El locutor gardeleano que creó hitos de la TV con la idea de casarse y besarse más

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Buenos Aires, diciembre de 1981. El programa matinal que conduce Roberto Galán en Radio Splendid acaba de ser levantado por razones no muy claras, acaso por sugerencia de la dictadura. Tan solo diez meses atrás, en lo que parecía ser el tímido comienzo de un deshielo, Galán, de 64 años, había regresado a los medios, pero finalmente su nueva aventura ha durado poco. Golpeado –a su tristeza por la noticia se suma el descenso de su adorado San Lorenzo–, Galán se sienta a conversar con Oberdán Rocamora de Clarín, seudónimo que utiliza el escritor Jorge Asís, best seller de esa primavera, para traficar literatura a diario.

Atildado y locuaz, Galán, que hace más de seis años que no hace televisión, repasa su trepidante vida. Hace diez temporadas rompió los techos del rating televisivo con dos programas que fueron un boom: Si lo sabe cante y Yo me quiero casar, ¿y usted? No hace falta aclarar que los de ahora son tiempos oscuros, pero Galán, un entusiasta genético, un self made man que vivió en París y en Río, que vendió calzoncillos por las calles y publicidad por los despachos, que fue amigo íntimo de Perón y de Lucas Demare, entre tantos otros, no pierde la chispa del ingenio.

“Si pongo de nuevo Si lo sabe, cante, arraso”, asegura, convencido. “Hay dos razones muy lícitas para que la gente quiera cantar: porque sí, por alegría, o para olvidar las penas. No sé si te diste cuenta que desde que se levantó el programa muchos dejaron de cantar y se pusieron a armar bombas. Mirá, si pongo de nuevo Si lo sabe, cante, le salvo la vida a Viola”, arriesga.

Tan solo tres días después, aunque seguramente nada haya tenido que ver el silenciado Galán para esto, el gobierno de Viola llegaba a su fin y era reemplazado por Galtieri. Galán, de cuya muerte se cumplen hoy 25 años, retomaría su programa recién en democracia.

Roberto Galán con su troupe de secretarias

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Esta historia empieza mucho antes.

Se inicia con un chico criado por las tías, porque el padre nunca estuvo y la madre muere cuando él tiene cuatro años. Ya adolescente, mientras termina el secundario en el Nacional de Avellaneda, el muchacho tiene una revelación. Descubre que a su pinta y simpatía innatas les puede sumar el don de la comunicación, un generoso caudal verbal encapsulado en una voz que parece haber nacido para ser escuchada.

Para mayor impacto, se deja el bigote, que está de moda, pero que en él subraya una sonrisa de estampa gardeleana. Hay porvenir en esa voz: tanto que con solo 17 años, a través de contactos urdidos entre las sombras de la noche –precozmente, frecuenta el cabaret Marabú, en la calle Maipú–, comienza a trabajar en Radio Porteña. Robertito está en su elemento: no pareciera haber nombres más adecuados para él; su apellido, Galán; su radio, porteña. Todo parece encajar.

Montado a su rubia simpatía, comienza a crecer. Colabora primero en Radio Belgrano y luego en El Mundo. Cuando cumple 20, ingresa en la líder Radio Belgrano, pero su ambición y su seguridad son tales que un par de meses más tarde Jaime Yankelevich, el director, lo nombra jefe de locutores.

Pasan los días, las semanas, los meses, Roberto ya es alguien, ya frecuenta gente conocida, ya es amigo de tangueros, de algunos actores. Gracias a ellos, conoce a la actriz Olga Zubarry, una rubia hermosa doce años menor, que sucumbe ante los encantos del locutor gardeleano, que además canta, y no lo hace nada mal. Una vez sosegados sus anhelos de conquista, Roberto vuelca su libido en la locución, oficio que aspira a hacer crecer colectivamente: quiere que adquiera categoría gremial.

Ya es 1943, los tiempos están cambiando. Con un grupo de colegas, entre los que se destaca Jorge Cacho Fontana, funda la Sociedad Argentina de Locutores. En la entretela del poder empieza a emerger el nombre de un coronel, un tal Juan Domingo Perón. A través de contactos, los integrantes del flamante colectivo piden audiencia con él. Quieren sindicalizarse. Perón los recibe, los escucha, les dice que los va a ayudar, les desea suerte.

A los pocos meses, en enero de 1944, el destino vuelve a hacerle un guiño. La Secretaría de Trabajo al mando de Perón organiza un festival en el Luna Park con el fin de recaudar fondos para auxiliar a las víctimas del terremoto de San Juan. Galán es el presentador del evento. Atento a todo, desde el escenario observa que al lado de Perón ha quedado una butaca vacía. Acaso impulsado por un gen de celestino que no sabe que posee, Galán se acerca y le indica a una joven compañera de trabajo que se siente ahí, que lo haga rápido. La chica, de 24 años y oriunda de Los Toldos, le hace caso, se acerca, se sienta, disimula. Se llama Eva Duarte y de inmediato empieza a hablar con el distinguido coronel. En ese microinstante se macera otro tipo de terremoto.

1998. Roberto Galán en

Pasa el tiempo, pero aquí el porvenir se tuerce. Perón llega al poder pero, pasada la euforia, Roberto da un mal paso. Mal asesorados, él y sus compañeros declaran una huelga de radiodifusores que termina de la peor manera: los echan a todos. En pleno gobierno popular, Roberto se queda en la calle. Para entonces, ya no está en pareja con Zubarry sino de novio con otra Olga, Gutiérrez, una cantante de folclore santiagueña once años menor, también rubia, también bonita. Olga es ambiciosa, le va bien y a través de su representante consigue actuar en algunas capitales latinoamericanas. Pero Olga piensa en grande, piensa en París. ¿Y si se van con Roberto, que está desocupado?

Galán llega al París de los tempranos 50 y, como carraspea algo de francés, traza un plan: el cine nacional atraviesa un gran momento y él aspira a distribuir películas allí. Lo consigue. En el medio, viaja al Festival de Bruselas, donde conoce a Rita Hayworth y presenta el film El ángel desnudo que, según algunos registros, es la primera película argentina en ser exhibida en un festival internacional. Es 1946. En tanto lee, lee mucho: toda la obra de Güiraldes, de Jauretche, a quien conoció, de Quiroga. Extraña, pero mitiga la distancia escuchando a Gardel y a Duke Ellington.

Y aquí empieza la leyenda, porque cuando deja París se convierte en una especie de peregrino que, sin perder nunca la elegancia -el traje impecable, el cigarrillo Particulares encendido, la voz ligeramente metálica y engolada-, empieza a hacer de todo para sobrevivir. Olga va y viene, gracias a su oficio de cantora. Pero Roberto hace de todo. Recala en Río de Janeiro, donde vende terrenos, bananas, calzoncillos. Ahorra algo de plata y con ayuda de su pareja abre una boite a la que llama Acapulco. Es una especie de café concert donde cada noche él es el animador y donde canta boleros en castellano y en francés. Pero se funde.

“Me acuerdo que salvé unos mangos vendiendo el equipo de refrigeración”, recordará años más tarde. Como a la Argentina no puede volver, apunta un poco más al norte: Venezuela. A Olga la contrata una marca de cerveza para actuar allí. Roberto la acompaña, aunque no tiene un mango: llega con cinco bolivarianos en el bolsillo. Como es un profesional de la palabra, como la seducción forma parte de su menú existencial, se pone a vender publicidad para una revista y arrasa: se convierte en el que más factura. Enseguida se da cuenta de que el negocio está por ahí y abre una agencia de publicidad. Empieza a recaudar, tanto que insiste con un nuevo local: abre otro Night Club, “Robert Cabaret”, para el que contrata algunas bailarinas argentinas.

Ya es noviembre de 1955, tuvo lugar la Revolución Libertadora y el derrocado Perón está de paso por Caracas. Galán se entera que el general se aloja en el hotel Tamanaco y se acerca. Cuando llega, ve que Perón está en el lobby, charlando con un pequeño grupo de gente. Se acerca, Perón lo ve y con un gesto lo invita a unirse. Comienzan a hablar, se prende una chispa. Perón está de paso rumbo a su exilio en Panamá.

Ocho meses más tarde, en agosto de 1956, el líder regresa a Venezuela, esta vez para instalarse en la capital. Galán vuelve a aproximarse a él. El expresidente lo invita primero a caminar y luego a cenar, le dice que vaya con Olga. No está solo: en Panamá conoció a Estela Martínez, bailarina. En la primera cena hay crush: Olga e Isabel se hacen amigas. A partir de entonces, las parejas se encuentran a menudo, a comer y charlar. Al poco tiempo, Perón sufre un atentado, que le da pauta que debe escapar. Galán lo ayuda: acude a la embajada de República Dominicana en Caracas para pedir asilo para él en ese país. Lo consigue y Perón se va, dejando sus perros caniches.

Unas semanas más tarde, Galán viaja con los perros y sus pertenencias: se instalan con Olga en el mismo hotel que Perón, el Jaragua, un cinco estrellas con vista al Caribe. La pareja pasa a integrar el círculo más íntimo del expresidente y Galán, que se sorprende de la cantidad de personajes absurdos que orbitan alrededor del líder, lleva adelante algunas gestiones delicadas. Años más tarde, documentos desclasificados citados en el libro López Rega, el peronismo y la Triple A (Marcelo Larraquy, Sudamericana) revelarán que el locutor fue el encargado de pedir, sin éxito, asilo político para Perón tanto en los Estados Unidos como en España.

A fines de 1958, después de 12 años de girar por el mundo, Galán vuelve a radicarse en Buenos Aires. Con Arturo Frondizi en la presidencia, sabe que puede volver a los medios. Tiene con qué: a su carisma y locuacidad le ha agregado un invalorable soplo cosmopolita. Vuelve a tener aire, esta vez en Radio Libertad, y de inmediato empieza a hacer apariciones –trabajos esporádicos– en un medio que comienza a ser masivo y que parece venir del futuro: la televisión. Conduce un ciclo semanal sobre cine en Canal 13 y arranca un programa de media hora llamado Remates en TV, donde se subastan productos para la audiencia.

Astuto, intuitivo, Galán se da cuenta de que el poder de la TV tiene los límites del cielo. Es 1963 y le ofrece al 13 que el programa de remates también tenga números musicales. El canal de Constitución rechaza la idea, pero el 9 la acepta. Arranca y al ciclo se dispara, tanto que pasa de media hora a dos horas y media, todos los mediodías. Es el germen de una idea todavía más audaz: un concurso de canciones interpretadas por invitados seleccionados del público. Galán está convencido de que con eso rompe todo. Nace Si lo sabe, cante, emitido por Canal 7. Enseguida es un boom: 30 puntos de rating y una puesta innovadora: Galán es secundado por un colorido puñado de secretarias, todas ellas jóvenes y bonitas que bailan, sonríen y mueven sus caderas ceñidas en apasionantes minifaldas. Esa temporada, 1969, termina bien arriba: Galán es elegido como uno de los personajes del año por la revista Gente, y aparece en su tapa junto a Alberto Olmedo, Rogelio Polesello, Liliana Caldini, Alfredo Di Stéfano, Donald, Manuel Puig y Nélida Lobato, entre otros.

En 1972, Roberto Galán transmitió en vivo el casamiento de una pareja con enanismo: la emisión alcanzó 65 puntos, como la final de un Mundial

En tanto, su vida personal vuelve a dar otro vuelco. Olga quedó en el pasado y en Buenos Aires Roberto frecuenta la noche. En una de esas salidas, recala en Aquelarre, un pequeño espacio cultural sobre la calle Juncal, para ver una obra de teatro. A Galán le gusta una de las actrices, Teresa Anchorena Palacios (homónima de Teresita, la gestora cultural fallecida en agosto último), que actúa junto a dos mellizas llamativas, las hermanas Pons. El flechazo es instantáneo, pero no viene solo: descendiente de una familia patricia, Teresa se acaba de separar y tiene cinco hijos. Pero Roberto es audaz, Roberto no se amedrenta.

Siempre quiso tener hijos, y de repente tiene cinco. Con los dos mayores, Fernando y Luis, establece un vínculo estrecho, pronto trabajarán con él. Muchos años después, Fernando será diputado nacional y su hijo, Pablo Maurette, ya en otro siglo, ganará el premio Herralde de Literatura. Pero para eso falta mucho.

Roberto es generoso, el programa es un éxito y el mundo de Teresa, por más que esté super poblado, lo seduce. Los Anchorena viven en la casa más grande de una zona acomodada de Capital, en Castex y Coronel Díaz. Antes de conocer a Roberto, antes incluso de tener hijos, Teresa, un aire a Vanessa Redgrave, fue una bon vivant, pasó largas temporadas en París, conoció a Errol Flynn.

Ahora, su ecosistema es peculiar y ecléctico. Los domingos, a la casa de Castex la visita un personaje extravagante que siempre lleva un sombrero y del cual Galán se hace íntimo. Se llama Benjamín Solari Parravicini, le dicen Pelón, es artista plástico y se destaca por hacer psicografías. Muchos años después, algunas de sus creaciones y conceptos –como el de “la hora del hombre gris”– serán tomadas por un grupo de jóvenes liberales autodenominados “Las fuerzas del cielo”.

Es 1971 y Roberto no detiene su galope. En el plano privado, apuesta fuerte: compra un piso en Callao y Las Heras y se muda con Teresa y los cinco chicos. En el terreno profesional, al éxito de Yo me quiero casar le suma dos programas semanales, uno de música ciudadana al que le pone Tangolerías. Y otro sobre su querido Buenos Aires, al que llama Domingos de mi ciudad. Ambos salen por Canal 11. También tiene un espacio en Radio Splendid, La campana loca, con Nelly Beltrán.

Tanta actividad no aplaca su apetito creativo. Como el suyo, el amor está en el aire, lo que le gatilla otra idea disruptiva, que se la acerca a Héctor Roberto García, propietario de Canal 11, un mariscal de los contenidos populares. Es un programa que celebra la pasión amorosa, que junta parejas, que propone en vivo que un trío de hombres y mujeres se elijan entre sí, saltando peldaños de la a veces resbaladiza escalera de la seducción.

Lo llama Yo me quiero casa, ¿y usted? Es un hit: se convierte en el más visto de la TV. Como tal, también concita críticas. Dicen que vulgariza la institución matrimonial, que la mercantiliza, que es un espacio cuya ética representa una apología de la instantaneidad amorosa. Es un tiempo confuso, es el tiempo de Lanusse, Perón sigue proscripto. Encima se descubre que una pareja hace fraude, que ya se conoce entre sí y, para peor, que tiene antecedentes penales. Es un microescándalo. Pero el programa sigue, el programa rompe todo, incluso barreras estéticas: Galán transmite en vivo el casamiento de una pareja de talla baja. La emisión alcanza un Everest de audiencia: 65 puntos, como la final de un Mundial.

Para entonces, Perón vuelve, es elegido presidente, pero todo a su alrededor –la política, su entorno, el futuro– se enturbia. Galán intenta acercarse al líder, pero se da cuenta de que su círculo íntimo, manejado por Isabel y José López Rega, no lo quiere. Se aleja. No vuelve a verlo más. No guarda rencores ni querellas.

Entonces, sí, llega la oscuridad. Y llega toda junta. Viene el golpe, Roberto se separa de Teresa, sus programas son levantados, el país, que venía cayendo, se rompe. Varios amigos se exilian. Galán cavila esa salida, pero él ya tuvo su destierro y cree que acá se puede acomodar, que su cercanía con Perón si bien le juega en contra para trabajar, no representa un peligro real. Militante del amor, vuelve a formar pareja, esta vez con otra cantante de tangos, María Inés “Galleta” Miguens, casi 30 años menor, quien le da una hija, Florencia. Galleta es divertida y fue la primera mujer en cantar en la orquesta de Osvaldo Pugliese.

Galán la adora, le dice “negrita querida”, asegura –lo confiesa en uno de los escasos reportajes que brinda en esa época, al diario Crónica, en octubre de 1979– que “es el amor de mi vida”. La familia se instala en una casona en Olivos y la pareja abre un nuevo café concert, esta vez en el subsuelo de la galería Larreta, en San Martín al 900. Ambos, Miguens cantando y Roberto animando, se presentan todas las noches.

La era de la censura se alarga, se hace eterna. Se produce un efímero regreso en Radio Splendid, que dura unos meses nomás y, tras Malvinas, finalmente, vuelve a salir el sol. Retorna la democracia y Galán regresa a la TV. A mediados de 1983 se reúne con las autoridades de Canal 11 para reanudar Si lo sabe, cante, todos los días, y para conducir los domingos Las locuras de Galán. Roberto no vuelve solo, sino que regresa con una pyme: como ambos programas se graban en tres días, los tiempos le permiten salir a la ruta con su troupe, presentándose con su ciclo fetiche en todo el país durante los fines de semana. Viajan todos, incluido Galán y los músicos, en micro de gira.

Pero no todo brilla como parece. La secretaría de Prensa del flamante gobierno de Raúl Alfonsín emprende una batalla contra los contenidos que considera inadecuados, que son los que tienen un corte netamente popular. Galán cae en la volteada. Un colega suyo, Sergio Velasco Ferrero, acuña una frase para la historia: “Se fue la patota sindical y llegó la patota cultural”. Aduciendo problemas presupuestarios, los ciclos de Galán son levantados. Lejos de amilanarse, traslada Si lo sabe a Canal 5 de Rosario, además de continuar con sus giras por el interior. Los inviernos pasan. Ya es 1987, y un viejo amigo suyo, Héctor Ricardo García, dueño del diario Crónica, compra Canal 2 y convoca a un racimo de figuras que no tienen aire, entre ellos Bernardo Neustadt, Lucho Avilés, Pinky y el inefable Galán, que llega con sus dos programas fetiche. Pero la competencia crece, la televisión está en las vidrieras: un año más tarde, Alejandro Romay, que acaba de adquirir Canal 9, contrata a Galán, lo que provoca que sus programas vuelvan al cielo del rating.

Es su prime: algunas frases suyas pasan a formar parte del acervo cultural, como “Se ha formado una pareja…” o “hay que besarse más”. Los ciclos se graban como si fueran un falso vivo, sin pauta, sin rutina, lo que los convierte en dispositivos dados a la espontaneidad. En ese caos organizado, la astucia de Galán hace el resto. Siempre con una sonrisa, algunos comentarios suyos viborean por el escote del bullying: “Qué hacemos con ese comedor? Mire que con esos dientes no va a hacer fácil esto, ¿eh?”, es capaz de lanzarle a un participante de Yo me quiero casar que llegaba con algún déficit dental.

En tanto, su vida privada vuelve a tomar una curva. Galán se separa de Inés Miguens, quien se va a vivir con su hija Florencia a Miami. Pero Roberto no pierde el tiempo: se pone de novio con Alicia Passeri, su productora y coordinadora general, que se convierte en una especie de escudero profesional suyo. Montado a la euforia de lo nuevo, se va a vivir con ella y su hija al country Highland, donde alquila una casa con jardín y pileta. El balbuceante gobierno de Alfonsín termina.

El peronismo vuelve al poder, pero con Carlos Menem, a pesar de las connotadas coincidencias que podrían abrigar ambos personajes, no se lleva bien. Aún así, regresa a ATC, donde conduce Cocinando con Galán, un programa en el que combina dos de sus grandes placeres: la comida y la música. Dura un par de temporadas. Retoma un libro de memorias que tiene pendiente, y cada tanto brinda algún reportaje en el que repasa su larga peripecia vital. En uno de los últimos, dado a Página/12, esboza una crítica a los nuevos modos de la TV: “Me asombra el mal gusto, la ordinariez, la desprolijidad. Casi todos los temas que se plantean en los talk shows me molestan. Yo me puedo adjudicar ser un creador en ese sentido porque cuando inventé el Yo me quiero casar les empecé a preguntar a hombres y mujeres que venían a verme a mí porque estaban tristes y vivían en soledad.”

También se defiende de las críticas, de aquellos que aducen que sus ciclos manipulan a la gente, que hacen demagogia, que capitalizan gratis el anhelo ajeno. “Nunca ha habido una familia que venga y diga «Usted presentó a mi papá que hizo el ridículo»”.

Para entonces, su cadencia particular, su curiosa forma de alargar las frases había adquirido categoría de clásico. Ya grande, asomándose al nuevo siglo, continúa vistiendo su emblemático traje azul con corbata roja, en homenaje a su amado San Lorenzo. Inclaudicable, trabaja casi hasta el final. En septiembre de 2000, una indisposición provoca que lo internen en la clínica Bazterrica. Lo acompaña Florencia, su hija, que lo recuerda así: “El siempre fue fiel a su esencia, a su honor y a su verdad, fue la mejor enseñanza que me dejó. Me demostró que se puede ser recto y que no hay excusas para no serlo”. Coqueto, se fue sin nunca confesar su edad. Finalmente, murió de cáncer el jueves 9 de noviembre del 2000. Tenía 83 años.

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