Durante más de 15 años, Tomás Colsa McGregor fue mucho más que un simple doctor en gemología o un proveedor de joyería fina: fue confidente, cómplice indirecto y operador silencioso de una maquinaria criminal que involucraba a los más temidos capos del narcotráfico y a figuras clave del poder criminal mexicano entre 1982 a 1997. Su historia no es la del criminal típico. No portaba armas o movía cargas monumentales de narcóticos, pero se movía con libertad entre líderes de cárteles, jefes policiacos y generales. Su mayor posesión era su agenda, repleta de nombres que harían temblar la seguridad y la justicia de cualquier gobierno.
Lo conocían como el joyero del “Señor de los Cielos», pero su catálogo incluía más que relojes Piaget y anillos de 19 quilates: traficaba favores, intercambiaba amistades y tejía alianzas entre capos, comandantes, generales y funcionarios que alguna vez juraron servir al Estado. Tan solo en una pequeña libreta figuraban nombres que solo se pronunciaban en voz baja en esos entonces: Amado Carrillo Fuentes, Rafael Aguilar Guajardo, Joaquín Guzmán Loera, Pedro Lupercio Serratos, Gabino Uzueta Zamora.
Y si el poder criminal tenía una contracara en México en sus autoridades de justicia, también lo conocía: el general Jesús Gutiérrez Rebollo, el comandante Guillermo González Calderoni, abogados de la Procuraduría General de la República (PGR) y la entonces Dirección Federal de Seguridad (DFS), los operadores financieros del narco, o los pilotos que no volaban sin póliza de impunidad.
Los primeros capos medianos que conoció
No llegó ahí por accidente. Fue el propio Uzueta Zamora, alias “Pico Chulo”, quien lo introdujo al laberinto criminal: primero como proveedor de joyas, luego como hombre de confianza y, más tarde, como su compadre. McGregor observaba con discreción cómo se cruzaban cargamentos, sobornos y pactos bajo la fachada del lujo. Estuvo presente —o cerca— cuando los Turbo Commander aterrizaban con toneladas de cocaína y salían como si llevaran fruta.
Cada acuerdo implicaba sumas de entre 100 mil y 500 mil dólares. Todo dependía del volumen de droga y la dificultad del operativo. Las rutas incluían pistas clandestinas en Quintana Roo y zonas de descarga en Zacatecas, Chihuahua y Ciudad Juárez.
Por ejemplo, McGregor relata que Ramiro Mireles Félix realizaba aterrizajes de aeronaves en Cancún, Quintana Roo, con el respaldo del jefe de la plaza de la Policía Judicial Federal, el comandante Adolfo Mondragón Aguirre. Según su testimonio, Mondragón era el encargado de transportar la cocaína por aire hasta Zacatecas. Mientras, en Cancún, las aeronaves provenientes de la isla de San Andrés, Colombia, únicamente hacían escala para recargar combustible.
En una operación, incluso, un avión oficial de la PGR escoltó a otro donde viajaba Carrillo Fuentes. La “mercancía” fue descargada, reetiquetada, y puesta en un tráiler refrigerado mientras él tomaba café, a unos metros, anotando mentalmente los millones en juego.
La muerte de “Pico Chulo” y bajo el mando de Lupercio Serratos
Tras la muerte de su compadre Gabino Uzueta en 1986 durante un enfrentamiento con el Ejército Mexicano en Mazatlán, Sinaloa, el control de las operaciones pasó a manos de su cuñado Pedro Lupercio Serratos. Este último asumió el dominio de las plazas de Jalisco y Chihuahua, desde donde coordinaba el traslado de grandes cargamentos de cocaína provenientes de Colombia. En ese periodo, Chihuahua estaba bajo la influencia de Amado Carrillo Fuentes y Rafael Aguilar Guajardo. McGregor entabló una relación cercana con Lupercio Serratos, quien se convirtió en uno de sus clientes habituales en el negocio de la joyería.
Durante casi 10 años, la cercanía con el cuñado de su compadre lo llevó a conocer las enemistades entre Luperto, Carrillo Fuentes y uno de los amigos de Amado Carrillo: Rafael Aguilar Guajardo. Lupercio Serratos y Aguilar Guajardo limaron sus diferencias y se hicieron amigos, incluso compadres a fines de 1991.
Al convivio en el que éste bautizó a la primogénita de Lupercio, llegaron Amado Carrillo Fuentes, quien ya se encontraba libre, acompañado por el comandante de la Policía Judicial Federal, José Luis Patiño Esquivel, encargado de la plaza de Ciudad Juárez, y su hermano Víctor Patiño, junto con Javier Gómez, jefes de la escolta de seguridad Carrillo Fuentes. Los invitados tan esperados llegaron con 40 gatilleros que portaban armas largas y cortas.
Su encierro en Puente Grande y el cargamento millonario de joyas finas que agradó a Carrillo Fuentes
Las reglas eran claras: el que protege, cobra. El que paga, exige. Y McGregor operaba como garante de esas transacciones invisibles. No disparaba, pero decidía a quién se le pagaba, cuánto, y con qué cara debía entregarse el maletín. Sobornos de medio millón de dólares eran rutina. A veces los pagos se hacían en piedra: relojes de zafiros, collares Cartier, diamantes con rutas propias.
En alguna ocasión, McGregor viajó a Nueva York en 1992 con el propósito de adquirir joyería fina a consignación; es decir, sin pagar por adelantado, con la intención de revenderla a integrantes del narcotráfico. Estas piezas las introducía de manera ilegal a México al utilizar tanto rutas aéreas como terrestres que cruzaban por El Paso, Texas.
Días después de su travesía en el estado norte de EE. UU., acordó reunirse con su compadre “Pico Chulo” en Ciudad Juárez. Una vez allí, se dirigió a la residencia de Pedro Lupercio, ubicada en la colonia Campestre. En el lugar ya se encontraba Amado Carrillo Fuentes y con quien también conversaron sobre el reciente viaje y las joyas adquiridas.
Durante la reunión, McGregor le mostró a Carrillo un conjunto de alhajas valuado en tres millones de dólares, el cual este último compró en efectivo. Entre las piezas destacaba un diamante tipo marquis baguette de 19 quilates ―desmontable y adaptable como colgante, anillo o esclava― con un valor estimado de un millón de dólares. Además de un reloj Piaget Emperador con incrustaciones de 46 quilates, valuado en 245 mil dólares. También le vendió a su compadre joyas por un millón de dólares, las cuales fueron pagadas en efectivo. Y a Aguilar Guajardo otro lote por el mismo monto.
El sistema lo aceptó durante un tiempo hasta que dejó de hacerlo. En 1988, fue arrestado por quien había sido su amigo, el comandante Guillermo González Calderoni. Diez meses en Puente Grande bastaron para comprender que los muros eran porosos: ahí dentro reforzó relaciones, afiló su instinto, y salió absuelto, con un préstamo de cien mil dólares de Aguilar Guajardo para reabrir su joyería. Porque si algo sabían sus clientes, era que Tomás tenía boca cerrada, gusto fino, y contactos imposibles.
Eso, hasta que hablar se volvió inevitable.
Los últimos años, la fractura final con el Cártel de Juárez y su conversión a testigo de la PGR
Tras sobrevivir a un atentado que casi lo borra del mapa tras una disputa financiera con Lupercio a mediados de los noventa, McGregor, herido en la confianza, supo que el silencio ya no bastaba. Carrillo y Aguilar intervinieron para pacificar el asunto, incluso lo invitaron a la boda de Martha Carrillo Fuentes. Pero el equilibrio estaba roto. Las viejas amistades se resquebrajaban. El joyero ya no solo vendía piedras: cargaba verdades.
Su transición a testigo protegido no fue un acto de redención, sino una movida estratégica. El expediente 101/2007 documenta sus confesiones ―que no eran simples declaraciones― sino autopsias de un país tomado por el narco. Reveló cómo la Policía Judicial Federal simuló operativos, cómo los cargamentos se pactaban con cuotas del 40% para el cártel mexicano, o cómo generales, abogados y empresarios “blanqueaban” la cocaína con sellos oficiales.
La protección y el contubernio con autoridades del Estado mexicano
De acuerdo con el testimonial de Tomás Colsa, rendida ante el Ministerio Público, entre los comandantes que brindaban protección a cambio de dinero a “El Señor de los Cielos” figuran: Chao López, Heriberto Garza, Adrián Carrera Fuentes, Víctor Patiño Esquivel, José Luis Patiño Esquivel, Guillermo González Calderoni, Javier Gómez, José Antonio García Torres, Miguel Silva Caballero, entre otros.
Todos contaban con la protección de integrantes del Ejército Mexicano, entre ellos el general Óscar Sánchez Suazo y el teniente coronel Javier Pérez Patiño. McGregor tuvo trato directo con ambos durante una celebración realizada en el rancho Santa Anita, en Jalisco, con motivo del cumpleaños de Guadalupe Quintero Payán, hermana de Juan José Quintero Payán, apodado como “Don Juanjo” y el segundo hombre más importante del Cártel de Juárez.
Las consecuencias de estos dichos fueron múltiples: se reabrieron investigaciones, se documentaron vínculos entre el narco y el Ejército. Pero, ante todo, se demostró que el crimen organizado no era ―ni es actualmente― externo al Estado, sino parte de su columna vertebral.