Circula por las redes una pieza de humor gráfico (¿humor negro?). Un robot y su pequeño hijo robot están en un museo. El padre señala un cerebro que se exhibe como una vieja obra de arte. Y dice: “Mirá, hijo. Ese fue el procesador original”. El humanoide Optimus, de Tesla, se promociona en X con un valor de US$15.000. En Walmart de Estados Unidos, ya se pueden adquirir otros de la competencia en su tienda digital. Su precio es de US$21.000.
Todo está ocurriendo tan rápido que, en ciertos casos, ni los propios actores de la tecnología parecerían están dimensionando las consecuencias de sus propias acciones.
A partir de una investigación realizada en 2024 por la reconocida consultora e investigadora global GWI, especializada en tecnología y comunicación, se demostró que algo novedoso parecería haber comenzado a suceder con las redes sociales. Como consecuencia de la irrupción de la inteligencia artificial (IA), que potenció el desgaste natural que se produce en cualquier uso tan intensivo, el pico de atención y cantidad de horas de uso se habría alcanzado en el año 2022. Desde entonces comenzaron a perder appeal.
Los segmentos etarios donde el fenómeno es más evidente son justamente sus mayores usuarios: los más jóvenes. Entre los 16 y 24 años, la caída es muy notoria. Entre los 25 y 34 años, marcada. Entre los 35 y los 54 años, incipiente. Solo los mayores de esa edad todavía sostienen la intensidad en el uso. No parece casual que el tradicional Diccionario de Oxford haya definido como la palabra del año 2024 la expresión “brain rot” que se traduce al español como una conjunción de dos palabras que no podía resultar más gráfica: “podredumbre cerebral”.
El nuevo término se refiere justamente a la creciente hipótesis de un deterioro mental que ocurre por consumir en exceso contenido en línea trivial o sin sustancia, “poco desafiante”, de acuerdo con el parte de prensa oficial. La visualización desmesurada de memes, videos cortos al estilo TikTok en un continuo sin fin, formato hoy replicado por varias plataformas, entre ellas, X, junto con otros contenidos de carácter extremadamente superficial estaría provocando un deterioro notable en la psiquis humana.
Se asocia esta especie de consumo basura con la incapacidad de concentrarse y la confusión mental, para empezar por lo más obvio.
El Diccionario de Oxford la definió en ese entonces como palabra del año porque su uso creció exponencialmente: 230% vs. 2023. Fue votada como la más relevante por 37.000 personas de todo el mundo.
Lo que se busca al utilizarla es condensar en esta expresión la sobrecarga de información de redes sociales que ya no solo no aporta nada, sino que rompe estructuras valiosas como la capacidad de reflexión, el pensamiento abstracto y, algo ya demasiado evidente, un lapso de atención que se reduce hasta el límite de lo inservible.
La ansiedad, uno de los comprobados males de la época, se nutre de esta misma usina, aunque no es la única. El punto es que el brain rot estaría teniendo una consecuencia más directa y lineal que afecta al propio negocio de las empresas tecnológicas.
Y los primeros en manifestarse afectados fueron, como decía, y señalaba el reporte de GWI, los más jóvenes. Son los que nacieron y se criaron en la atmósfera digital. La conocen de memoria y estarían empezando a perder interés por trucos que ya descubrieron. Los conocen del derecho y del revés.
Estarían, a su vez, comenzando a tomar conciencia de que una mayor felicidad o una inteligencia superior no se encuentran en ningún rincón del scroll infinito. De hecho, una de las palabras candidatas, que estuvo en el quinteto finalista, fue “lore”, conocimiento o sabiduría tradicional. Y otra, “slop”, contenido superficial.
Sil Almada, fundadora Almatrends Lab, desde el año 2017 venía indicando, investigando y estudiando el impacto que la tendencia TMI” (too much information o demasiada información) estaba teniendo en múltiples ámbitos, entre ellos, la comunicación y la socialización.
La irrupción de la IA con sus novedosas herramientas que “todo” lo pueden, pero que también son profundamente sencillas e intuitivas de modo tal que “todos” aprenden rápidamente a usarlas, estaría provocando que aquella TMI ahora se haya transformado, tal como era previsible, en una especie de distopía. Un mundo de similitudes sin alma ni gracia, donde todo luce no sólo igual, sino metálico, vacío, y, en su búsqueda de un forzado realismo, exasperadamente falso.
De pronto brotan como hongos imágenes que sorprenden, pero su efecto tiende a desvanecerse cada vez más rápido. La fascinación y el entretenimiento inicial mutan en una repetición infinita que conduce al hastío. El proceso concluye en un profundo desinterés que termina transformando el nuevo truco llamativo, entretenido y atractivo en una fuente agobiante de objetos digitales invisibles.
Siendo así, lo que están perdiendo los más jóvenes es atracción y atención, los dos activos más valiosos con los que se monetizan, de manera directa o indirecta, gran parte de los modelos de negocio de las plataformas digitales, en sus distintas variantes.
El presidente de Oxford Languages, Casper Grathwohl, vaticinó en el mencionado comunicado oficial que el brain rot se transformaría en un nuevo y legítimo capítulo de la conversación sobre los dilemas vigentes en la interrelación de la cultura, la humanidad y la tecnología.
Celebró, además, que hubiera sido adoptado por la generación alfa y los centennials, demostrando que esta vez no se trataba de una crítica de los adultos “que no entienden nada”, como solían acusarlos los jóvenes, sino que ellos mismos lo estaban poniendo en el centro de la escena. Lo que él veía como más valioso era la repentina toma de conciencia de aquellos que ya se sabía que eran los más afectados, pero se negaban a reconocerlo.
El caso del brain rot abre la puerta hacia cuestionamientos de mayor calado que vienen haciéndose muchos pensadores e intelectuales, al igual que numerosos centros de investigación, incluso, gran parte de ellos especializados en tecnología y fervorosos defensores de sus aportes al progreso de la vida humana.
Como en tantas otras cosas de la vida, el “más es más” propio de la citada lógica algorítmica, en cierto momento, abruma de tal modo que, por naturaleza, provoca la necesidad de oxígeno mental y espiritual. ¿Será ese el futuro del actual protagonismo tech, consumirse en su propia intensidad y ser una de las tantas cosas que la tecnología se devora? Estaríamos frente a un caso de antropofagia, porque la tecnología se deglutiría de ese modo a sí misma. Vaya paradoja.
¿O, por el contrario, esta vez es tanto su poder que, más allá de que pudieran perder atractivo las redes sociales, el foco en las pantallas, los dispositivos y la temática en sí misma, tendrá la capacidad de romper el hechizo y moldear todo lo que la rodea al ritmo de una intensidad que, por ser maquinal, ni mengua ni se agota? No lo sabemos, pero no por ello esta última deja de ser una hipótesis válida.
También es dable pensar que podría haber detrás del protagonismo central de la tecnología un genuino interés de las personas por dilucidar las características y la personalidad de ese nuevo actor que se lleva todos los flashes.
Tal vez sea la mera curiosidad que, por definición, despierta lo nuevo. O todo eso junto. Insisto: no hay certezas. Solo incógnitas. Lo que sí sabemos es que está enfrente nuestro, mirándonos. De modo omnipresente y omnisciente. En todo momento, en todo lugar y con conocimiento de todas las cosas.
Nosotros, los seres humanos, tiesos, intentamos descubrir si se trata de una mascota que nos hará compañía alegrándonos los días, un robot amigable como promete Elon Musk o de una fiera salvaje de la que debemos protegernos.
Viejas preguntas ancestrales de la supervivencia del hombre que el cerebro y el sistema nervioso están diseñados para responder: ¿hay que quedarse o hay que huir? Nos va la salud mental en ello.
Si el hecho de haber incorporado masivamente el término brain rot ya debiera ser, per se, suficiente alerta, acaban de aparecer nuevas señales de que el fenómeno se incrementa. En octubre de 2025, Dictionary.com, un diccionario digital que sigue la cultura y la terminología de las plataformas, sobre todo de las redes sociales, definió a “67” como la palabra del año.
Algo bastante extraño ya de por sí. Que un número, o dos, como hay que leerlo en realidad, terminen siendo el término que sintetiza el año. Se lee como “six, seven” o “seis, siete”, no como sesenta y siete.
Lo hicieron porque lo que buscan elegir son vocablos que reflejen “una cápsula temporal del lenguaje que refleje las tendencias sociales y los eventos globales”.
El concepto tiene un origen borroso y ambiguo. Los maestros y los padres comenzaron a escuchar a sus hijos mencionarlo una y otra vez. Sus orígenes fueron múltiples –en el hip hop, en TikTok, en casos virales– y todas las fuentes tienen como factor común a los centennials y los alfa, las dos generaciones más jóvenes.
Finalmente, el significado terminó convergiendo en una primera lectura lineal y en otra mucho más controvertida e interesante. En el primer caso, “67” expresa algo de carácter intermedio siguiendo la lógica de la evaluación escolar en una escala decimal. No es un 1 o un 2, no es un 9 o un 10. Es una nota u opinión “regular”, algo que no está “ni bien ni mal”, que es “más o menos”.
En el segundo caso, la palabra del año se vincula con el analizado caso de brain rot, siendo un slang que expresa el citado fenómeno en toda su dimensión. ¿Qué significa bajo esta lectura 67? Algo que, a propósito, se dice para expresar algo absurdo o directamente sin sentido alguno. Es decir, es un término cuyo sentido es ninguno. Una cáscara vacía disfrazada de palabra. Funciona como un código que se repite a conciencia de que se está diciendo, algo que no tiene un significado específico, que, de tan superficial, es todo lo hueco que podría encontrarse en la lengua. Cada uno le da el sentido que quiere, se puede decir en cualquier momento, y casi en cualquier ocasión, lo que lo transforma en un contrasentido del lenguaje en sí mismo. Se está comunicando la no comunicación, como si se estuviera en una gran torre de Babel, todos hablan su propio idioma. Solo que, en este caso, simulan que se entienden.
Dada la incoherencia, ya no de las palabras, sino de todo en el tiempo actual, se entienden hasta donde quieren entenderse: lo banal. Punto. No más. No hace falta más. Con lo superficial, alcanza y sobra. Es suficiente porque no se pretende más y no se tolera más. Los cerebros cansados, gastados o vacíos no podrían procesar otra cosa.
Al presentarlo oficialmente, Steve Johnson, Ph. D., y director de lexicografía del Dictionary Media Group, dijo: “Cuando la gente lo menciona no está repitiendo un meme, está gritando algo”.
¿Será, como algunos señalan, apenas una broma pasajera? ¿Una encriptación del lenguaje para que los adultos se queden fuera de la conversación y no invadan su intimidad colectiva? ¿O un grito de ayuda frente a la nada que los invade en la era del brain rot?
Quizás sin entenderlo del todo, o procurando imitar, como en tantas otras cosas, a los jóvenes, tal vez pensando que si se hacían carne del fenómeno podrían desentrañarlo y hasta desactivarlo, en las tradicionales fiestas de Halloween de octubre de 2025 esos adultos, en los Estados Unidos, se subieron a la movida usando remeras y disfraces de “6-7”. Para ese entonces se reportaban 2,2 millones de posteos en TikTok sobre el controvertido término.
La nueva patología del brain rot resulta superadora para mal del ya antiguo concepto de burnout o “quemado”. Básicamente, porque de este último hecho las personas se pueden recuperar con descanso y desconexión, mientras que en el caso del primero, cuando se dan cuenta, suele ser demasiado tarde.
Elon Musk acaba de decir que, en el futuro, “trabajar será opcional, porque la inteligencia artificial será capaz de hacer todas las tareas”.
Los “cerebros TikTok”, con su demanda voraz de estímulos y su capacidad de atención crecientemente deteriorada, deberán enfrentarse a un mundo crecientemente competitivo. Por otro lado, el desafío para todo aquello que emite sentido, ya sean marcas, artistas, profesionales, medios, ciudades, países o políticos será conectar con antenas cuyo rango de alcance no cesa de reducirse.
Mientras nos devora la endogámica coyuntura, a nivel global nos adentramos de manera estructural en un nuevo hábitat para la especie humana cuya configuración es inédita y, por lo tanto, impredecible.
Para mantener la lucidez, la prestancia y la eficiencia, será necesario hackear a los hackers.
