Cuando se acaba de celebrar el Día del Arquitecto Peruano, quiero invitarlos a una reflexión sobre el papel de estos profesionales en la historia y sobre las obras de infraestructura de alto impacto.
La arquitectura, más que una disciplina técnica o una manifestación artística aislada, es un acto cultural de profundo compromiso con la sociedad. El arquitecto, en su quehacer, no solo proyecta edificaciones que resuelvan eficientemente los requerimientos funcionales, estructurales y climáticos, sino que también se convierte en un mediador entre la historia y la modernidad, entre la identidad de un lugar y las aspiraciones de su porvenir. En este sentido, el diseño arquitectónico debe trascender la mera utilidad para asumir una dimensión simbólica, urbana y sobre todo humana.
Un buen diseño arquitectónico no se limita solamente a la correcta disposición espacial ni al cumplimiento de estándares estructurales o criterios de confort medioambiental pasivo. Estos aspectos, si bien fundamentales, deben integrarse armónicamente con la lectura sensible del contexto urbano, la morfología del entorno, y las narrativas históricas que definen la identidad de una nación. La arquitectura, como arte situado, cobra su verdadero sentido cuando su forma responde con pertinencia al lugar, cuando articula con inteligencia las circulaciones y los accesos, y cuando es capaz de interpretar el espíritu de su tiempo sin traicionar la memoria colectiva.
La modernidad, entendida no como una ruptura, sino como una evolución crítica, exige al arquitecto actuar con conciencia de su papel configurador del paisaje urbano y social. Las grandes infraestructuras, en particular, deben representar el horizonte cultural de una nación. Un aeropuerto internacional, en tanto puerta de entrada al país, debe ser uno de los artefactos arquitectónicos de mayor carga simbólica. Su diseño comunica un mensaje inmediato y potente sobre cómo una nación se percibe a sí misma y cómo desea ser percibida por el mundo.
En este marco, resulta lamentable el caso del nuevo Aeropuerto Internacional Jorge Chávez del Perú, no solo por el caos que estamos viviendo estos días o por sus enormes dificultades de acceso, sino por su diseño. En lugar de proyectar una visión contemporánea, contextual y significativa, ha adoptado una forma rectangular genérica. Esta elección, si bien responde a criterios de eficiencia, podría explorarse aún más desde una mirada que integre elementos culturales y simbólicos, capaces de reflejar la riqueza territorial y la diversidad del Perú, haciéndolo capaz de ubicarse solo en nuestro país y no en cualquier otro lugar del planeta.
Esta decisión de diseño, centrada principalmente en la funcionalidad, hace que prime el consumo energético mediante el aire acondicionado, sin contemplar estrategias pasivas de ventilación o iluminación o la creación de espacios con vegetación, que anticipen un diálogo con el significante Perú, como un símbolo de biodiversidad y mestizaje cultural. Considero que este diseño ha ignorado importantes necesidades del usuario: los pasajeros que arriban deben arrastrar sus maletas a cielo abierto por una explanada equivalente a más de dos campos de fútbol hasta alcanzar los estacionamientos vehiculares. Cuando lo lógico es que se incluyan dentro del mismo edificio. Además, los empleados no tienen acceso peatonal desde la ciudad. En mi opinión, estos errores de diseño evidencian la importancia de apostar por obras con empatía proyectual, comprensión de los flujos de circulación, y la necesaria conexión entre el diseño y la experiencia humana.
El caso del aeropuerto peruano ejemplifica, además, la trascendencia de un diseño arquitectónico que dialogue con el contexto y valore la riqueza cultural del país. Este tipo de infraestructuras, además de ser de concurso público, deberían ser obras emblemáticas, capaces de consolidar identidad nacional y proyectar modernidad con dignidad. Un aeropuerto no es solo un espacio de tránsito; es una carta de presentación, un espacio de bienvenida y despedida, un lugar donde se cruzan tiempos, geografías y emociones.
Un profesional de la arquitectura, en consecuencia, debe rechazar la comodidad de lo genérico y abrazar la complejidad del diseño. La arquitectura, cuando es digna y comprometida, no solo sirve, sino que representa. No solo alberga, sino que comunica. Y en ese doble acto, funcional y simbólico, reside su poder transformador ya que la arquitectura también manifiesta el espíritu de un país.