambos se complementan en estas películas. Si ve El Exorcista (HBO Max) tendrá terror de conocer lo que le pasa a Regan y sentirá horror por lo que la niña endemoniada hace a ojos vista. El balance entre ambas características es sustancial y mide la calidad de una obra del género.
Volviendo a lo que está sucediendo con El Conjuro, algo novedoso sucede en el mundo del cine: varias obras de terror han tenido, proporcionalmente -o más que eso- mucho más éxito que los tanques familiares que cada temporada alta monopolizan la distribución. Y un par de esos títulos, tanto éxitos de taquilla como recomendaciones de la crítica (en alguna ocasión ambas cosas) pueden verse hoy en las salas de nuestro país. Y no sólo tienen en común que parten de presupuestos no demasiado grandes para volverse éxitos notables en cuanto a taquilla, sino que los une también una especie de espíritu temático y tonal que podemos considerar como un reflejo de época.
Empecemos por El Conjuro, que además es un ejemplo afortunado de lo que buscan las empresas de entretenimiento: una franquicia exitosa, una IP que no deja de dar frutos. Todo este “universo” puede verse en HBO Max: las tres películas de El Conjuro (las buenas son las dos primeras, de James Wan), las tres películas de la muñeca Anabelle, las dos de La monja y La leyenda de La Llorona. Como dijimos, las que valen la pena por mucho son El Conjuro y El Conjuro 2 e incluyen las claves del éxito. En primer lugar, se basan (lejana, muy lejanamente) en los casos de Ed y Lorraine Warren, pareja de investigadores paranormales que se dedicaron a lo sobrenatural en los años setenta y ochenta. Es decir, una base “fáctica”, que le otorga peso realista a la fantasía. Luego, un director que conoce el género, lo homenajea y también se concentra en sus propios temas (en el caso de Wan, los lazos familiares, las tragedias que marcan a las personas). El cuarto, buenos actores: Patrick Wilson y Vera Farmiga son perfectos. Pero -quinto, esencial y relacionado con el cuarto- los personajes tiene carnadura humana. No son solamente engranajes para lograr el miedo o representarlo, sino que lo que funciona como eje que une las películas es el amor de ese matrimonio, las pruebas a las que esa relación es sometida desde ese metafórico “más allá”. También son pruebas de fe (los Warren son católicos y eso funciona como su “superpoder”). Y por último, que Wan nunca deja de lado el realismo social, sea el retrato de la clase obrera de la Norteamérica profunda en el primer film, sea una mujer sola, pobre y luchando por sobrevivir con sus hijos en la Inglaterra recesiva de los setenta.
De allí que estas películas incluyan humor familiar, momentos donde el terror se convierte en tristeza (vean la visión del ahorcamiento que tiene Lorraine en el primer film) o de ternura (la bella secuencia de Ed cantando “Can’t help falling in love”, de Elvis, en la segunda). Es decir: estas películas son dramas humanos “disfrazados” de terror. Hay algo más: susto y todo, al menos las dos primeras El Conjuro pueden ser vistas por chicos (ok, diez años en adelante). Aquí hay una clave.
Veamos el éxito sorpresa del año, La noche de la desaparición, de Zach Cregger (el título original Weapons, “Armas”, es mucho mejor pero revela alguna clave). Cregger había hecho una gran opera prima, Barbarian, donde el miedo y lo desconocido eran producto de las taras subterráneas de la experiencia norteamericana. En esa película no había realmente un elemento sobrenatural, pero lo que destacaba era su estructura casi episódica en la que una primera parte que utilizaba los clichés del “sótano terrible” y la “criatura escondida” en una casita se rompían para dar paso a una falsa historia de redención que culminaba mostrando el costado oscuro de “otro” monstruo, más real que la criatura escondida. Era también un retrato contemporáneo.
La noche… tiene tres hilos. Por un lado, es una especie de cuento de hadas (el film comienza y termina con la voz de una niña contando lo que sucedió) con inicio digno de los hermanos Grimm: a una hora precisa de la madrugada, diecisiete niños de un mismo grado escolar salen corriendo de su casa y desaparecen. Sólo queda uno. Pero Cregger se inspiró en Magnolia, de Paul Thomas Anderson para construir la película. Es un rompecabezas con seis capítulos, cada uno con el nombre de uno de los personajes, que, a la par de reconstruir el misterio (que sí incluye lo sobrenatural esta vez) es un retrato de la vida cotidiana y alienada contemporánea, circunscripta a un pueblito americano cualquiera. Otra vez, el género se usa de otro modo, aunque respetando el suspenso, el misterio y el miedo. Aparecen las taras del sistema educativo, la ausencia de soluciones de parte de los políticos, el fracaso personal, la depresión, la marginalidad producto del vicio, la violencia policial. Si no tuviera el costado fantástico, sería un film social como muchos otros. Pero lo fantástico potencia y genera además raros momentos de humor y sátira social. Otra vez, salvo por una relación sexual (están vestidos) y un momento en el que un personaje fuma crack, es un film de público amplio: tanto aquí como en los Estados Unidos es apto para mayores de 13.
Para citar un ejemplo más, veamos Tráela de vuelta, de los australianos Danny y Michael Phillipou, que ya habían dado buena muestra de manejo de la combinación melodrama-horror en Háblame, un thriller un poco más satírico. Aquí tenemos una tía terrible (curiosamente también la hay en La hora…), niños en un lugar al mismo tiempo extraño y familiar, a veces acogedor y a veces, truculento, y un doloroso trauma no superado que desencadena rituales siniestros. Como en El Conjuro, como en La noche…, lo que sostiene esta película y la hizo exitosa en gran parte del mundo (aunque aquí no llamó la atención) es que el drama personal, la tragedia familiar es lo que lleva finalmente a desencadenar el horror, que recae -otra vez- en los niños.
En todas estas películas son los chicos los que sufren. Y en todas campea el aire de cuento de hadas incluso atravesado por problemas adultos. Algo similar puede decirse del éxito de Scott Derrickson -actualmente con secuela en marcha- El teléfono negro (Netflix), que era una especie de versión de Hansel y Gretel con elementos de crítica social y asociada a temores más contemporáneos como el abuso infantil, que en casi todas estas películas está tratado de modo metafórico o elíptico. Podemos arriesgar la hipótesis de que el éxito de estos films, que superan proporcionalmente al de los grandes tanques, proviene justamente de una mirada contemporánea y reflexiva sobre lo que está sucediendo con las familias y del desamparo de la infancia. Si el terror alemán de los años 20 del siglo pasado giraba alrededor de figuras temibles que buscaban dominar el mundo -el gran crítico alemán Siegfried Kracauer tiene una obra notable sobre el tema, el clásico De Caligari a Hitler-, los éxitos verdaderos de terror de hoy giran alrededor del miedo por lo que sucederá con las nuevas generaciones, básicamente del miedo al futuro manifestado hoy sobre quienes van a protagonizarlo. No por nada fueron los chicos, también, los que más sufrieron la pandemia y siguen padeciendo sus consecuencias.
Después de los años ochenta, en los que el género se tomó como parodia o refugio ultraconservador; de los noventa, cuando fue eclipsado por la comedia romántica; y de la primera década de este siglo, cuando se incorporó el terror tecnológico y el miedo virtual surgido de las redes e Internet, hoy los films que realmente tienen éxito utilizan una mirada un poco desesperada, un poco esperanzada, tanto sobre la ausencia de soluciones para las angustias contemporáneas (y por eso el recurso a lo sobrenatural) como sobre las consecuencias del abandono de las instituciones hacia los que más sufren. Y la gran moraleja -si es que la hay- es que las soluciones no van a provenir del Más Allá.