El mundo no espera: la ventaja geopolítica se esfuma sin capital humano

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Estas últimas semanas de tensión política y económica dejaron en claro algo fundamental: los límites del modelo actual no se corrigen con parches ni con discursos. En contextos de fragilidad, cualquier señal que erosione el equilibrio fiscal dispara automáticamente el riesgo país y reduce el margen de maniobra.

Siempre que hay urnas por delante, la política condiciona el timing de las decisiones. En Argentina, eso significa más riesgo para la inversión, más incertidumbre en el empleo y dudas sobre la sostenibilidad de los pasos ya dados.

El resultado electoral de octubre es una bisagra. Si el oficialismo logra un buen desempeño, podría consolidar el camino de estabilización: desde la recompra de reservas que se iniciaría en noviembre con la cosecha de trigo, hasta señales fuertes al FMI en la revisión de enero. Ese escenario abriría la puerta a medidas estructurales más profundas, como la independencia del Banco Central, que permitiría reducir el costo del capital y anclar expectativas. En paralelo, la construcción de un acuerdo fiscal con las provincias será necesario para ordenar el esquema de transferencias y coordinar metas de resultado primario. En ese marco, es indispensable avanzar en una reforma tributaria que simplifique el sistema, reduzca impuestos distorsivos y tasas en cascada, para aliviar la presión sobre el sector privado.

Detrás de esta macro compleja hay un termómetro decisivo: el empleo. Ninguna política es exitosa si la sociedad percibe que el ajuste se traduce en menos trabajo o en salarios sin horizonte de recuperación. Aquí el presente es claro: la Argentina ya no sólo se divide entre formal e informal como en décadas pasadas, sino que enfrenta una recomposición estructural de su mercado laboral.

En los últimos tres años, la población urbana creció un 2,7% (más de 770 mil personas), mientras que la cantidad de ocupados lo hizo en un 5,4% (más de 670 mil) y los desocupados un 20,5% (más de 190 mil). Esta dinámica refleja un mercado laboral más presionado, donde la expansión de la oferta laboral no se traduce en empleos formales. El trabajo en blanco, como comúnmente se lo denomina, avanzó a un ritmo más lento que el cuentapropismo y la informalidad, consolidando un patrón de crecimiento desequilibrado. Hoy, uno de cada tres asalariados se desempeña en la informalidad, y la presión sobre los registrados es cada vez mayor: cada trabajador formal sostiene a 1,5 inactivos, un ratio, que expone la alarmante fragilidad del sistema previsional y limita la capacidad de financiamiento del Estado.

A este escenario se suma la irrupción de nuevas modalidades: la economía de plataformas creció 11,6% en el último año y 13,6% respecto de 2022, absorbiendo parte del empleo en servicios de e-commerce y economía del conocimiento. Estas formas de trabajo generan dinamismo y mayor flexibilidad, aunque todavía operan con menor encuadre en la seguridad social tradicional, lo que plantea el desafío de integrarlas al sistema sin frenar su expansión.

El problema estructural, sin embargo, trasciende a las plataformas: no se trata solo de la cantidad de empleo creado, sino también de su calidad y productividad. El resultado son trabajadores más pobres con una masa salarial que perdió 9 puntos porcentuales de participación en el valor agregado en la última década.

La brecha de productividad expone la raíz del problema. Si el promedio de la economía equivale a 100, la industria alcanza 133 y la agroindustria 128, mientras que la construcción se ubica en 60 y los servicios en 93 pero con fuertes disparidades: ramas intensivas en conocimiento superan 110, mientras que actividades tradicionales y de baja calificación caen a menos de 60. Sin embargo, es en construcción y servicios donde se concentra más del 80% del empleo. Es decir, la mayoría de los trabajadores se desempeña en sectores de baja productividad, lo que explica por qué los salarios no logran recomponerse de manera sostenida.

Esto implica que no alcanza con esperar una reactivación para mejorar los ingresos: es imprescindible elevar la productividad en los sectores donde trabaja la mayor parte de la población.

En este contexto, la reforma laboral no puede ser entendida solo como un cambio normativo, sino como un instrumento para alinear cantidad, calidad y productividad del empleo. Incentivar la formalización, reducir costos laborales que desalientan el registro, flexibilizar marcos para nuevas formas de trabajo y vincular aumentos salariales con mejoras de productividad son piezas centrales para generar empleo genuino y sostenible. Sin una transformación de este tipo, el mercado laboral seguirá atrapado en un loop que pone presión creciente sobre los trabajadores formales y el sistema previsional.

El objetivo es ineludible. En el discurso para presentar el presupuesto, el presidente Milei lo puso en palabras: “Es hora de asumir finalmente que, si queremos que haya menos pobreza, necesitamos más empleo. Si queremos que haya más empleo, necesitamos que haya más empresas invirtiendo”.

Y aquí aparece el nudo de la agenda: sin inversión sostenida no habrá empleo de calidad. No se trata de competir con salarios bajos, o con correcciones en el tipo de cambio, sino de asegurar infraestructura eficiente, seguridad jurídica y capital humano adaptado a los nuevos tiempos. Un país con autopistas inconclusas, ferrocarriles paralizados y marcos regulatorios inestables no puede dar previsibilidad a proyectos de largo plazo.

Dos años de disciplina fiscal no borran décadas de inestabilidad y de violación sistemática de contratos. La Argentina puede tener una industria con potencial de reconversión, pero sin un marco de productividad sostenible, ese potencial se esfuma.

El mundo no espera

Y aquí entra en juego un activo que pocas veces tuvo nuestro país: la geopolítica. La Argentina está lejos de los epicentros de conflicto que hoy redefinen el tablero global. No participa de las tensiones bélicas de Europa del Este, no está en el sudeste asiático donde la rivalidad entre EEUU y China amenaza cadenas de suministro, ni sufre la presión migratoria de África o Medio Oriente. Esa condición nos convierte en un proveedor confiable de alimentos, energía y manufacturas. En un mundo donde la seguridad de abastecimiento es estratégica, tenemos la oportunidad de ser vistos como un refugio productivo.

Sin embargo, esa ventaja relativa todavía no alcanza. Los inversores externos reconocen nuestro potencial geopolítico, pero sus capitales compiten entre países. Una concesión ferroviaria en la Argentina puede ofrecer retornos muy atractivos, pero enfrenta la competencia de proyectos viales en Colombia o concesiones aeroportuarias en Chile, donde la seguridad regulatoria está probada. En el cálculo riesgo-retorno, nuestro país queda relegado porque arrastra el estigma de décadas de incumplimientos. Y es allí donde estar lejos de las zonas de conflicto no elimina la incertidumbre institucional doméstica.

El mundo no espera. La transición energética, la carrera tecnológica y la reorganización de las cadenas globales están movilizando capital en magnitudes inéditas. La Argentina tiene con qué competir: recursos naturales, talento humano y una posición geopolítica favorable. Pero para convertir esa oportunidad en desarrollo necesita algo más que promesas del Ejecutivo: requiere consensos básicos que garanticen reglas estables y un horizonte de largo plazo. Una vez pasados los comicios de octubre, los gobernadores deben asumir que en este barco vamos todos.

El capital global es pragmático: cuando encuentra un destino seguro, difícilmente regresa a las aguas turbulentas. La Argentina debe comprender que su verdadero recurso estratégico no es solo el litio o el gas, ni siquiera su posición geopolítica: es la confianza. Esa confianza es la que convierte la estabilidad macro en inversión, la inversión en productividad, y la productividad en empleo de calidad. Y ese es, en definitiva, el único camino hacia un crecimiento sostenible.

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