El potente discurso en defensa de la libertad de prensa del hombre que lidera a The New York Times

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En un contexto global marcado por el aumento de la censura, los ataques a periodistas y la propagación de desinformación, el presidente y editor de The New York Times, A.G. Sulzberger, ofreció este martes un firme alegato en defensa de la libertad de prensa. En su discurso, pronunciado durante una intervención en el Instituto Kellogg de Estudios Internacionales de la Universidad de Notre Dame en Washington, Sulzberger advirtió sobre las crecientes amenazas que enfrenta el periodismo independiente y subrayó el papel esencial de una prensa libre para el funcionamiento de las democracias. A continuación, el texto completo de sus palabras.

El rol que cumple la prensa libre e independiente en una democracia sana está bajo ataque directo, y con embates cada vez más agresivos y decididos para coartar y castigar al periodismo independiente. No creo exagerar si digo que esta campaña anti-prensa atenta contra la especial fórmula de éxito que hizo que Estados Unidos sea un modelo durante casi 250 años.

Un pueblo libre debe tener una prensa libre.

Hoy vemos la democracia bajo amenaza en todo el mundo. Y para los aspirantes a autócratas que buscan socavar la ley, las normas y las instituciones que hacen a una democracia sana, uno de sus primeros blancos de ataque suele ser la libertad de prensa. Las razones no son ningún secreto: cuando se ha logrado coartar la capacidad del periodismo de informar a la opinión pública sobre los manejos del poder de manera independiente, actuar con impunidad se vuelve cada vez más fácil.

Desde sus inicios, Estados Unidos ha reconocido el valor del periodismo como un ingrediente esencial para el autogobierno democrático. Los padres fundadores consagraron esta idea en la Primera Enmienda, convirtiendo a la prensa en la única profesión explícitamente protegida por la Constitución norteamericana, y las posteriores generaciones de presidentes, legisladores y jueces de la Corte Suprema en gran medida defendieron la libertad de prensa.

Tras su apoyo se encontraba el reconocimiento de ambos partidos políticos mayoritarios de que la prensa también tiene un rol crucial en nuestro éxito como nación. En realidad son tres roles, y todos ellos vinculados estrechamente con los desafíos actuales que socavan la salud cívica de nuestro país:

  • En tiempos en que el aumento histórico de la desinformación y las noticias falsas erosiona nuestra realidad compartida, la prensa garantiza un flujo de noticias e información confiables que la opinión pública necesita para tomar decisiones, ya sea sobre la política, su economía personal o sus vidas.
  • Mientras que la polarización y el tribalismo tensan al extremo nuestras relaciones sociales, la prensa fomenta ese entendimiento mutuo que permite que una nación diversa y dividida se una detrás de un propósito común.
  • A medida que la creciente desigualdad e impunidad socavan la confianza en la “promesa norteamericana”, la prensa plantea las preguntas difíciles y expone las verdades ocultas, permitiendo que la ciudadanía exija respuestas y haga responsables a los poderosos.

Las presiones sobre la prensa para que deje de cumplir con esas funciones está escalando en muchas partes del mundo.

El número de periodistas asesinados o encarcelados batió un récord en los últimos años, y miles más son objeto de campañas de persecución, intimidación, vigilancia y censura. Esos embates han sido quizás más evidentes e intensos en Estados autoritarios como China y Rusia, pero en otros lugares, como Hungría o la India, ha surgido una estrategia más insidiosa pero igualmente dañina para socavar a la prensa. Son lugares donde sigue habiendo democracia, pero de forma más condicional, gobernador por líderes elegidos legítimamente que luego se dedicaron a socavar los controles sobre su poder.

El presidente de Rusia, Vladimir Putin, a la derecha, y el presidente de China, Xi Jinping, a la izquierda, conversan mientras observan el desfile militar del Día de la Victoria en Moscú, Rusia, el viernes 9 de mayo de 2025.

La evolución de los hechos en esas democracias en proceso de erosión son una lección de advertencia sobre cómo el ataque al periodismo suele ser precursor de ataques a un conjunto más amplio de instituciones, derechos y normas democráticas, como la libertad de expresión, la competencia leal y la imparcialidad de la Justicia. Hoy en Estados Unidos se está aplicando esa estrategia anti-periodismo, y no podría llegar en peor momento para la prensa norteamericana.

El modelo de negocios que financiaba el periodismo tal como lo conocíamos está fracasando. En los últimos 15 años desapareció aproximadamente un tercio de los puestos de trabajo en las redacciones, ya hay cientos de periódicos que quebraron, y ese número sigue creciendo a un ritmo de más de dos por semana. A la presión económica se suma la dificultad de operar en un ecosistema informativo dominado por un puñado de empresas: las gigantes tecnológicas. Ellas controlan el flujo de atención online, pero la mayoría ha mostrado una mezcla de apatía y hostilidad abierta hacia el periodismo independiente y poca preocupación por la calidad de la información que le transmiten a la opinión pública.

En resumen, estamos hablando de una profesión que ahora es enormemente más chica, económicamente débil, des-intermediada por la tecnología, y que ahora también enfrenta un ataque directo a sus derechos y legitimidad.

Algunos celebran esta situación: soy muy consciente de que la mía no es la profesión más popular. Gran parte de los medios de comunicación modernos se dedican a entretener más que a informar, a provocar la ira y el miedo en lugar de promover la comprensión, a amplificar las “tendencias” en vez de centrarse en lo que realmente importa. En un país con demasiados gurúes y demasiados pocos reporteros, no es casualidad que la confianza en los medios se haya desplomado.

Incluso las mejores organizaciones de noticias —las que tienen los estándares más altos, los procesos más rigurosos y la mejor trayectoria de priorizar el interés público— no siempre aciertan. Por algo en The New York Times tenemos una sección diaria de correcciones, y el lector también descubrirá que en nuestra larga trayectoria hemos cometido errores aún más graves…

Pero el periodismo independiente está diseñado para autocorregirse, y nosotros mismos nos hacemos constantemente las mismas preguntas que escuchamos de nuestros críticos. ¿Tenemos la mente realmente abierta a los hechos inesperados? ¿Fuimos lo suficientemente desconfiados ante los relatos dominantes? ¿Nos hemos tomado el tiempo suficiente para comprender realmente la sociedad y los problemas sobre los que escribimos? ¿Fuimos demasiado blandos? ¿Demasiado duros? ¿Confirmamos los datos dos veces, tres veces y luego otra vez? Cuando cometemos errores, intentamos asumirlos, aprender de ellos, y mejorar.

Así que igual, incluso con todas sus imperfecciones, la prensa sigue siendo esencial.

Quiero compartir con ustedes una anécdota que puede servir de modelo para navegar las tensiones naturales entre el poder y la prensa, la historia de la relación entre dos ilustres exalumnos de esta Universidad de Notre Dame.

Por un lado estaba el reverendo Theodore Hesburgh, quien fue rector de Notre Dame durante 35 años. Del otro, un ambicioso estudiante de periodismo llamado Bob Anson, uno de los fundadores de The Observer, un periódico universitario que aún sigue existiendo. En medio del tumulto político y cultural de mediados de la década de 1960, el padre Ted —quizás con generosidad, quizás con la esperanza de contar con una voz amiga en la prensa estudiantil— le ofreció al joven periodista una invitación permanente para poder visitarlo en su oficina de rector.

Cabría pensar que dado ese acceso y el desequilibrio de poder entre el rector y el estudiante, Anson estaría ansioso por proteger su relación. Pero Anson entendía la importancia de la independencia periodística y demostró no tener miedo de meterse con los temas más polémicos del campus. Para el padre Ted, The Observer se convirtió en un dolor de cabeza constante, y el periódico hasta llegó a exigir su renuncia. Para Anson, la irritación de las autoridades de la universidad fue tan grande que hasta enfrentó reclamos de expulsión.

Se ve a un oficial de policía en la entrada de un edificio que alberga la oficina de la BBC en Nueva Delhi, India, el martes 14 de febrero de 2023.

La historia podría haber terminado con su graduación, pero unos años después, Anson fue capturado por soldados norvietnamitas mientras trabajaba como corresponsal de guerra para la revista Time. El padre Ted lideró los esfuerzos para lograr su liberación, pidiéndole ayuda incluso al Papa. Anson más tarde diría que el padre Ted fue su “ángel de la guarda, el que removió cielo y tierra para salvarme la vida”. El padre Ted recurrió a una metáfora espiritual diferente: liberar a Anson, dijo bromeando, “fue como sacar al diablo del Infierno”. Y efectivamente no pasó mucho tiempo antes de que Anson regresara a Notre Dame y escribiera un artículo que no dejaba bien parada ni a la universidad, ni a su querido equipo de fútbol, ni, una vez más, al padre Ted.

Pero el padre Ted nunca perdió de vista el valor del periodismo, a pesar de que cuestionara a figuras públicas como él. “Eras editor estudiantil”, le dijo más tarde a Anson, con quien mantuvo una relación de toda la vida. “Todos los editores estudiantiles son problemáticos… Está en la naturaleza del cargo”.

La prensa libre puede ser problemática, pero es parte de la naturaleza de una democracia sana.

Hasta la lectura más superficial de las noticias revela que nuestra democracia está siendo puesta a prueba.

Se están socavando o ignorando leyes y normas fundamentales: el Estado de derecho, la separación de poderes, el debido proceso, la libertad intelectual.

Y la prensa no es ni remotamente la única institución de Estados Unidos que está bajo presión. También vemos embates directos contra organismos públicos, universidades, instituciones culturales y de investigación, organizaciones sociales y civiles y estudios de abogados. De hecho, hasta estamos presenciando desafíos directos a la autoridad del Congreso y los tribunales para servir como controles del Poder Ejecutivo.

Como todas esas instituciones, la prensa libre es imperfecta. Y como todas esas instituciones, la prensa libre es un pilar fundamental de toda sociedad libre. En palabras del presidente Ronald Reagan: “Para la continuidad de nuestro éxito en lo que los padres fundadores denominaron nuestro ‘noble experimento’ de autogobierno, no hay ingrediente más esencial que una prensa libre, fuerte e independiente”.

Por el contrario, una prensa servil facilita que los líderes guarden secretos, reescriban la realidad, erosionen a sus rivales políticos, antepongan sus intereses personales al interés público y, en última instancia, consoliden y afiancen su poder. En palabras del director político de Viktor Orban, el primer ministro húngaro con quien suele compararse a Trump: “Quien controla los medios de comunicación de un país controla la mentalidad de ese país y, a través de ella, al país mismo”.

Permítanme detenerme aquí para decir claramente que, como defensor del periodismo independiente, creo que nuestro trabajo es cubrir los debates políticos, no sumarnos a ellos.

No somos la resistencia. No somos la oposición de nadie. Tampoco somos los aplaudidores de nadie. Nuestra lealtad es hacia la verdad y hacia una opinión pública que merece conocerla. Ése es el papel distintivo que desempeñan en nuestra democracia las organizaciones de noticias independientes como The New York Times.

Eso significa que cubriremos el gobierno de Trump de forma completa e imparcial, independientemente de los ataques que lance sobre nosotros. Seguiremos ofreciendo una cobertura irrestricta de sus abusos y fracasos. También cubriremos sus éxitos y logros, y exploraremos el apoyo con el que cuenta en una amplia y diversa franja del país.

ARCHIVO – El presidente Donald Trump habla con reporteros en la Oficina Oval de la Casa Blanca, el 8 de mayo de 2025, en Washington. (AP Foto/Evan Vucci, Archivo)

Mantenernos firmes en nuestra independencia frente a la intimidación no es apaciguamiento ni bajar la cabeza, como algunos sugieren. Ciertamente no es una forma de complicidad. Es no dejarnos presionar para que distorsionemos nuestra misión de apegarnos a los hechos y contarle a la opinión pública la historia completa. Sin embargo, como director de una importante organización de noticias, también tengo la responsabilidad de denunciar cualquier intento del gobierno de socavar el derecho de la opinión pública a estar informada.

Mis predecesores y yo lo hemos hecho bajo administraciones republicanas y demócratas a lo largo de décadas. Sin duda, esos gobiernos también tuvieron de qué quejarse. El presidente Joe Biden y sus asesores, por ejemplo, arremetían frecuentemente contra los periodistas y medios de comunicación que se atrevían a hacerle preguntas sobre su edad y estado físico, por más que se esforzaran en evitar intercambios espontáneos​​con los reporteros. Lo sé de primera mano, porque el The New york Times informaron sobre ese tema en profundidad y sus periodistas llamaron la atención sobre esos intentos de Biden por evadir a la prensa, y fueron atacados constantemente por la Casa Blanca.

Por el contrario, el presidente Trump sigue siendo más accesible para los periodistas que los presidentes anteriores, pero en todos los demás aspectos ha llevado la relación naturalmente tensa entre la Casa Blanca y la prensa a un terreno cada vez más beligerante, algo que se aprecia con mayor claridad en el lenguaje que nos dedica. Empezó con insultos de patio de colegio como “el fracasado New York Times”, y fue escalando hacia a ataques más directos a nuestra integridad: “el fake News York Times”.

Al poco tiempo, el presidente ya nos atacaba con la misma etiqueta que Stalin usaba para justificar la represión: The New York Times es “el enemigo del pueblo”. No conforme con tanta sutileza, pronto la retórica siguió escalando con la inclusión de palabras más claramente tipificadas en el Código Penal, como “traición”. Y hoy ya habla abiertamente sobre encarcelar a periodistas y bromea sobre la posibilidad de que sean violados en prisión. “Y al editor”, le gusta añadir. Poco después de asumir mi cargo como editor en 2018, recibí una invitación para reunirme con el presidente Trump. A pesar de su retórica incendiaria, es un veterano lector de The Times y le encantaba charlar con nuestros periodistas y enviarles recortes firmados de artículos que llamaban su atención. Lejos del escenario y los actos de campaña, admite ser un admirador del que ha llamado “mi periódico” y ha calificado como “una gran joya estadounidense, una joya mundial”.

En mis dos cordiales reuniones con Trump en el Salón Oval, desafié directamente al presidente por su retórica anti-prensa. Le dije que si quería se sintiera en libertar de seguir atacándonos a The Times o a mí personalmente: The Times no quería favores. Pero sí quise dejarle en claro que su retórica estaba jugando un papel peligroso en países donde las normas democráticas eran más débiles, donde los gobernantes ávidos de poder interpretaban los ataques del presidente estadounidense contra la prensa como una habilitación para perseguir a los periodistas como un blanco legítimo.

Quizás no les sorprenda saber que mi argumentación no prosperó. De hecho, Trump hasta se enorgulleció de haber popularizado el término “fake news”. En los años que siguieron, más de 70 países aprobaron leyes supuestamente destinadas a reducir esas “noticias falsas”, pero muchas de ellas no apuntaban contra la desinformación, sino a los periodistas independientes que se atreven a brindar información veraz sobre las acciones de quienes ostentan el poder.

Desde 2016, el número de países considerados con un “buen” historial de protección de la libertad de prensa por la organización Reporteros Sin Fronteras se redujo a más de la mitad. En efecto, durante su primer mandato Trump exportó su retórica anti-prensa y la imbuyó en líderes antiliberales extranjeros, que interpretaron esa retórica como un permiso para desarrollar e implementar una nueva y agresiva estrategia para reprimir al periodismo. Ahora, en su segundo mandato, este círculo vicioso se ha completado, ya que la estrategia anti-prensa que él fogoneó a nivel mundial ha sido importada de vuelta a Estados Unidos. Se trata de un momento muy peligroso: el paso de las palabras a los hechos.

Mis colegas y yo dedicamos gran parte del último año a estudiar las herramientas y tácticas de este nuevo manual anti-prensa, que abarca desde sembrar la desconfianza y normalizar el acoso al periodismo hasta el uso indebido de los tribunales civiles y el abuso del poder estatal. El objetivo general es claro: socavar la posición social y financiera de las organizaciones de noticias independientes, marginar a los periodistas dispuestos a hacer preguntas difíciles e informar a la opinión pública con honestidad, y encumbrar a las figuras de los medios dispuestas a alinearse con el partido.

Si la prensa libre está diseñada para ser un perro guardián, el objetivo de ese manual es domesticarla para que se convierta en un perro faldero.

Pensemos el destino de Hungría. Los aliados del primer ministro Orbán controlan ahora más del 80% de los medios de comunicación del país, que en la práctica funcionan como altavoces del gobierno. Los focos de independencia que subsisten enfrentan a una intensa presión política, legal y económica. El mensaje de los medios oficialistas es tan omnipresente e implacable que es lo único que la mayoría de la gente lee o escucha. La corrupción sigue básicamente descontrolada. Las empresas operan en un entorno donde lo único que importan son los contactos políticos. Los grupos desfavorecidos ven recortados constantemente sus derechos. Y sin embargo, la oposición está gravemente debilitada y hasta tiene problemas para explicarle estos argumentos a la opinión pública y mucho menos utilizarlos para ganar elecciones, debido a su limitada capacidad para llegar a los votantes a través de los medios de comunicación.

El primer ministro de Hungría, Viktor Orban, llega a una cumbre de la UE en el palacio Egmont en Bruselas, el lunes 3 de febrero de 2025. (Nicolas Tucat, Pool Foto vía AP)

Cuando compartí estas reflexiones en un ensayo publicado en septiembre pasado en The Washington Post, mi objetivo era animar a la profesión periodística a prepararse para lo que pudiera venir. Sabíamos lo despiadadamente efectiva que había sido esta campaña contra el periodismo en otros países, y sabíamos que quienes estaban en la órbita del presidente Trump querían implementarla también aquí. De todos modos, es sorprendente la velocidad con la que esas advertencias se hicieron realidad.

En marzo, el presidente Trump pronunció un discurso en el Departamento de Justicia que resultó familiar y notable a la vez: tras sus habituales y trillados ataques contra la prensa, llegó a insinuar que los periodistas deberían ser encarcelados. En un acto de campaña, eso podría ser considerado como una chicana para fogonear a su base electoral, pero dentro de la sede del organismo de seguridad pública más poderoso del país, esas palabras podrían considerarse, y con razón, algo más cercano a una orden de puesta en marcha.

De hecho, en una semana, el gobierno abrió múltiples investigaciones de filtraciones por información publicada en The Times. Una se centra en nuestra revelación de que el Pentágono iba a informar a Elon Musk sobre los planes secretos de Estados Unidos en caso de una potencial guerra con China. La revelación era de evidente interés público, dados los importantes intereses comerciales de Musk en China y su evidente falta de autorización para acceder a información clasificada. El presidente, quien afirmó no tener conocimiento de la reunión, negó nuestro informe, pero también reconoció públicamente que se trataría de una clara irregularidad, y la sesión informativa con Musk fue cancelada.

El caso debería haberse interpretado como prueba del poder que tiene la buena información. Por el contrario, el gobierno tomó la inusual decisión de anunciar la apertura de una investigación sobre la filtración del dato. Esa táctica —reconocer públicamente una investigación interna— podría parecer contraproducente, salvo que su verdadero objetivo fuera enviar una advertencia a los periodistas que escriben sobre inconductas del gobierno y a las fuentes internas que intenta exponerlas: “Preparate, vamos por vos”.

Permítanme presentarles un panorama más completo de cómo es la campaña anti-prensa en este país y por qué nos involucra a todos. La estrategia puede resumirse en cinco partes que se refuerzan mutuamente. Todas ya están siendo utilizadas contra periodistas de Estados Unidos, y juntas representan el ataque más frontal contra la prensa norteamericana en más de un siglo.

La primera parte de la estrategia consiste en sembrar la desconfianza y fomentar el acoso a periodistas y organizaciones de noticias independientes. Se trata, en gran medida, de una campaña verbal que busca desmoralizar y cansar. Hoy en día, los periodistas que escriben sobre personas poderosas o temas controvertidos suelen recibir una catarata de amenazas y mensajes furibundos e intolerantes. Ese ruido en las redes sociales puede extenderse rápidamente al mundo real. En los últimos años, mis colegas han sido víctimas de doxeo, acoso, falsas alarmas. Han sufrido el robo de sus identidades y han sido falsamente acusados ​​ de delitos. Han recibido amenazas de muerte. Y por más que se hayan preparado para esos ataques, muchos periodistas se preocupan enormemente cuando las amenazas se extienden a sus hijos que están en la escuela, a sus cónyuges que están en su trabajo, y a sus padres que están en casa.

El presidente Trump, como ya describí, ha sido inusualmente agresivo en su retórica contra la prensa, y sus partidarios han sido igualmente agresivos en la persecución de sus blancos de ataque. Su objetivo no solo es asustar a los periodistas. Es educar a la gente para que deteste y desconfíe de los medios. Es condicionar a la gente para que crea que los periodistas merecen cualquier cosa que les pase. A corto plazo, esto tiene un efecto disuasorio sobre la prensa independiente, obligando a los periodistas a preguntarse si se justifican las inevitables consecuencias de investigar un caso. A largo plazo, lo que se genera es un clima propicio para reprimir la libertad de prensa.

La segunda parte de la estrategia es usar los tribunales civiles para castigar a los periodistas y medios de comunicación independientes. Hasta la demanda más intrascendente puede ser costosa e invasiva, y defenderse consume mucho tiempo. Esas causas judiciales desvían tiempo y dinero del periodismo. Por eso, sobre todo los medios de prensa más pequeños temen verse afectados financieramente aunque terminen ganando el juicio, o ir directamente a la quiebra si lo pierden.

Hace tiempo que el presidente Trump recurre a los tribunales civiles para castigar a quienes lo cuestionan. The Times y otras organizaciones de noticias independientes han sido frecuente blanco de demandas a lo largo de los años. En general se trata de causas por difamación, que desde hace tiempo el presidente Trump se ha comprometido a hacer que sean más fáciles de ganar.

Pero últimamente también ha presentado nuevas demandas judiciales por información que no le gusta. En una reciente demanda, acusó de fraude al consumidor al diario The Des Moines Register por realizar una encuesta que no coincidió con el resultado final del día de las elecciones. Ni siquiera necesita un fallo judicial a su favor para decir que ganó el caso. En 2016, reflexionando sobre una demanda por difamación fallida contra un experiodista de The Times, Trump dijo: “Gasté unos dólares en honorarios legales, y ellos gastaron mucho más. Lo hice para arruinarle la vida, y me alegro de haberlo hecho”. Desde su reelección, el presidente Trump ha llegado a acuerdos judiciales multimillonarios con empresas como ABC, Meta y X. Muchos expertos legales consideraban que esas causas eran débiles, pero los ejecutivos de cada empresa tenían buenas razones para pensar que si no pagaban el presidente podría usar su poder para perseguirlos de otras maneras, o para recompensarlos si sí lo hacían.

Fachada del New York Times.

La tercera parte de la estrategia es abusar de la autoridad legal y regulatoria para castigar a los sectores de la prensa que ejercen su independencia. El abuso de poder estatal más obvio es procesar y encarcelar a periodistas por hacer su trabajo. Sin embargo, la Justicia está más protegida contra esos abuso, y las acusaciones penales falsas corren el riesgo de provocar indignación en la opinión pública. Las sutiles y tecnocráticas formas del Poder Ejecutivo suelen ser más efectivas y tienen menos probabilidades de provocar el descontento de la gente.

Estas tácticas explotan las debilidades del sistema de gobierno del país, como la supervisión regulatoria, la aplicación de la ley migratoria, las investigaciones fiscales y los contratos del Estado con particulares. Esto también les permite perseguir a la prensa sin que se note, porque muchos propietarios de organizaciones de noticias también tienen importante participación en otros sectores que prestan servicios al gobierno o están regulados por él. Durante su primer mandato, por ejemplo, el descontento de Trump con The Washington Post, propiedad de Jeff Bezos, lo llevó a intentar anular el acuerdo de envíos de Amazon con el Servicio Postal de Estados Unidos y recortar los contratos de defensa de la compañía. En este mandato, ya hemos visto cómo el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) persigue a los estudiantes extranjeros hasta por un ensayo de opinión publicado en un periódico universitario, lo que ha llevado a algunos periodistas estudiantiles a dejar de escribir artículos que critiquen al gobierno y a otros a solicitar que se retire su firma de dichos artículos.

Hemos escuchado amenazas de usar al IRS, el organismo recaudador norteamericano, para perseguir a ONG que no sean del agrado del presidente, un punto de evidente vulnerabilidad para el creciente panorama informativo sin fines de lucro. También hemos visto esfuerzos para desfinanciar o desmantelar medios de comunicación públicos, como estaciones de radio locales, PBS y Voice of America. La FCC, que regula los canales de transmisión, ha sido la más directa a la hora de perseguir a las organizaciones de noticias de las que se queja Trump: ya abrió investigaciones sobre PBS y NPR, así como sobre las empresas matrices de ABC y NBC News.

Un ejemplo llamativo es la apertura de una investigación sobre la CBS por una decisión rutinaria de edición donde se reflejaban las acusaciones formuladas en una demanda que el presidente Trump presentó personalmente el año pasado. Dicha investigación aumentó aún más la presión sobre los ejecutivos de su empresa matriz para resolver un caso que, según se informa, viene impidiendo que el gobierno apruebe una propuesta de fusión. A su vez, el gobierno aumentó la presión sobre la famosa e independiente sala de redacción “60 Minutes”, provocando la renuncia de principal productor del programa a modo de protesta.

La cuarta parte de la estrategia consiste en amplificar los ataques del gobierno contra la prensa alentando a unirse a ella a los ricos y poderosos. En otros países, esa ya es la forma de muchos empresarios para congraciarse con el régimen gobernante: atacan a los periodistas que no cuentan con el favor del gobierno, incluso a través de los tribunales civiles y desatando sobre ellos el poder de sus empresas. Y los aliados ambiciosos de la política provincial o municipal utilizan el peso de sus gobiernos locales con los mismos fines.

Son muchos los partidarios más cercanos de Trump que han seguido ese camino. Musk, el hombre más rico del mundo y un poderoso miembro del círculo íntimo del presidente, es un ejemplo particularmente útil de esa dinámica. Musk suele usar todo tipo de epítetos para calificar a The Times, desde “propaganda” hasta “amenaza para nuestra democracia”, ataques que a menudo ocurren justo antes o después de que publiquemos una investigación importante sobre él o sus empresas. Mientras tanto, su plataforma de redes sociales, X, ha tomado diversas medidas para reducir la visibilidad de The Times para el público en general.

Finalmente, la quinta parte de la estrategia apunta a la sustitución. No basta con desmantelar la prensa independiente: mejor aún es reemplazarla con medios afines al gobierno y controlados por sus simpatizantes. Estos medios parecen desempeñar un papel periodístico, cuando en realidad lanzan preguntas fáciles en las conferencias de prensa, atacan a los críticos del presidente y repiten fielmente los argumentos del partido gobernante. El gobierno, por ejemplo, ha bloqueado repetidamente a The Associated Press por seguir utilizando el término tradicional e internacionalmente aceptado de “Golfo de México”, a la vez que reconoce que el presidente Trump ha decidido llamarlo Golfo de Estados Unidos. Al mismo tiempo, el gobierno le está ampliando el acceso a organizaciones de noticias, influencers y activistas partidistas con historial de repetir el lenguaje del presidente y promover sus intereses. Mientras tanto, el gobierno ya anunció que Voice of America, ya destrozada por los recortes, ahora tendrá que emitir reportajes de la cadena pro-Trump One America News Network.

Nos dicen que todos esos esfuerzos son para tener una “perspectiva más amplia”. Sería un noble objetivo, pero en realidad son intentos de sustituir las preguntas desconfiadas por otras de validación, periodistas independientes por depetidores como loros de la línea oficialista. Esta estrategia, como dijo recientemente la corresponsal de Fox News, Jacqui Heinrich, “no le devuelve el poder al pueblo: le da más poder a la Casa Blanca”. Y el gobierno pareció confirmar esa sensación con una publicación en las redes: “Ya que el periodismo REAL ha muerto, ¡nosotros lo haremos por ustedes!”. El mes pasado lanzó su propio sitio web de noticias falsas, The White House Wire.

La reacción inicial de los jefes de los medios preocupó mucho a quienes reconocen la importancia del periodismo para nuestra democracia. Es comprensible. Algunos dueños, como he señalado, ofrecieron grandes sumas para resolver extrajudicialmente causas que eran ganables en los tribunales, algo que los críticos comparan con un pago por extorsión. Otros adoptaron el lenguaje preferido del presidente (como “Golfo de Estados Unidos”) o se retractaron de políticas a las que se opone —como las iniciativas de diversidad—, quizás para ganarse su apoyo, quizás solo para evitar represalias. Algunos incluso han llegado a refrenar su propia actividad periodística —sobre todo en sus secciones de opinión— algo que sus empleados consideran diseñado para aplacar al presidente.

Pero también hay motivos para confiar, y ninguno más alentador que el periodismo que se sigue haciendo. Varios medios han mostrado una voluntad constante de atenerse a los hechos y publicar artículos que puedan costarles represalias por parte del gobierno y sus patrocinadores. La agencia AP, por ejemplo, merece un gran reconocimiento, no solo por recurrir a la Justicia para resistir los intentos de intimidación del oficialismo, sino también por publicar importantes artículos sobre las cuestionables afirmaciones del Departamento de Eficiencia Gubernamental. The Wall Street Journal investigó el caótico abordaje del gobierno en materia de política económica. The Washington Post expuso el manejo irregular de datos confidenciales. Politico reveló la disfuncionalidad actual del Pentágono. ProPublica hurgó en el historial de un importante fiscal sin dejarse amedrentar por su costumbre de amenazar a quienes desafían al gobierno.

Varios personas durante la manifestación por la movilización de la esperanza hacia la caravana de la libertad en las próximas elecciones de Venezuela, en la Plaza de España, el 21 de julio de 2024 en Madrid, España.

En The Times seguimos examinando cada aspecto de la presidencia de Trump. Nuestros periodistas especializados dedican el día no solo a mantenerse informados de la gran cantidad de noticias que se suceden —un servicio esencial en sí mismo—, sino que también retoman las historias importantes y las conectan para asegurarse de que los lectores comprendan su importancia.

Mientras tanto, nuestros periodistas de investigación siguen desarrollando lo que ya es el mayor volumen de informes de responsabilidades públicas jamás producido por una sola organización de noticias sobre un solo tema. Expusieron cómo el presidente Trump y su familia aprovecharon su cargo para beneficiar a su empresa de criptomonedas y sus otros negocios. Revelaron los imprudentes hábitos de comunicación de los jefes de seguridad nacional. Documentaron minuciosamente que docenas de supuestos pandilleros venezolanos enviados a una prisión salvadoreña no tenían vínculos con bandas ni antecedentes penales.

Hasta ahora, la presión que hemos enfrentado por parte del gobierno de Trump en respuesta a nuestros informes ha sido bastante predecible. Han revelado nombres, nos han restringido el acceso, nos cancelaron suscripciones gubernamentales, nos amenazaron con demandas, abrieron investigaciones por filtraciones.

Es posible que el gobierno tenga planeadas medidas más serias. Pero hasta ahora, las señales que más me han preocupado son las que provienen de otros dirigentes de los sectores público y privado, que están tan preocupados por el gobierno que se abstienen de alzar la voz en defensa de sus derechos y sus principios. Grandes empresas, ONG y fundaciones que siempre apoyaron al periodismo ahora nos dicen que temen represalias si apoyan abiertamente a las organizaciones de noticias. Dirigentes y académicos que siempre defendieron ferozmente el Estado de derecho ahora retiran sus artículos de opinión, por temor a que sus argumentos atraigan la atención del gobierno. La reacción ha sido tan desalentadora que nos vimos obligados a contactarnos con nuestros estudios de abogados externos para asegurarnos de que mantuvieran su compromiso de defender nuestros derechos constitucionales.

Por un lado, entiendo toda esa cautela. La administración Trump está abusando de sus amplios poderes para perseguir a quienes percibe como críticos, y tanto las personas como las instituciones se sienten vulnerables.

Por otro lado, los derechos solo se mantienen vivos si los ejercemos. Y el sistema que nos protege de la injusticia solo puede ayudarnos si recurrimos a él.

La democracia, en esencia, se basa en la idea de que el poder en mejor cuando está distribuido, y la disposición de cada persona para ejercer su modesta cuota de poder es muy importante. Y cada uno que se retira también cuenta. El miedo es contagioso, pero también el coraje. Enfrentarse al poder. Anteponer los principios a largo plazo a los intereses personales a corto plazo. Todos esos son músculos que se fortalecen con el entrenamiento.

En este momento de presiones, me considero afortunado de que The Times tenga 174 años de experiencia en frustrar intereses poderosos de todo tipo. Revelamos detalles de la carrera armamentista entre Estados Unidos y la Unión Soviética, algo que enfureció tanto al presidente John F. Kennedy que el FBI intervino el teléfono de la casa de nuestro periodista. Publicamos los Papeles del Pentágono, en abierto desafío a las amenazas legales del presidente Richard Nixon. Revelamos la vigilancia sin orden judicial de ciudadanos estadounidenses después de que el presidente George W. Bush nos advirtiera que tendríamos las manos manchadas de sangre. Expusimos el número oculto de muertes civiles causadas por los imprudentes ataques con drones autorizados por una sucesión de presidentes, y demandamos judicialmente al gobierno de Biden cuando intentó ocultar ilegalmente los registros que documentaban esas falencias.

No es una anomalía; Ningún medio de comunicación lleva al gobierno a los tribunales con tanta frecuencia para defender el derecho del público a conocer sus acciones. Sí, con los años hemos aprendido que defender nuestros principios a veces tiene un precio. Si una cobertura justa y precisa resulta en pérdida de acceso, menos publicidad o la cancelación de suscripciones, que así sea. Pero también hemos aprendido que cuando nos aferramos a nuestros valores y hacemos nuestro trabajo con rigor e imparcialidad, a la larga la gente nos tiene más confianza y el número de lectores aumenta.

The Times afrontará lo que venga en su búsqueda de la verdad y de ayudar a la gente a entender mejor el mundo. Haremos ese trabajo, como lo hemos hecho durante todos los gobiernos desde Abraham Lincoln, sin miedo ni favoritismo. Si el clima contra la prensa continúa deteriorándose, The Times aprovechará las lecciones que hemos aprendido cuando informamos desde lugares donde no existe la red de seguridad de las libertades de prensa establecidas, lugares donde nuestros colegas se enfrentan a una vigilancia constante o a riesgos omnipresentes para su seguridad física.

Sabemos trabajar en condiciones difíciles, y hemos aprovechado esa experiencia para tomar medidas y preparar a nuestros periodistas también para un entorno más complicado acá en Estados Unidas: tomar precauciones adicionales para proteger a nuestras fuentes ante la vigilancia y las investigaciones por filtraciones, mantener prácticas comerciales impecables para reducir la exposición a abusos fiscales y regulatorios, y casi multiplicar por diez el presupuesto para seguridad y litigios legales.

Otro paso crucial es apoyar a otras organizaciones de noticias cuando enfrentan presiones. Nuestra profesión tiene una larga trayectoria de competir por la información, pero unida por la causa de la libertad de prensa. Esa unión será necesaria para evitar la estrategia de “divide y triunfarás” que hemos visto empleada contra estudios de abogados y universidades. Pero en este momento de baja confianza en la prensa, también debemos esforzarnos más para explicarle a la opinión pública por qué también debería estar preocupada, sin importar su ideología.

Mientras daños todos esos pasos, debemos aferrarnos a nuestra independencia, un punto enfatizado por el valiente periodista de investigación húngaro Andras Petho al describir su experiencia de informar a pesar de la incesante presión de su gobierno. Petho advierte que nada hace más felices a los autócratas que los periodistas que se muestran como cruzados contra el régimen, o víctimas de él, porque a quienes ostentan el poder eso les da argumentos para pintar a los periodistas no como narradores desinteresados ​​de la verdad, sino como miembros de una oposición política con fines partidarios.

“Si actúas como un militante, no debería sorprenderte que te vean como tal”, dice Petho. “No digo que nadie deba alzar la voz. Al contrario, espero que sean muchos los que lo hagan: defensores de derechos humanos, grupos de defensa o simplemente usuarios comunes de redes sociales. Pero si te dedicas a las noticias, tu mayor contribución posible para salvar las democracias es hacer tu trabajo y hacerlo bien”.

Dicho de otro modo: la democracia nos asigna diferentes roles a todos. El rol de la prensa es suministrarles a todos los demás la información y el contexto que necesitan para comprender y afrontar lo que sucede.

Sin una prensa libre, ¿cómo sabrá la gente si su gobierno actúa legalmente y en interés público? ¿Cómo sabrá la gente si sus líderes dicen la verdad? ¿Cómo sabrá la gente si sus instituciones actúan en beneficio de la sociedad? ¿Cómo sabrá la gente si sus libertades se mantienen y son defendidas, o si son erosionadas por fuerzas que buscan reemplazar la verdad y la realidad por propaganda y desinformación?

Una prensa fuerte e independiente es esencial para el autogobierno, la libertad personal y la grandeza nacional. Esa visión, antaño radical y consagrada en la Primera Enmienda, cimentó una tradición bipartidaria de siglos de apoyo a los derechos de los periodistas. Si esos cimientos se quiebran, la reconstrucción de una prensa libre e independiente no será fácil.

Hoy que la prensa libre y la democracia en general están bajo presión, los insto a que apoyen a ambas recurriendo a fuentes de noticias dignas de su confianza. Fuentes de noticias que produzcan informes propios e independientes de interés público, y que tengan un historial de desafiar al poder, sin importar quién lo ejerza. Hagan espacio en sus vidas y rutinas para este tipo de periodismo. Lean. Escuchen. Vean. Interactuar con las noticias es uno de los actos de ciudadanía más simples y esenciales que tenemos. Estos no son tiempos para desconectarse.

(Traducción de Jaime Arrambide)

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