El torneo Clausura lo juegan los que no lograron el objetivo de irse. No es una novedad sino una realidad potenciada. El fútbol de primera división se transformó en apenas un paso intermedio entre la formación como juveniles y la salida al exterior, sea donde sea. Y más allá de que el salto pueda ser significativo en lo profesional.
Habría que despejar la obviedad de entrada: la mejora económica es la primera razón de por qué los jugadores quieren ser transferidos. Pero hay otras, algunas de contexto: la única salida es Ezeiza, se les repite a los chicos desde hace años. Puntualmente a los futbolistas, además, se les dice que el tren pasa sólo una vez. Lo fundamentan en excepciones: jugadores que se lesionaron antes de concretar una venta o que rechazaron una primera oportunidad y luego bajaron su rendimiento. Nunca se tiene en cuenta a quienes perdieron continuidad y figuración por haberse ido donde o cuando no debían irse.
Sucede en todos lados, incluso en los dos más grandes del país. Rodrigo Villagra había pasado de Talleres a River en una cifra (casi 11 millones de dólares) que le quedó marcada como si fuese el número de la camiseta. Evidentemente sufrió no haber rendido y se fue. Literalmente se fue: antes de que le llegara una propuesta concreta, en enero dejó River con la promesa luego frustrada de que el empresario Foster Gillett lo ubicaría en Europa. Recaló en CSKA Moscú, donde el técnico no lo había pedido ni lo consideraría. Sumado a lesiones que tuvo luego, Villagra no jugó en todo el año.
En la semana Kevin Zenón dejó claro en Boca que le gustaría ser vendido al Olympiakos, de Grecia. Hace apenas un año había alcanzado un nivel que lo llevó a los Juegos Olímpicos y a mejores vidrieras. ¿Es imposible recuperarlo? ¿Tanto expulsa esta realidad de Boca a los jugadores? Otros que estuvieron en París también eligieron destinos sin mayor relevancia. Ezequiel Equi Fernández ejecutó la cláusula de rescisión para irse a la liga de Emiratos Árabes cuando había empezado a estar en la órbita del seleccionado mayor, de la que como podía esperarse salió. Cristian Medina se había plantado para que lo vendieran al Fenerbahce, de Turquía, y pese a su obsesión por jugar en el exterior, recaló en Estudiantes mediante Foster Gillett; debe ser uno de los pocos que hoy conocen el paradero del empresario.
Hay casos peores: los que no les dejan dinero alguno a los clubes formadores. Antes de demonizar a los jugadores, vale arrancar por la responsabilidad dirigencial. Muchas veces las promesas permanecen demasiado tiempo con contratos iniciales de bajos salarios. La normativa indica que, cuando faltan seis meses para el final de ese contrato, el futbolista ya puede negociar con un nuevo equipo al que llegará en condición de libre. La práctica marca que, cuando falta un año, ya comienzan a ser difíciles las charlas para renovar. La primera llamada no se atiende, la segunda desemboca en una reunión que se posterga y así el posible buen término comienza a evaporarse.
La defensa de los futbolistas y sus representantes es que cualquier trabajador, en cualquier tarea, puede irse ante una mejor oferta laboral. Pero el fútbol tiene una particularidad: los clubes, que sostienen la actividad entera, dependen económicamente de las ventas de jugadores.
Vélez tiene un conflicto con Thiago Fernández, una de las figuras del campeón en 2024. Su contrato termina en diciembre y ya se sabe que lo pretende Villarreal. Si no arreglan, Vélez pasará de imaginar que podría cobrar más de 10 millones de dólares a no ganar ni una moneda. No es la primera vez que sucede con Vélez, que evidentemente tendrá que revisar su llegada a algunos de los (muy buenos) proyectos que genera. En estos días se hizo pública la relación rota entre el presidente de Unión, Luis Spahn, y Jerónimo Dómina, el delantero de 19 años que sorprendió con su debut a los 17. Spahn contó que el joven le había prometido que no se iría libre y reveló detalles, como un retroactivo ofrecido de 50 mil dólares. El jugador lo desmintió. En el medio quedó el club, que padecerá la pérdida.
La lista podría seguir con ejemplos variados. A veces el deseo explícito de salida de un futbolista complica al club mientras negocia su pase. Mariano Troilo, el central de Belgrano que sorpresivamente convocó Lionel Scaloni, se despidió de la gente el viernes pasado. Pero Belgrano todavía no está conforme con la propuesta de Pisa, de Italia. También existen aquellos que así como llegan, se marchan enseguida. Keylor Navas no recordó que Newell’s lo rescató de lo que parecía el final de su carrera. Y más allá de que Independiente todavía debe mejorar su versión, el colombiano Alvaro Angulo había empezado a escuchar ovaciones y decidió pasar a los Pumas de México. Si te he visto, no me acuerdo.
Los últimos años trajeron una novedad: la proliferación de representantes. Algunos manejan no más de uno o dos jugadores. Es obvio que querrán que ese representado sea vendido lo más rápido posible. La rueda gira porque cada vez más bocas comen del sistema. Esto es por plata, se postula y se repite. Obvio, nadie plantea lo contrario. Pero si no se puede profundizar más allá de los números, nos resignamos a que la gratitud ya no importe, a que sólo podamos ver jerarquía por televisión y a que el fútbol argentino sea, apenas, una válvula de salida a cualquier parte.