Algunos intelectuales de mala muerte han procurado alzarse con algunas horas de notoriedad golpeando sobre la personalidad política y mundana de Mario Vargas Llosa cuando todavía la familia velaba el cadáver en la intimidad limeña.
Malgastaron el apuro. Llegaron tarde y de forma deslucida ante el impresionante aluvión de reconocimientos mundiales al autor de una de las obras literarias verdaderamente memorables de nuestra lengua: una veintena de novelas, y entre ellas, páginas inolvidables como las de La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral, La Casa Verde, La guerra del fin del mundo y La fiesta del Chivo; diez obras teatrales, una decena de ensayos, y columnas periodísticas tan antológicas como las que pudo haber escrito su inmediato antecesor latinoamericano en obtener el Premio Nobel, Octavio Paz. Lo saben bien los lectores de este diario del último medio siglo.
A la hora de la muerte del gran escritor que por muchos años escribió en LA NACION revive el asombro vergonzoso que comentamos en nuestra columna editorial de ayer, ocurrido en 2011 cuando el entonces director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, y otros, se dirigieron con un mensaje de contrariedad inaudita a las autoridades de la Feria del Libro por haber invitado a Vargas Llosa a hablar en el acto inaugural de la muestra. González era por entonces el portavoz de Carta Abierta, organización de gente vinculada con la cultura que se había sentido curiosamente atraída por los gobiernos kirchneristas y sus figuras dominantes; entre ellas, algunas hoy procesadas por haber confundido democracia con cleptocracia.
El lenguaje enrevesado fue de una de las claves más llamativas en círculos literarios de la mentada Carta Abierta, pero en el caso concerniente a Vargas Llosa, el mensaje se entendió sin las torpes veladuras habituales de lenguaje sobre adónde querían en realidad llegar aquellos: a fulminar, con su alegato político la presencia del laureado escritor en una feria tan representativa en el mundo de la jerarquía de nuestras letras y artes. Hasta la entonces presidenta Cristina Kirchner, nada menos, habría advertido que se les había ido la mano a los firmantes.
El caso sirvió, con todo, para testimoniar una vez más la distancia abismal que desde 1971 Vargas Llosa adoptaba de manera creciente con la izquierda continental más radicalizada. Ese cambio se había formalizado a raíz del enjuiciamiento y la cárcel que Fidel Castro había ordenado contra el escritor cubano Herbert Padilla. Las aguas, en rigor, venían desde antes preparadas para bajar de un modo diferente a cómo Vargas Llosa había navegado en la mocedad como miembro en Perú de la cédula del Partido Comunista conocida como “Cahide”, en memoria de un guerrero incaico. Al vaso lo había desbordado la invasión de 1968 de Checoslavaquia por la Unión Soviética, y la brutalidad de la represión a los patriotas.
Después de romper con el comunismo y el estructuralismo, Vargas Llosa se aproximó a la socialdemocracia y recaló, por fin, en el liberalismo. Era inevitable su choque con los voceros de todas las formas posibles del populismo y que endureciera el pensamiento que maduraba sobre la fuerza política que por más tiempo ha gobernado en la Argentina desde 1946.
“Es muy difícil –dijo– entender el romanticismo que hay en la Argentina con el peronismo, que ha sido fuente de todos sus males”. Esto le granjeó enemigos irreconciliables y azuzó las críticas de los izquierdistas que han medrado, con pereza afín a los de la desaparecida Carta Abierta, en el peronismo como el moho suele hacerlo al buscar amparo en el muro, sin darle nada valioso a cambio. ¿Estaba, acaso, tan desacertado Vargas Llosa en la ácida definición sobre la ameba política que responde en cualquiera de sus variables formatos al nombre de peronismo?
José María Aznar, antiguo jefe del Partido Popular, y Felipe González, el socialista que introdujo de verdad a España en Europa, estuvieron en la fiesta de los ochenta años de quien había sido en 1990 candidato presidencial –candidato vencido en segunda vuelta por Fujimori–, en Perú. Si Vargas Llosa apoyó a Jair Bolsonaro, como le imputan aun sus más acervos críticos, fue por el hartazgo, cómo no, de ese progresismo que ha llevado a muchas sociedades contemporáneas –en Europa, en los Estados Unidos, en la Argentina– a desentenderse más de la cuenta de la prudencia y la tolerancia rigurosamente liberales y privilegiar, por sobre todo, una contraofensiva eficaz en oposición a quienes han procurado aplastar, en nombre de abstracciones inaceptables, valores y principios de sólido asentamiento en la civilización occidental.
Sí, en la Argentina Vargas Llosa apoyó la candidatura presidencial de Javier Milei junto con Mauricio Macri y otros expresidentes: Vicente Fox (México), Iván Duque (Colombia) y Sebastián Piñera (Chile). ¿Hubiera sido mejor la compañía de Alberto Fernández-Cristina Kirchner, Daniel Ortega o Nicolás Maduro? Los escritores y críticos literarios que han sepultado en la Argentina nombres como el de Eduardo Mallea por considerarlo elitista, aristocrático o ajeno a compromisos populares, como si no fuera un compromiso superior con la humanidad dotarla de hallazgos de belleza sublime en las letras o las artes, harían bien en replantearse otro tipo de cuestiones.
¿Estuvo John Updike tan equivocado cuando en un célebre artículo publicado en The New Yorker escribió que Vargas Llosa había reemplazado a Gabriel García Márquez como el novelista sudamericano con el que los lectores norteamericanos debían ponerse al día? Ambos fueron, sin duda, notables escritores, distinguidos con el Premio Nobel de Literatura, pero algo que los diferenciaba como hombres públicos fue que la notoriedad colombiana nunca se atrevió a quebrantar su amistad con Fidel Castro, el dictador que llevó a Cuba a perder la libertad desde el primer día de 1959 en que llegó al poder y a la misérrima situación incomprensible para el mundo al cabo de 66 años.
En cuanto a lo esencial de sus vidas, demostraron por igual, como decía el escritor que acaba de morir, que la buena literatura depende, más que de la inspiración, de la transpiración en la ardua, incesante e infatigable tarea intelectual.