
La última tragedia por bala perdida en Morón, con una niña de 12 años herida de gravedad mientras celebraba Nochebuena en la vereda de su casa de Villa Sarmiento, no es un accidente inevitable. Es la consecuencia previsible de una conducta criminal: disparar al aire en contexto urbano. La causa está caratulada como homicidio en grado de tentativa y la fiscalía trabaja para identificar al autor del disparo. Cada minuto que pasa recuerda una verdad incómoda: cuando alguien decide gatillar hacia arriba, somete a cualquiera, a la vuelta de la esquina o a varias cuadras, a una ruleta rusa sin consentimiento.
Desde el análisis realizado por Fidelem, la física del fenómeno es tan simple como implacable. Una bala de arma corta típica abandona el cañón a velocidades del orden de 300 a 340 metros por segundo. Si se dispara con ángulos elevados, el proyectil puede alcanzar alturas aproximadas de entre 1,6 y 2,2 kilómetros y recorrer en planta varios cientos de metros, incluso más de 500 según condiciones de ángulo, viento y tipo de munición. En la caída, la resistencia del aire limita la aceleración, pero no vuelve inocuo el proyectil. La literatura técnica y las pruebas empíricas señalan velocidades terminales entre 60 y 90 metros por segundo, equivalentes a unos 220 a 325 kilómetros por hora. A partir de 61 metros por segundo existe capacidad de penetrar un cráneo. En ciertas configuraciones, como disparos cercanos a 45 grados, la bala puede regresar en el orden de 160 kilómetros por hora, velocidad que sigue siendo suficiente para producir lesiones graves y potencialmente letales, sobre todo si el impacto ocurre en cabeza o cuello. El punto central es que el tirador nunca controla dónde ni cuándo cae la bala.
También es necesario ordenar responsabilidades institucionales. El crimen con arma de fuego no admite compartimentos estancos ni competencia política. Cuando un hecho de estas características ocurre, se requiere una mesa estable que integre Nación, provincia, Ministerio Público y fuerzas de seguridad, con reglas de coordinación previas y métricas de resultado. La Justicia debe calificar estas conductas con la severidad que corresponde. Si hay muerte, el estándar a analizar es el dolo eventual; en su defecto, homicidio culposo agravado por el uso de arma de fuego. La señal correcta es que quien acciona un arma asume el riesgo de matar, incluso cuando no quiso matar a nadie.
La prevención se planifica con datos y se ejecuta con método. Desde el análisis realizado por Fidelem proponemos identificar fechas críticas y zonas con mayor incidencia histórica, desplegar prevención anticipada, utilizar detección acústica de disparos y analítica de video para diferenciar pirotecnia de detonaciones, y reforzar patrullaje focalizado. La trazabilidad debe ser rigurosa: auditorías sobre tenencia, guarda y transporte de armas registradas, controles de munición, sanciones efectivas por incumplimientos de custodia y decomisos cuando corresponda. El componente de mercado ilegal exige operativos sobre talleres clandestinos, acopio de munición y reconversión de armas, porque cada bala perdida es también el síntoma de un stock que no está donde debería.
La investigación no puede improvisarse. Se requieren protocolos homogéneos de preservación de escena, búsqueda y levantamiento de vainas y proyectiles, estudios de trayectoria, hisopados por residuos de disparo, cadena de custodia y cotejo balístico. El cruce de información con cámaras públicas y privadas, registros del 911 y reportes hospitalarios por heridas de arma de fuego en horarios pico mejora la chance de identificar al tirador. La coordinación con fiscalías especializadas acorta tiempos y reduce el margen de impunidad.
La dimensión cultural exige decisión sostenida. La frase disparar al aire mata no es un eslogan, es una constatación técnica. Debe estar en escuelas, clubes, canchas, boliches y medios, sobre todo en la antesala de las fiestas. No hay tiros al cielo inocentes. Hay familias que, de un segundo al otro, quedan marcadas para siempre por un proyectil que nadie vio venir. Los cuadros técnicos tradicionales que ilustran trayectoria, altura, alcance y velocidades de caída son una herramienta pedagógica valiosa, porque muestran de manera simple que la bala sube fuera del control del tirador y vuelve a tierra con energía suficiente para matar.
El caso de Morón vuelve a poner en foco un patrón que se repite cada fin de año en distintas provincias. Registros judiciales y periodísticos muestran lesiones y muertes por balas perdidas en temporadas festivas, en tiroteos en vía pública y en disparos intimidatorios. El impacto es socialmente desproporcionado: niñas, niños y adolescentes como principales víctimas, barrios enteros sometidos a la lógica del miedo, sistemas de salud y de seguridad ocupados por un daño perfectamente evitable.
Hay tres decisiones que pueden empezar a cerrar esta herida. Primera, tolerancia cero con los disparos al aire, con calificaciones penales acordes y sanciones ejemplares. Segunda, prevención basada en evidencia: mapas de riesgo por fecha y zona, tecnología de detección, patrullaje selectivo, controles sobre usuarios registrados y persecución del mercado ilegal. Tercera, investigación profesional que llegue al tirador, con balística forense robusta y trazabilidad de arma y munición. La bala perdida no es mala suerte. Es negligencia criminal. El estándar mínimo de una sociedad que se respeta es prevenir, investigar y castigar con la misma seriedad con la que protege a quienes celebran en paz. La vida de una niña que miraba fuegos artificiales no puede depender del capricho de un gatillo.
