Elogio de los árboles

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Ramas como brazos abiertos y un tronco sólido y alto. Así se ve desde el balcón una araucaria que, vaya uno a saber por qué, creció, y crece, en un jardín plenamente urbano, lejos de los bosques donde suelen habitar estos ejemplares. Quiso la suerte, y nuestro empeño, que encontráramos un departamento con vista abierta y con edificios bajos enfrente, lo que nos permite disfrutar a toda hora de esa maravillosa presencia, que por supuesto no estaba en los planes.

Cuando decidimos dejar la tranquilidad de Martínez, en la zona norte del conurbano, creíamos que resignaríamos gran parte de ese mundo, empezando por el verde. La sorpresa de encontrar este ejemplar de pehuén (así se lo nombra en Chile y en pueblos originarios del sur argentino) se sumó a la presencia en la cuadra de una gran cantidad de plátanos de considerable altura. Sí, son bastante molestos a la altura de la calle por la abundante cantidad de polen en forma de pelusa que desprenden en estos días. Pero de arriba, amigos, se ve una hermosa “alfombra” de hojas que aportan aquel verde que habíamos perdido.

Volvamos a la araucaria. Lo curioso es que está plantada en el jardín de una casa en el pulmón de manzana, y debe tener unos 40 o 50 metros de alto. Esto quiere decir que, suponiendo que el dueño de casa haya plantado semillas, lleva allí una cantidad equivalente de años. No es su hábitat natural. Quienes conozcan el sur andino (a un lado y otro de la Cordillera) lo habrán visto en extensas formaciones boscosas, sobre todo en las laderas de las montañas.

Por eso, puede parecer rara la decisión de los dueños de esa casa en pleno casco urbano. Pero quién no arrastra el viejo deseo de “plantar un árbol” como meta de realización. Árboles como hijos. Propios o adoptados.

Hace ocho años plantamos un ciprés en el fondo de nuestra casa de la playa. Era apenas un plantín de menos de un metro de alto. Hoy anda por los 7/8 metros y sus ramas se han extendido unos dos metros a lo ancho. Brazos abiertos, tronco firme. Algo le pasa en las ramas bajas. Mientras el verde intenso cubre la cúspide, abajo, tal vez por falta de sol, o problemas de humedad, parecen secas. No le encontramos la vuelta, y preocupa.

En estos días comienzan a florecer los cerezos, más adelante también lo harán los palos borrachos y la ciudad se empieza a cubrir de distintos tonos de rosa. Tengo una relación especial con el jacarandá. Sus flores lilas/violetas aparecen dos veces al año, y también los vemos a lo largo de varias avenidas. Pero sobre todo teníamos uno justo en la esquina de nuestra casa en el conurbano. Las flores solían cubrir el jardín porque sus ramas “sobrevolaban” el terreno. Siempre nos marcaron el inicio de los días más largos y más cálidos. Y el perfume.

La familiaridad de los árboles es tal que muchas veces fueron personajes en el cine. Para el público infantil (y, por qué no, también adulto), la entrañable Abuela Sauce, en Pocahontas, la historia de Disney sobre la colonización en América del Norte, es la mejor consejera de la joven de la tribu algonquina a la que llama a seguir el dictado de su corazón. También en El Señor de los Anillos hay árboles que cobran vida (Barbol, en Las dos torres) y en Harry Potter (el Boxeador, en La cámara secreta).

Hay árboles reales que, mito o realidad, tuvieron un rol destacado en las historias de sus pueblos. El roble de Guernica resistió el bombardeo de la aviación nazi. Se conserva un retoño en el club Laurak Bat, en Buenos Aires. El ginkgo biloba, originario de China, sobrevivió a la bomba de Hiroshima.

Cada uno tiene su propio “árbol”. “Soy las manos buenas de mi padre hechas cuna, la carcajada más alta del mundo en una foto sobre sus hombros”, dice el uruguayo Tabaré Cardozo en “Soy”. Árboles, como padres.

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