El aire sigue denso en Auschwitz, aun cuando ya pasaron 80 años del fin de la Segunda Guerra Mundial y los turistas atraviesan en silencio las salas del museo. Hay una vitrina, apenas más baja que la estatura de un niño de la década de 1940, que guarda la reliquia más inocente y perturbadora del campo: miles de pequeños zapatos infantiles. Uno, en particular, llamó la atención de los conservadores. De cuero marrón claro, la suela gastada en el borde derecho. Dentro, un papel doblado y amarillento que desafió el tiempo, oculto entre el forro y la plantilla, como un mensaje de un náufrago lanzado a la humanidad.
“Steinberg Amos, niño, número 5710, nacido el 26 de junio de 1938”.
Esas palabras, temblorosas y escuetas, escritas a lápiz, dibujaron un epicentro de conmoción en el archivo del Museo Auschwitz-Birkenau. El pequeño zapato era el vestigio de un anónimo entre los millones de víctimas y la última declaración de existencia de Amos Steinberg, un niño judío nacido en Praga, asesinado en el Holocausto, cuyo nombre revivió gracias a una casualidad arqueológica y a una valija que, en otro espacio y otro momento, también pronunció su apellido.
La historia de los Steinberg
Los Steinberg vivían en Praga. La vida familiar siguió el patrón impersonal y a la vez entrañable de miles de familias judías en Europa Central: la rutina, el idioma cuidadosamente heredado, la sensación de pertenencia a una ciudad luminosa incluso cuando se volvía oscura. Aliza Steinberg, la madre, era la protectora. Ludwig Steinberg, el padre, trabajaba cada día intuyendo, tras las persecuciones y prohibiciones crecientes, que el mundo se cerraba. Nació Amos en 1938, el año en que las fronteras comenzaron a temblar. Las botas del nazismo empezaban a recorrer Europa.
Años más tarde, la familia se vio obligada a abordar un tren que avanzaba entre gritos ahogados y vapor, hacia el gueto de Theresienstadt primero, para luego empujar a la madre y al hijo a Auschwitz.
Una pieza encontrada en el silencio
En 2022, Elżbieta Cajzer, jefa de las Colecciones del museo, fue alertada por una restauradora que examinaba unos zapatos infantiles recuperados tras la liberación del campo. “Cuando abrimos el forro, encontramos un documento diminuto. Al principio no pudimos descifrarlo”, recordó Cajzer.
Los conservadores desenrollaron el papel milimétricamente, como quien manipula una joya de otra era. El grafito apenas resistía, cada trazo parecía a punto de evaporarse. Por primera vez en más de ochenta años, emergía un mensaje: un nombre y un número que el régimen nazi creyó borrar para siempre.
“Steinberg Amos, niño, número 5710, nacido el 26 de junio de 1938”, rezaba el papel. La caligrafía sugería el pulso de una madre desesperada. Un intento por conservar la identidad de su hijo bajo la lógica brutal del exterminio.
—Imagina el terror. Uno no escribía el nombre de su hijo en una etiqueta sin razón —dijo Cajzer en una sala del museo, mientras mostraba el zapato, pequeño como un puño cerrado.
En la sala adyacente, una valija con un apellido pintado esperaba desde hacía años la pieza faltante.
Un apellido, dos reliquias
Varios años antes, en el vasto inventario de recuerdos rotos que es Auschwitz, los trabajadores del museo habían categorizado una pequeña valija. En uno de sus costados, escrito en letras blancas, podía leerse: STEINBERG, Ludwig, 9/11/1906, 5710, Praga VII, Valentinská 6/10.
La valija parecía irrelevante entre el mar de equipajes confiscados. El apellido Steinberg no es extraordinariamente frecuente pero tampoco es extraño en la Europa judía de la época. Nadie sospechó que aquel número, el 5710, cosido a la identidad de Ludwig Steinberg, volvería a aparecer, esta vez dentro de un zapato.
Fue el hallazgo en la suela lo que imantó las dos piezas como polos de un mismo duelo. El Museo Estatal Auschwitz-Birkenau comprobó los registros de transporte de los deportados desde Praga, confirmando que Amos, su madre Aliza y su padre Ludwig fueron deportados a Theresienstadt el 10 de agosto de 1942 y, un año después, a Auschwitz.
Los archivos encriptados por la indiferencia y el sistema se abrieron para los curadores. Descubrieron que el padre, Ludwig, fue separado de su esposa e hijo al llegar al campo. Sobrevivió. Aliza y Amos murieron en una de las cámaras de gas, sus cuerpos incinerados con millones de otros, su memoria reducida a un par de objetos.
Sin embargo, alguien —probablemente una madre— resistió con un acto doméstico y monumental: cosió un papel en la suela del zapato de su hijo. Un último esfuerzo por salvaguardar una vida y un apellido.
Las cifras de la infancia robada
Las estadísticas de Auschwitz perforan el lenguaje: se calcula que 232.000 niños y jóvenes menores de 18 años pasaron por el campo. Solo en el campo principal se confiscaron y almacenaron más de 8.000 pares de zapatos infantiles. Más del 90% de los niños fueron asesinados tras su llegada.
Sin embargo, un solo niño identificado detona toda la capacidad de horror. El zapato de Amos Steinberg importaría poco en el conteo frío de las víctimas, pero su hallazgo consagra una pregunta irrefutable: ¿Hasta dónde llega el deseo de una madre de salvar, aunque sea una palabra, del olvido?
—El testimonio anónimo es la regla en Auschwitz. Sólo en circunstancias extraordinarias logramos reconstruir una biografía —dijo Wojciech Płosa, director del Archivo del museo. Sostenía en la mano una copia ampliada del papel hallado. Su voz, contenida, explicaba lo que el tono no oculta: la emoción de ver, negro sobre blanco, un nombre donde sólo había estadísticas.
Luego añadió:
—Tenemos nombre y fecha de nacimiento. Eso nos basta para recuperar, aunque sea un instante, a esa familia.
La historia recuperada de Amos resonó, como una onda expandida, más allá de las salas silenciosas del museo. El registro hallado en el zapato no sólo permitió identificar plenamente al niño, sino vincularlo con la valija de su padre, en lo que se siente menos una restitución y más un reencuentro en el abismo.
En el museo, la restauradora Ewa Pustoła describió la labor de extraer el papel: “La estructura del zapato estaba frágil y húmeda, tuvimos que usar pinzas de precisión y herramientas mínimas. Cuando logramos ver letras, temblamos.”
Esa ansiedad, casi quirúrgica, transformó un objeto de museo en un agente inesperado de duelo.
El vocabulario del Holocausto: objetos y la lógica del despojo
En Auschwitz, cada objeto encontrado gana valor de testimonio. Las pertenencias personales se apilaban en montañas para ser recicladas, vendidas o reutilizadas. Sin embargo, el paso de las décadas transformó cada botón o cada carta codificada en un núcleo de significado.
La importancia del hallazgo reside tanto en la individualidad de Amos como en la representación de miles de niños exterminados. La curadora Cajzer lo repite en las entrevistas: “Ocultar su nombre y datos en el zapato es un acto de resistencia y amor”.
El nombre recobrado empieza a multiplicarse en documentos. El papel del zapato fue analizado con luz ultravioleta, técnicas de conservación y laboratorios especializados, para asegurar su pervivencia. Se exhibe ahora junto al zapato, separado de la valija de su padre solo por el cristal grueso del museo.
Diálogo de huérfanos y guardianes
En algún punto del recorrido del museo, la restauradora y un niño visitante cruzan miradas. El niño, de unos ocho años, mira el zapato menor que el suyo.
—¿Ese zapato es de un niño como yo? —pregunta.
La restauradora, con la voz baja, responde:
—Sí. Tenía tu edad. Se llamaba Amos.
El niño permanece en silencio. Luego toca el cristal, una pulsación de vida del siglo XXI, un puente invisible tendido sobre ochenta años de ceniza.
En la sala siguiente, un profesor les dice a sus alumnos:
—Cada uno de estos zapatos representa una historia que no llegó a contarse.
El viaje de la valija y el de la memoria
La valija de Ludwig Steinberg es ahora más que un objeto administrativo. Su rótulo añade una capa: STEINBERG, Ludwig, 9/11/1906, 5710, Praga VII, Valentinská 6/10. La dirección corresponde a un edificio de la vieja Praga, que todavía hoy resiste el paso del tiempo. Al confrontar la evidencia con archivos checos y la base de datos Yad Vashem, los curadores reconstruyen los últimos pasos de los Steinberg en el gueto de Theresienstadt y luego su separación y fin en Auschwitz.
El padre, Ludwig, logró sobrevivir al campo. No así su esposa e hijo. Tras la confrontación de los objetos, una investigadora del museo buscó sus rastros en registros posteriores a 1945, hallando que emigró a Israel. La información, escasa y dispersa tras la guerra, permitió verificar que Ludwig jamás volvió a ver a su familia.
El papel encontrado en el zapato está expuesto ahora como una ofrenda. Las letras, pálidas, todavía saltan ante la luz artificial que baña la vitrina. Entre las miles de pertenencias sin identificación, esta anotación es rara. El equipo de conservación confirmó que se trata de uno de los pocos ejemplos en que los datos personales de un niño —nombre, número, fecha de nacimiento— sobreviven en el propio objeto de una víctima.
Marcin Barcz, portavoz del museo, expresó: “Esto nos muestra la preocupación de una madre: ella quería que, pase lo que pase, su hijo no quedara en el anonimato absoluto”. El acto de esconder el papel puede entenderse como una respuesta a la burocracia deshumanizadora nazi, que convertía la vida individual en un registro insensato. Aquí, la madre desafió el anonimato.
Entre las vitrinas, una niña de cabellos largos observa en silencio. Los adultos caminan arrastrando los pies, casi sin rozar el suelo. Las etiquetas fabricadas por el régimen nazi intentaban borrar al individuo, pero el acto diminuto de una madre se impone ochenta años después.
El niño de Praga, Amos Steinberg, vuelve a nacer en el registro digital. La pequeña suela marrón gastada sigue allí, como un corazón en miniatura que late bajo el cristal.