El regreso sin gloria de los granaderos de San Martín

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La historia cuenta que los primeros que vieron a las carretas y a los hombres cubiertos de tierra y cansancio fueron los chicos que correteaban por entre los huellones de ese callejón que entraba a la ciudad desde las orillas y moría en la costa del río. Esto sucedió a fines de febrero de 1826, un lunes o un martes, poco importa, como tampoco es relevante observar que a esa hora del mediodía el calor era agobiante, un detalle que no parecía preocupar demasiado a estos hombres montados en sus caballos y que lucían con secreto orgullo sus gastados uniformes.

Es muy probable que los vecinos de la ciudad de Buenos Aires hayan contemplado con algo de asombro y un cierto toque de indiferencia a esta caravana de carretas desvencijadas y hasta hayan mirado con cierto desdén y recelo a esos harapientos montados en matungos flacos que marchaban hundidos en un silencio hosco que para más de un observador debe de haberle parecido pendenciero o algo peor.

Había en ellos una cierta dureza en la mirada que provocaba inquietud, desconcierto y algo parecido al respeto

Motivos tenían estos pacíficos vecinos para recelar, en un tiempo en el que circulaban insistentes rumores sobre los peligros que acechaban a la ciudad. ¿Quiénes eran, de dónde venían, que buscaban? No era una tropa de reseros, no eran peones de alguna estancia, no eran comerciantes o proveedores de las pulperías. Había en ellos, a pesar de las ropas gastadas, a pesar de las barbas crecidas y el visible deterioro físico de algunos, una gallardía, una dignidad íntima, una cierta dureza en la mirada que provocaba inquietud, desconcierto y algo parecido al respeto.

Pronto un rumor empezó a circular entre los vendedores ambulantes, los troperos de la plaza, los parroquianos de los escasos bares de la zona, las chinas que marchaban con los atados de ropa para lavar en la costa. Esos hombres de mirada hosca, mal entrazados, cubiertos de polvo, eran los granaderos que regresaban a su ciudad luego de catorce años de ausencia.

Pocos en 1826 recordaban que mil hombres del flamante cuerpo de granaderos fundado por San Martín marcharon en su momento a Mendoza para incorporarse al Ejército de los Andes. Tampoco sabían o se acordaban que desde ese momento el regimiento estuvo en todas las citas donde había que jugarse la vida. Los granaderos pelearon en Chile, Perú, Ecuador, Colombia y Bolivia. Ganaron y perdieron batallas; guerrearon bajo los rayos del sol y en medio de tormentas y borrascas; no dieron ni pidieron cuartel. Mataron y murieron sin otra causa que la de la patria. De sus filas salieron generales, oficiales y soldados valientes. Bolívar, Sucre y Santander ponderaron su disciplina, su coraje, ese orgullo íntimo que exhibían por ser granaderos. San Martín, tan ajeno a los elogios fáciles, dijo de ellos: “De lo que mis granaderos son capaces de hacer, solo yo lo sé; habrá quien los iguale; quien los supere, no”. Don José sabía de lo que hablaba.

Pero regresemos al lunes 19 de febrero de 1826. Hacía calor en Buenos Aires, y cerca del mediodía no era mucha la gente que se paseaba por la zona de la Recova y la Plaza Mayor. A los rigores de la temperatura, se sumaban los avatares de la política. Bernardino de Rivadavia acababa de asumir la presidencia, un mandato otorgado por un Congreso que ya empezaba a ser impugnado por buenas y malas razones. Desde hacía unos meses, Brasil nos había declarado la guerra y, para escándalo de los ganaderos federales, el Congreso había iniciado el debate para capitalizar la ciudad de Buenos Aires.

Los granaderos con el sable corvo de San Martín

No, no eran rumores amables los que circulaban en el Río de la Plata en esa calurosa mañana. Los vientos de la guerra soplaban amenazantes. La guerra contra Brasil, pero también las guerras civiles. Ni el gobierno ni los opositores tenían ganas de recibir visitas inoportunas, visitas que recordaban tiempos viejos y al nombre de San Martín; un nombre incómodo para una ciudad que no le perdonaba no haber movilizado a las tropas en Chile para defender a Buenos Aires del ataque de las montoneras federales de López y Ramírez.

La caravana llegó hasta la Plaza Mayor, los hombres acomodaron las carretas como pudieron, ataron los fletes en los palenques y se protegieron de los rayos del sol bajo la sombra de la Recova. Nadie salió a recibirlos. No hubo ni ceremonias oficiales ni privadas. Nadie los esperaba y nadie parecía tener muchas ganas de hablar con ellos. Ellos tampoco se quejaron o levantaron la voz. Estaban acostumbrados a las ingratitudes, a la indiferencia, a saber que un soldado se las arregla como puede. Comieron carne salada y unas mujeres que nadie sabrá de dónde salieron les acercaron unas jarras con agua, el único obsequio de una ciudad que, en su momento, diez, doce años antes, los despidió con honores.

Repuestos del viaje, el “trompa” Miguel Chepoya hizo sonar su trompeta -la misma que vibró en San Lorenzo- frente a la Pirámide de Mayo. ¿Quiénes son estos extravagantes menesterosos que rompen el sagrado silencio de la siesta con una trompeta ridícula? ¿A quién se le puede ocurrir semejante cosa en el Buenos Aires de 1826? Después, en rigurosa formación, marchan hacia el Parque de Retiro, donde dejan sus arreos. Sólo algunos chiquilines los acompañan. Ni formación especial ni comitivas oficiales. Una semana después, la Gaceta Mercantil les dedica algunos renglones. Nada más. Tampoco ellos piden más. El único orgullo que se permiten estos hombres es ser soldados de San Martín y pertenecer al regimiento que para el Libertador era, como se decía entonces, la niña de sus ojos. La mayoría de ellos no conocen los entremeses de la política criolla. Seguramente no saben quién es Rivadavia o Rosas; qué significa ser unitario o federal. Les basta, les alcanza y les sobra con saber que conocieron a San Martín y que fueron sus soldados.

Motivos tenían para estar orgullosos. Su destino militar estuvo unido a las guerras de la independencia. No faltaron a ninguna cita. Combatieron en Vilcapugio, Ayohuma, Sipe Sipe; desfilaron orgullosos por las calles de Montevideo; estuvieron en San Lorenzo, Chacabuco, Maipú y Cancha Rayada. Después se lucieron en Río Bamba, Pichincha, Junín y Ayacucho. El balance es elocuente: ciento diez batallas en las costillas.

Luego iniciaron el regreso a Buenos Aires. El 10 de julio de 1825 llegaron a Valparaíso bajo las órdenes del coronel Félix Bogado. Nada les resultó fácil. Ni en Valparaíso ni en Santiago los esperaban. Les habían prometido pagarles los sueldos atrasados y no lo hicieron; les habían prometido trasladarlos con las comodidades del caso, y tampoco lo hicieron. El coronel Bogado discutió con políticos chilenos y diplomáticos argentinos. El reclamo era más que modesto: caballos y carretas para viajar a Buenos Aires. Recién en Mendoza, un señor llamado Toribio Barrionuevo sacó de sus bolsillos unos pesos para financiar el regreso.

El 13 de enero de 1826 salieron de Mendoza en una caravana de veintitrés carretas y unos caballos cansados. Antes de partir, Bogado ordenó un recuento de armas y pertenencias: 86 sables, 55 lanzas, 84 morriones y 102 monturas.

Setenta y ocho hombres son los que llegaron a Buenos Aires. De ellos, siete estuvieron desde el principio, desde cuando a San Martín se le ocurrió crear el regimiento de granaderos a caballo. Importa recordar los nombres de estos muchachos: Félix Bogado, Paulino Rojas, Francisco Olmos, Segundo Patricio Gómez, Dámaso Rosales, Francisco Vargas y Miguel Chepoya. Dos meses después, Rivadavia se acuerda de ellos y los designa escoltas presidenciales. Pero las desconfianzas y recelos persisten. Finalmente se corta por lo sano y los disuelven.

Veamos el destino de estos sobrevivientes: Félix Bogado, paraguayo y lanchero, se inició como soldado raso en San Lorenzo y concluyó su carrera militar con el grado de coronel. Cada ascenso lo logró en el campo de batalla. San Martín lo hizo teniente coronel y Bolívar, coronel. Murió en mayo de 1829 en San Nicolás. Estaba pobre y tuberculoso. Hoy un pueblo y numerosas calles lo recuerdan, pero en su momento nadie se acordó de él. El “trompa” Miguel Chepoya, iniciado en San Lorenzo, se dio el lujo de hacer sonar su trompeta en Ituzaingó. Es la última vez que lo hizo. Murió en su ley. Peleando contra un enemigo extranjero.

José Paulino Rojas era cordobés. También estuvo en todas y en todas fue respetado por su coraje. Ninguna de esas virtudes alcanzó para salvarle la vida. Rojas, enredado en las guerras civiles, murió fusilado en 1835. El verdugo que dio la orden a los tiradores es probable que no supiera quién era ese soldado que murió sin quejas y sin bajar la vista. De los otros, es decir de Vargas, Rosales, Olmos y Gómez, no dispongo de datos. Es probable que mucho no haya. Por lo general, las grandes biografías no se escriben con las peripecias de estos hombres, cuyo exclusivo patrimonio son las cicatrices ganadas en los campos de batalla y en el más absoluto anonimato.

Después, mucho después, llegarán los reconocimientos y los honores. Y las consabidas efemérides escolares. Bartolomé Mitre dirá del Regimiento de Granaderos: “Concurrió a todas las grandes batallas de la independencia. Dio a América diecinueve generales y más de doscientos jefes y oficiales en el transcurso de la Revolución. Y después de entregar su sangre y sembrar sus huesos desde el Plata hasta Pichincha, se paró sobre su esqueleto y los soldados regresaron a sus hogares trayendo su viejo estandarte bajo el mando de uno de sus últimos soldados ascendidos en el espacio de trece años de campaña”. Sinceras y bellas palabras para hombres que aquel lunes de febrero de 1826 ni siquiera recibieron el saludo de los perros cimarrones que entonces vagaban libres, famélicos y salvajes por las polvorientas calles de Buenos Aires.

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