Son las seis de la tarde del 1° de junio de 1946. El pelotón de fusilamiento consta de 16 hombres. A la orden de “¡Fuego!“, todos ellos dispararán hacia la figura de Ion Antonescu, el mariscal que, entre 1940 y 1944, dirigió los destinos de Rumania y acaba de ser condenado por sus crímenes de guerra. Con él se encuentran otros tres miembros de su gabinete, que compartirán su destino.
El hombre que está a punto de morir fue un estrecho aliado del dictador alemán Adolf Hitler durante la Segunda Guerra Mundial. En su país y en las regiones que invadió o ayudó a invadir, Antonescu reprodujo las atroces formas de matar de la maquinaria nazi y fue responsable de cientos de miles de muertes, en su mayoría judíos, pero también gitanos, eslavos y opositores comunistas.
El cruel dictador que tuvo a Rumania en un puño recibe la andanada de disparos. Cae al suelo. Todavía está vivo. Apoya su codo en el piso y advierte: “No dispararon bien”. Entonces, el comandante del pelotón se acerca hasta él y le da dos tiros de gracia. El exlíder rumano, autoproclamado en sus tiempos de poder como “conducător”, muere pocos días antes de cumplir sus 64 años. Uno de los testigos de la ejecución escribiría luego: “Me dirigí hacia los cadáveres de los que hasta hacía cinco minutos encarnaban lo más bestial, vil y sucio de la historia del pueblo rumano”.
Llegada al poder a punta de pistola
Considerado héroe de la Primera Guerra Mundial y con un prestigio ascendente en su carrera castrense, Antonescu fue enviado como agregado militar a París y luego a Londres, a comienzos de los 30. Fue luego Jefe del Estado Mayor Rumano y, en 1937, nombrado como ministro de Defensa por el rey rumano Carol II, que llevaba adelante una monarquía de corte autoritario.
Poco más de un año después del estallido de la Segunda Guerra Mundial, para septiembre de 1940, buena parte del territorio de Rumania había sido tomado por otras naciones. El este se había rendido ante la Unión Soviética; parte del norte fue cedido a Hungría y las regiones del sur anexadas por Bulgaria. En este estado de cosas, el 4 de septiembre de 1940, el monarca rumano nombró al mariscal Antonescu como Primer Ministro del país. Dos días después, el flamante mandatario obligó, a punta de pistola, a Carol II a abdicar. En su lugar, subió al trono Miguel I, hijo del rey depuesto, a quien el mariscal creía que podía manejar con mayor facilidad.
Luego de esta toma de poder, Antonescu se autoproclamó como jefe indiscutible del país y asumió el cargo de “conducător”, que significa algo similar a Il Duce, el título que se otorgó a sí mismo el líder fascista Benito Mussolini en Italia.
Se asomaban para Rumania tiempos de un gobierno autoritario, conducido con puño de hierro por un militar ultranacionalista y conservador que exaltaba su personalidad como salvador de la patria y que seguiría una política criminal ferozmente antijudía y anticomunista, en principio apoyado por buena parte del pueblo. Y también, por una banda parapolicial de criminales antisemitas conocida como “la guardia de hierro”, a la que más tarde, cuando estuvo bien afianzado en el poder, el propio mariscal perseguiría.
La alianza con Hitler
Poco después de haber asumido el poder, Antonescu decidió que su país debía aliarse a las potencias del eje en el conflicto bélico que estremecía a Europa. En ese momento, el mariscal entendía que lo mejor para recuperar los territorios perdidos era unirse a Adolf Hitler. Y así lo hizo, en noviembre de 1940. Los alemanes, en tanto, veían con buenos ojos el vínculo con Rumania, ya que sabían que podían aprovechar así las importantes reservas de petróleo que tenía ese país.
El 22 de junio de 1944, cuando los alemanes encabezaron la operación Barbarroja, consistente en la invasión del territorio soviético, las tropas rumanas estaban junto a ellos. Medio millón de hombres aportó la dictadura de Antonescu al embate hacia el oriente de los alemanes. Con este ataque, además, Hitler rompía el pacto de no agresión a los soviéticos que había firmado con Stalin, líder de la URSS, en 1939.
En un primer avance hacia el este, los rumanos recuperaron Besarabia, una región que los rusos le habían arrebatado tiempo antes, y conquistaron también la región de Transnistria y su capital, Odesa. En paralelo a estos avances, y por supuesto que con la permisividad del conducător, las tropas de Rumania realizaban atroces crímenes contra ciudadanos civiles.
Los crímenes aberrantes de Antonescu
Uno de ellos fue el progrom de Iasi, la segunda ciudad más importante del país. Alli, a partir del 28 de junio de 1941, los soldados de Antonescu, junto a miembros de Inteligencia rumana, la policía, soldados alemanes y parte de la población civil, asesinaron a unos 13.200 judíos.
En medio de saqueos a negocios y destrozos de todo tipo, algunas de las víctimas fueron masacradas en sus propias casas, otras fueron muertos a balazos en el patio del Departamento de policía local en el llamado “domingo negro” y otras tantas encontraron su final, asfixiados o por la sed, hacinados en vagones y furgones de carga de un tren donde los subieron y los llevaron de una estación a otra durante al menos cinco días.
En Odesa, las tropas rumanas realizaron también matanzas de civiles. En toda la región de Transnistria atacaron y masacraron diversas comunidades judías. A esa región, en tanto, también fueron deportados unos 200.000 judíos de distintas partes del país, donde los conminaron a apiñarse en un total de 150 guetos, en los que muchos de ellos fueron obligados a realizar trabajos forzados.
Por hambre, frío, enfermedades o fusilamientos masivos, muchos de los habitantes de esos guetos murieron. Además, recibían constante maltrato y manifestaciones de odio de los militares rumanos, que los sometían a palizas y violaciones. De acuerdo con la Enciclopedia del Holocausto, en Transnistria murieron entre 280.000 y 380.000 personas. En su mayor parte, judíos.
En términos de política doméstica, Antonescu no era nada benévolo con quienes cuestionaban sus decisiones. Para sus opositores construyó en todo el país numerosos campos de concentración. Allí, en general, acababan los comunistas, que eran considerados por las autoridades como infiltrados soviéticos. Más de cinco mil de ellos fueron encerrados en esos hostiles centros de detención y varios cientos, fueron ejecutados.
Comienza la caída
Pero así como Antonescu había atado su destino al de la Alemania nazi -amos tiranos se reunieron varias veces a lo largo del conflicto bélico-, la derrota alemana también significaría su propia caída. Con la batalla de Stalingrado, donde las fuerzas del eje sufrieron una catastrófica derrota frente al Ejército Rojo en las inmediaciones de esa ciudad rusa, entre agosto de 1942 y febrero de 1943, comenzó la debacle para los alemanes y sus socios.
A partir de ese acontecimiento, las tropas rumanas, que perdieron unos 150.000 hombres en Stalingrado, solo fueron en retroceso y sus batallas se dieron a la defensiva. A comienzos de 1944, aviones estadounidenses bombardearon Bucarest, capital del país, y poco después los soviéticos ya habían ingresado a territorio rumano. Los ánimos de la población se habían vuelto en contra de su líder, al que le perdieron la paciencia.
Cuando la debacle de los rumanos en la contienda mundial era ya un hecho, el 23 de agosto de 1944, Antonescu se presentó ante el rey Miguel I, ignorando las recomendaciones de Hitler quien le había advertido que no le convenía ir al Palacio a ver al monarca porque “algo malo se estaba cocinando en su contra”.
La detención del mariscal Antonescu
En efecto, el monarca rumano había preparado una especie de celada para el mariscal. Lo acompañaban dirigentes políticos de distintos partidos y un grupo de militares que ya estaban cansados de sus órdenes. Miguel I ordenó al mariscal que cortase relaciones con Hitler. Pero como Antonescu se negó, ordenó detenerlo de inmediato.
Una cédula del partido comunista rumano llevaría al prisionero junto a su esposa a Moscú. Con ello finalizaría el gobierno autoritario del conducător en Rumania y comenzaría una nueva era para el país, que quedaría sumido a los designios del gobierno de la Unión Soviética por muchos años más.
Tras dos años de haber estado detenido en la capital rusa, Antonescu y otros hombres de su gabinete regresaron a Rumania. Allí, todos fueron juzgados por un tribunal popular. Pesaban sobre ellos las acusaciones de traición a los intereses del pueblo y el de haber realizado crímenes de guerra.
Ante la primera acusación, donde los fiscales aseguraban que el mariscal había puesto al país “al servicio del enemigo fascista y hitleriano”, el propi Antonescu, respondió: “No tenía otra salida. Rumania estaba totalmente aislada. Todos los ministros de Asuntos Exteriores a los que me dirigí me negaron cualquier apoyo argumentando que, dadas las circunstancias internacionales del momento, no podían brindar ningún apoyo a Rumania”.
En cuanto a la segunda condena, se señaló la política racial del régimen comandado por Antonescu, que estaba en sintonía con las atrocidades de los nazis. Se lo consideró culpable de la deportación y muerte de miles de judíos, así como también de gitanos y opositores políticos.
El juicio culminó el 16 de mayo de 1946 con todos los acusados condenados a morir fusilados, algo que ocurriría finalmente el 1 de junio de ese mismo año, en las afueras de la prisión de Jilava. En el caso particular del ex tirano, y como para consignar la magnitud de sus crímenes, el medio rumano Adevarull enumera que fue condenado seis veces a la pena de muerte, dos veces a cadena perpetua, cuatro veces a 20 años de prisión y 14 veces a degradación cívica durante 10 años.
La ejecución de Antonescu
El pelotón de fusilamiento, perteneciente al servicio penitenciario de Jilava, caminó junto a los cuatro condenados y otras personas que presenciarían la ejecución hasta el lugar indicado para los fusilamientos. Cada uno de los sentenciados se paró delante de un poste. A los cuatro les ofrecieron la posibilidad de vendarle los ojos, pero solo uno aceptó. El mismo condenado pidió que lo ataran a su parante para mantenerse de pie.
16 efectivos de pie y 16 con rodilla en tierra apuntaban con sus armas a los reos. Poco antes de que el jefe del pelotón gritara “¡Fuego!”, Antonescu, vestido de impecable traje oscuro, camisa blanca y corbata oscura, miró fijo a sus verdugos y levantó su brazo derecho con el sombrero en la mano.
Las ráfagas de los fusiles lo voltearon, pero el exdictador no murió. “No dispararon bien”, dijo desde el piso, antes de recibir dos tiros de gracia en la cabeza por parte del jefe del pelotón. El médico forense se acercó a constatar. Antonescu, al igual que sus otros tres compañeros en el instante final, estaba muerto. Eran las 18.15.
Quienes ultimaron a Antonescu decidieron que lo mejor sería que su cuerpo no tuviera un lugar de descanso, pues ello podría llevar a que algunas seguidores de sus políticas, que nunca faltarían, se acercaran a venerarlo. Su cuerpo fue incinerado y sus cenizas esparcidas en el cementerio de Jilava.
Así terminaba, perdido para siempre y sin reposo, el hombre que había sometido a su pueblo a las ensoñaciones imperiales de Adolf Hitler y había cometido las peores aberraciones, esas que todavía son una vergüenza para todo el géner humano.