El último de la casta

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El Gobierno desordenó la conversación pública y contaminó las ideas en disputa con el objetivo de avanzar en sus puntos de vista, aplicando una estrategia de “a todo o nada”. Simplificó, bautizó con motes agresivos a sus oponentes, cuestionó consensos con la finalidad de desarticularlos, no de mejorarlos. Le faltó profundidad en el abordaje de los difíciles temas que enfrenta el país, a causa de tres razones: desconocimiento, cierta frivolidad y desapego emocional. La incomprensión de la complejidad de una sociedad diversa, asimétrica, con experiencia en crisis, ansiosa de tranquilidad y de una razonable prosperidad que colabore en la solución de sus urgencias, quedó plasmada en una visión mediada por las redes y los sesgos que ellas generan. El algoritmo reemplazó a la reflexión, los likes a los diagnósticos profesionales, las viralizaciones de autoafirmación al cotejo honesto y desprejuiciado de las visiones ajenas.

Una política de panel televisivo y de streaming complaciente ganó la escena de una sociedad cansada de una política tradicional, reducida al apodo de “casta”. Discurso exitoso por un tiempo, pero hoy vaciado de significado. El Presidente se rodeó de adulones, no de interlocutores; su liderazgo piramidal suprimió el análisis sistémico y su fervor, atractivo en los inicios, mutó a un mesianismo populista, bien latinoamericano, pero más tecnológico. El felino quedó enjaulado en el zoo variopinto y lumpen que por momentos parece la Libertad Avanza. La corrupción, nunca ajena a la vida pública, olió terreno fértil y sembró sus semillas de frutos contaminados.

El relato libertario eligió difusores complejos, extraños a una sociedad nutrida de más derechos, más amplia, plural, comprensiva e inclusiva. La batalla cultural denotó la incomprensión y ajenidad a las transformaciones que desde 1983 vive la sociedad argentina. Gritos, censuras y humillaciones fueron los argumentos. Un sectarismo amateur de intelectuales de poca monta le dio léxico a un gobierno que se creía dueño de la verdad. Paradojas argentinas: la sociedad es más liberal y abierta culturalmente que los ideólogos que la quieren modificar al grito de libertad.

El mesianismo de las Fuerzas del Cielo reemplazó a la tradición del pensamiento occidental que se originó en la Antigüedad, pasó por el Humanismo y recaló en la Ilustración. Una tradición que discute consigo misma y que hace del pensamiento razonado su piedra de toque. El golpe llegó del conurbano, territorio de todos los males, hogar de lo peor de la casta, según el relato oficial. Pero también del interior productivo, y eso generó desconcierto. Los “despreciados” volvieron y se hicieron con el triunfo. Pero nada es tan literal. Ni unos ni otros parecen entender a una sociedad, la argentina, vital, independiente, con capacidad de cambio, que no otorga cheques en blanco. La euforia de los ganadores solo es un síntoma más de su fragilidad.

Las preguntas son muchas, las respuestas todavía se encuentran en elaboración. La dirigencia política del país no dimensionó todavía la naturaleza de su crisis, la flojedad de sus discursos, el descreimiento social que posee; su autopercepción ególatra todavía sobrevuela la realidad de las cosas. Habría que mirar el tiempo mediano y largo de la historia, como enseñó Fernand Braudel, para hurgar en los orígenes de una crisis persistente que sufre la clase política argentina. La coyuntura solo ofrece justificaciones para unos y otros, es operativa para el reparto de culpas. Pero no brinda explicaciones meditadas. El Gobierno pensó que era distinto, pero el espejo y los votos le devolvieron otra imagen de sí mismo. Cómo evolucionará su performance es una incógnita. La moneda, entonces, está en el aire.

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