“Yo leo a Kipling desde que era niño”, revelaba John Huston en su libro de memorias, A libro abierto, ya llegando al final del recorrido por toda su vida y obra. Es que cuando se decidió a repasar su propia historia, a los 73 años, todavía le quedaba parte de la década de los 70 y los años que siguieron hasta su despedida con Desde ahora y para siempre en 1987 para seguir haciendo cine. Pero por entonces el proyecto de El hombre que sería rey era reciente y el triunfo con una película de aventuras de espíritu clásico, filmada en exteriores, con un reparto estelar que incluía a Sean Connery y Michael Caine, era la mejor forma de homenajear aquella lectura de juventud.
“Si empezás la primera línea de un verso de Kipling, podés apostar con toda seguridad que yo voy a recitar el resto del poema. Estudié el glosario de Kipling en lugar de álgebra, y aprendí todos los términos que eran propios de la India o de la Inglaterra de su tiempo”, aseguraba a su lector imaginario. Así de buen alumno era Huston con la obra de un escritor emblemático para generaciones y que finalmente ocuparía un lugar de privilegio en su legado. Este año se cumplirán 50 años de aquella epopeya, de aquella película única que inmortalizó a Rudyard Kipling como pocas otras lo hicieron.
Según recuerda el propio Huston, la idea de adaptar la pequeña novela El hombre que sería rey estuvo en carpeta desde comienzos de los años 50, ya regresado de su compromiso militar en la Segunda Guerra Mundial -donde filmó tres documentales para el ejército, Report from the Aleutians, San Pietro y Let There Be Light, los dos últimos muy mal recibidos y restringidos en sus estrenos-, e integrado nuevamente a la industria luego del éxito de Mientras la ciudad duerme (1950) y La reina africana (1951).
“Ya en 1952 hablamos con Peter Viertel [co-guionista de La reina africana] de la idea de adaptar a Kipling pero nunca se concretó. En 1955, sin ninguna obligación pendiente y terminada Moby Dick, decidí poner en marcha el proyecto. Los que habían financiado la película sobre la ballena de Melville decidieron poner el dinero y me fui a la India invitado por el maharajá de Cooch Behar”. Comenzaba así una de las nuevas aventuras de Huston por el mundo, dedicadas a menudo a la cacería, las apuestas y los riesgos al límite del desastre. Pero después de varios meses de travesía, el proyecto de El hombre que sería rey naufragó y una nueva postergación se hizo inevitable.
Pese a la desilusión, Huston siguió manteniendo la llama de su entusiasmo. En los años venideros realizó nuevos viajes a la India, Afganistán y Pakistán, y convenció a varios guionistas como Aeneas MacKenzie -con quien había colaborado en el guion de Juárez, una película que en 1939 dirigió William Dieterle-, el dibujante y escenógrafo Steve Grimes y a Tony Veiller de elaborar un primer guion. “Había pensado en Bogart y Gable para interpretar a los personajes principales, pero justo cuando estábamos poniendo en marcha el asunto, Bogie enfermó y murió. En 1960, mientras filmábamos Los inadaptados, Gable me preguntó en qué estado estaba el proyecto. Así que puse manos a la obra y mientras intentaba encontrar un nuevo actor para reemplazar a Bogart, Gable enfermó y murió”.
El proyecto volvía a aplazarse, perseguido por una injusta maldición. Recién en 1973, mientras terminaba la desangelada El hombre de Mackintosh con la producción de John Foreman surgió la chispa para el reinicio de aquella empresa postergada. “John Foreman vino a visitarme a St. Clerans -la morada en Irlanda donde vivía Huston en aquellos años-, y curioseando en mi biblioteca encontró los guiones sobre Kipling y se entusiasmó. Me dijo que pensaba en Paul [Newman] para protagonizarlo. Después del fracaso de El hombre de Mackintosh estábamos decididos a emprender algo que nos permitiera mantener la cabeza en alto otra vez”.
El hombre vuelve a reinar
El guion definitivo de El hombre que sería rey lo escribieron Huston y su habitual colaboradora Gladys Hill durante una estancia en Cuernavaca, tomando algunas ideas que estaban en los viejos guiones de MacKenzie, Grimes y Veiller. “La historia original era demasiado corta para ser adaptada sin añadidos -explica Huston en su autobiografía- pero lo que me interesaba era profundizar en algunos temas como el motivo masónico, reflejado a través de los emblemas en el reloj de bolsillo de Kipling, el altar de piedra y el tesoro”.
La escritura de Huston regresaba a la esencia de Kipling, y quizás a una forma de observar el extranjero más distante, que pecaba del orientalismo del siglo XIX, pero que la película sería capaz de traducir en sus primeras imágenes. Un mercado, un encantador de serpientes, camellos y transeúntes bulliciosos, otros que rezan, alguno que fuma un narguile, una víbora entre las manos de un niño. Una postal perfecta y enmarcada.
Lo que faltaba era elegir a los actores que serían el alma y corazón de la historia. Cuando Huston envío el nuevo guion a Paul Newman, fue él quien le señaló que los personajes debían ser interpretados por actores ingleses. “¡Consigue a Connery y Caine!”, le dijo el actor de Butch Cassidy desde el otro lado de la línea, dando el primer empujón al director que recién emprendía uno de los trabajos más arduos de su carrera. John Foreman consiguió a los dos actores y luego tuvo que asumir las negociaciones para el financiamiento: el presupuesto ascendía a 5.000.000 de dólares, mucho dinero para aquella época. Finalmente, la Columbia aceptó participar a cambio de los derechos de distribución en Europa, y la empresa Allied Artists se quedó con los derechos para los Estados Unidos y toda América Latina. “En los tiempos del sistema de estudios -reflexionaba Huston- financiar una película de esa envergadura hubiera sido sencillo. El estudio ponía el dinero y listo. Pero la industria había cambiado (…). Ahora los jefes de los estudios eran contables, expertos en impuestos, una mezcla de brujos financieros y agentes de prensa. Apenas si queda algo de raza creativa”, se lamentaba.
Una vez aprobado el presupuesto por los inversores, era imprescindible elegir las locaciones para el rodaje. Era imposible filmar en el lugar en el que Kipling había situado la historia ya que Kafiristán, una región montañosa en el noroeste de Afganistán, estaba cerrada a los extranjeros, y algunos otros lugares en la frontera con Taykistán al norte y Pakistán al noroeste eran demasiado alejados e inaccesibles. La primera alternativa que se barajó fue Turquía, pero las tensas relaciones de ese país con los Estados Unidos debido al comercio exterior la convirtieron en una opción inviable. Huston decidió entonces viajar a Marruecos con Foreman y juntos eligieron Marrakech para las secuencias del mercado y las calles, y el resto las ambientarían en las afueras de la ciudad. Los costos comenzaron a elevarse apenas empezó la producción.
“Construir el decorado del templo de Sikandergul costó 500.000 dólares y para las otras secuencias utilizamos las puertas reales de las montañas del Atlas. Apenas nos habíamos instalado, los bereberes bajaron de la montaña. Eran gente altiva, maravillosa y salvaje, y muchos de ellos trabajaron en la película; las tiendas que aparecen en la película son reales, al igual que todas sus pertenencias. Teníamos intérpretes para traducir, y yo a veces escuchaba la traducción de mis indicaciones en cuatro idiomas, inglés, francés, árabe y berebere”.
Alexandre Trauner fue el elegido para el diseño de arte, un especialista que había ganado un Oscar por la dirección de arte de Piso de soltero de Billy Wilder, y se había destacado por los decorados de películas como Tierra de faraones, Irma la Dulce, y más tarde lo haría en El otro señor Klein y Don Giovanni, ambas de Joseph Losey. A lo largo de la preparación de los sets de filmación, Trauner tuvo varios accidentes en las rutas de montaña. “Todos los accidentes fueron con el mismo conductor marroquí, que conducía como un demonio, pero Alex siempre estaba instándolo a que fuera más rápido -recordaba Huston-. Cuando intentamos despedir al chofer, Trauner se puso loco. Nada lo asustaba”. Nada salvo el vestuarista, John Wilson Apperson, que era un profesional correcto pero con modos bastante rústicos. “John era el jefe del departamento de vestuario y estaba enemistado con todo el mundo. Todo lo hacía él, compraba las telas para los vestidos, teñía a mano cada metro, y los trajes se cortaban y cosían bajo su supervisión. Vestía diariamente a 2.000 extras y tenía siempre la ropa lavada y lista para el día siguiente. Era un trabajador incansable, pero su actitud era de caprichosa propiedad sobre la ropa y cualquiera que entrara en el vestuario era un intruso”, explicaba Huston.
Los altercados entre Trauner y Apperson derivaron en una pelea a los golpes que terminó con un ojo hinchado para el pobre escenógrafo, quien volvió a animarse a las rutas más peligrosas pero ya no en los camarines de prueba de vestuario.
Los mejores de la fiesta
Las conversaciones entre el productor Foreman y los actores Sean Connery y Michael Caine databan de comienzos de 1973 y finalmente la película demoró su rodaje dos años, hasta principios de 1975. Los dos actores británicos mantuvieron su palabra y dieron a sus personajes un encanto que no asomaba en la letra de Kipling.
Connery interpretaba a Daniel Dravot, un aventurero imperial con aires de pícaro, hijo de una camarera y de simpatía masónica, que terminaría siendo rey en esa distante región. Caine encarnaba a Peachy Carneghan, quejoso de la burocracia del Imperio, afecto a los hurtos civilizados, masón como su compañero de andanzas y degustador del buen whisky. Eran dos prototipos perfectos de la tradición de aventuras decimonónicas, filtrada por la astucia y la ironía de Huston que deslizaban una mirada crítica y lúdica sobre el colonialismo de antaño. La condición de estafadores y contrabandistas maridaba con la de hombres civilizados, ejemplares únicos de la cultura militar británica. Cuando entrenaban a un grupo de pobladores de Kafiristán para la guerra, Daniel les aconsejaba: “Un buen soldado no piensa, solo ejecuta órdenes. ¿O creen que si pensara moriría por la reina y por la patria?”.
Si bien la estructura de la película es fiel al texto de Kipling -un periodista, aquí bautizado como Kipling e interpretado por Christopher Plummer, entrevista a un hombre que le cuenta la aventura que vivió con un amigo en los lejanos pueblos de Kafiristán-, la adaptación de Huston ofrece una mirada distanciada sobre el rol de la cultura británica en las colonias del viejo imperio, algo que no está presente en el texto de Kipling. Allí el director y su coguionista despliegan una conciencia contemporánea -de esos años 70, posteriores a todos los procesos de descolonización- que mira con cinismo ese intento de los aventureros de regresar a los tiempos de esplendor de la conquista, anteriores al desgaste traído por la burocracia colonial. El trabajo en la confección de esa mirada se debe al tono presente en el guion, pero también a la interpretación de los dos actores, de la que Huston siempre se sintió orgulloso. “Trabajar con ellos no podría haber sido mejor, muchas de las escenas eran solo entre ellos dos, y las ensayaban juntos por la noche. Lo único que me quedaba a mí era decidir cómo filmarla mejor, registrando aquella escena de vodevil, coordenada y perfectamente cronometrada”.
Para el personaje de Roxanne, una chica del lugar con la que se casa Daniel cuando es coronado rey, Huston decidió incorporar a Shakira Caine, la esposa hindú de Michael Caine. Los aventureros habían llegado a esa tierra sin leyes ni Estado y el nuevo rey coronado se erigía en monarca y administrador de recursos, impartidor de justicia, y protector de esa comunidad pionera. El proyecto inicial de Daniel y Peachy, que consistía en saquear los tesoros y retornar a Europa con ellos, se convertía lentamente en el gusto por el ejercicio del poder, que requiere la estadía en la región, pero también la integración. De allí la importancia del casamiento y de la figura de Roxanne.
“La mujer de Michael se ajustaba perfectamente al tipo que representaba Roxanne, pero lo cierto es que no sabía actuar. Ella me lo aseguró de entrada: no tenía ninguna habilidad dramática. Pero no fue un problema para mí, salvo en la última escena en la que debía simular miedo y no podía hacerlo. Entonces le dije que ponga los ojos en blanco y se desmorone, como fuera de control. Eso sirvió maravillosamente”, recordaba Huston.
El último traspié en lo que se refiere a las esposas de los actores llegaría con un malentendido entre Micheline Roquebrune, la esposa de Sean Connery, el productor John Foreman y el rey de Marruecos. Foreman era el encargado de todos los asuntos de producción y cada vez que llegaba un rollo de película virgen a Marruecos, él debía negociar su salida de la aduana evitando que los funcionarios abrieran las latas y echaran a perder el material. Como Micheline era francesa de origen marroquí, ella gestionó una audiencia con el rey para atender los problemas aduaneros. Además, consiguió que el joyero del rey acompañara a Foreman a la ciudad de Rabat para presentarlo al monarca.
“Era un largo camino hasta Rabat -destacaba Huston-, unos 600 kilómetros en los que John conversó con el joyero y le preguntó la posibilidad de fabricar tres medallones de oro como obsequios para Connery, Caine y para mí. El joyero asintió. Al llegar al palacio en Rabat, John estrechó manos y manos de funcionarios hasta que lo presentaron ante el rey que lo saludó con un ‘Bienvenido a Marruecos’ y se retiró del recinto. Eso fue todo. No consiguió ayuda del mandatario, perdió días de viaje y -como frutilla del postre- el joyero envió una factura por los medallones de oro de… ¡15 mil dólares! Según afirmó el joyero, el oro era un regalo del rey, pero el precio era por su trabajo. Foreman explotó a los gritos y dijo que no pagaría un centavo. Entonces la pobre Micheline quedó envuelta en la disputa, ya que era quien le había presentado al joyero”. El mal trago pasó y finalmente las relaciones en el elenco se estabilizaron.
Cuando el rodaje concluyó, ya en instancia de montaje, Huston convocó al músico francés Maurice Jarre para que compusiera la partitura sonora de la película, luego interpretada por músicos clásicos indios junto a una orquesta sinfónica europea. Una canción clave, que figura dentro de la trama de la película, es fruto de la fusión de la música de la canción irlandesa “The Minstrel Boy” y la letra de “El hijo de Dios va a la guerra” de Reginald Heber. Esta canción se escucha en momentos clave de la banda sonora, en particular cuando la canta Daniel mientras lo están ejecutando y cae hacia su muerte. La interpretación de “The Minstrel Boy” estuvo a cargo de William Lang, ex miembro de la Black Dyke Band y de la Orquesta Sinfónica de Londres. Huston quedó muy conforme con el trabajo y en acuerdo con Foreman estrenaron la película en el Festival de Teherán el 25 de noviembre de 1975. La película recibió cuatro nominaciones a los premios Oscar, entre ellas al mejor guion adaptado para Huston y Gladys Hill.
El hombre que sería rey es hoy considerada como la despedida de John Huston del cine clásico, la última epopeya de su larga carrera y la mejor aventura desde La reina africana, filmada a comienzos de los años 50. Aún con lo espinoso que suponía evocar a Kipling en aquellos años, el director conservó una mirada fiel pero ajustada al presente sobre la literatura del escritor nacido en Bombay en el siglo XIX, su retrato de las tensiones entre el imperio británico y sus colonias, el anhelo de poder y la ambición de conquista. La travesía hacia ese tiempo y esa historia adquirió presencia en el cine como nunca hasta el momento, con un esplendor absoluto de los exteriores, un talento y carisma excepcional de sus estrellas, y el coraje de un director acostumbrado siempre a los riesgos. “La película se dirige firme hacia adelante, sin miedos -culminaba en la escritura de sus memorias-. Se zambulle decidida hacia el corazón de la catarata”. Así lo haría él una vez más. Decidido hacia lo que el destino le tenía reservado.