Una caja para transportar animales apareció entre los primeros objetos en salir del edificio. La llevaba un oficial, con cuidado, como si dentro cargara algo frágil. Era el gato de la familia. Lo único con vida que salía de ese departamento en el sexto piso, donde los cuerpos aún seguían tendidos. La policía de la Ciudad confirmó a este medio que nadie había sido retirado todavía.
Afuera, sobre Aguirre al 300, empezaban a llegar los vecinos. Algunos se acercaban con la excusa de mirar, otros para hablar. El aire se sentía espeso. Había quienes no sabían qué decir y quienes no podían parar de hablar. Sonia fue una de las primeras en contar lo que sabía: su hija era amiga de una chica que vivía en ese mismo edificio. “Conocía al señor. La llevaba todos los días a la escuela. Dice que era un buen hombre”, dijo a este medio.
Sonia también contó que su hija no quiere salir de la casa desde que se enteró. Vive cerca. “Somos de acá”, dijo. El barrio, que hasta ayer era parte de su rutina, hoy le resulta ajeno.
Sonia volvió a hablar. Esta vez, con un tono más apagado. Aseguró que nunca habían vivido algo así en esa cuadra. Que el hombre era amable. Que ella era callada. “Los chicos eran un amor”, agregó una vecina que se sumó a la conversación con los ojos llenos de miedo. Un hombre bajó del edificio, caminó hasta la cinta policial y, sin mirar a nadie, susurró: “¿Cómo pudo hacerle eso a su familia?”. Después se quedó ahí, quieto.
Desde los balcones, otros vecinos se asomaban. Observaban la escena desde arriba, como si mirar desde la altura los protegiera de lo que pasaba abajo. Algunos bajaban, se unían al grupo en la vereda. Nadie hablaba fuerte. Los murmullos flotaban entre las cintas de seguridad, entre los patrulleros, entre los pasos lentos.
Anochece en Villa Crespo. El cielo se apaga sobre Aguirre al 295. Pero nadie se va. Como si marcharse fuera una forma de olvidar. Como si quedarse —aunque sea en silencio— fuera lo único posible.
La sobrina de la familia salió a los gritos, desbordada por la angustia. “¡Un poco de respeto!”, exclamó frente a los medios, antes de meterse, acompañada por un hombre y personal policial, en la carpa donde comenzaban a retirar los cuerpos. Desde los balcones, los vecinos del mismo edificio se asomaban para observar con espanto la escena. Nadie hablaba. Solo miraban.
La conmoción y el silencio de los vecinos
La noticia se esparció rápidamente entre vecinos, comerciantes y transeúntes, dejando una estela de incredulidad, tristeza y especulaciones.
Juan Pablo, vecino del edificio, acababa de llegar cuando se enteró de la tragedia. “Solo te puedo decir que es terrible lo que pasó, esos chicos pobrecitos, realmente tremendo”, expresó conmovido, aunque reconoció que apenas los conocía de vista.
Desde la verdulería de la esquina, un comerciante comentó: “No los conocí, pero esto asombró al barrio, no se puede creer”. Una reacción que se repite entre quienes, aunque no tenían trato directo con la familia, sienten el impacto de lo sucedido.
Federico, cajero del supermercado frente al edificio, los recordaba como clientes ocasionales: “Gente normal, no puedo decir más que eso, porque nunca hubo algo que me llamara la atención de alguno de ellos”.
Cecilia, vecina de la casa en diagonal, llegó con sus hijos del colegio y se encontró con el despliegue policial. “Me enteré por la Policía, una locura lo que pasó. Tengo que explicarles a mis hijos porque son chicos y mucho no entienden todo este despliegue de ambulancias y policías. Pobre familia”, dijo con preocupación.
La sobrina de las víctimas, visiblemente afectada, prefirió no hablar. “Aún no nos dijeron nada, no sabemos realmente lo que pasó. Se están diciendo muchas cosas que no son verdad y que ni siquiera nosotros sabíamos”, expresó con dolor.
Eric, joven empleado de la verdulería contigua al edificio, también los recordaba como clientes: “No puedo decir nada porque no los conocía”. Luciano, vecino del mismo edificio, fue más enfático: “Muy buena gente los cuatro, excelentes personas”.
María Belén, administradora del edificio, llegó al lugar apenas se enteró. “Vine espontáneamente porque Adrián era miembro del consejo y obviamente teníamos conversaciones del edificio en el chat. Buena gente, muy predispuesta a colaborar siempre”, recordó.
En una inmobiliaria que también funciona como estudio jurídico, tres vecinos se reunieron para compartir su consternación. “Estamos realmente sorprendidos y consternados porque nunca nos imaginamos algo así. Realmente eran muy buenas personas, simpáticos y buenos vecinos”, coincidieron.
Alicia, otra vecina, lamentó las versiones que comenzaron a circular: “Nadie sabe lo que pasó, andan especulando, dicen cosas tremendas. Estamos todos sorprendidos, ¿cómo pueden andar diciendo cosas feas de una buena familia?”.
Desde la cafetería de enfrente, Janet recordó al padre de familia con afecto: “Lo conocía de antes de abrir la cafetería, cuando vendíamos por delivery. Era una persona simpática, amable, buena onda, re tranquilo. Siempre los veía los fines de semana cuando se iban de viaje, supongo que al interior, se los veía contentos”. Sin embargo, también mencionó un comentario que escuchó de otra comerciante: “La verdulera le dijo a una persona de acá del local que él la había tratado mal una vez. Le dijo ‘buenos días señor’ y él respondió ‘qué señor, el señor no existe’”.
La hipótesis principal que maneja los investigadores es la de un triple homicidio, seguido de suicidio, perpetrado por Laura Fernanda Leguizamón, de 51 años, quien asesinó a su esposo, Bernardo Adrian Seltzer, de 53 y a sus dos hijos: Ian, de 15 e Ivo, de 12.
Informe de María Cabrera.