Emilia de Zuleta cumplió 100 años: elogio de la maestra

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Cuando era niño, mi abuela siempre nombraba a una señora con quien compartía la complicidad de los libros. Yo la veía cada tanto. Cuando murió mi madre me escribió una carta. Luego de aclararme que nada tenía que ver con el rito del pésame, me relataba los orígenes de nuestra relación, anterior a mi nacimiento: “Desde los tiempos en que iba a charlar con tu abuela Angèle, mi amiga entrañable y compañera de lecturas. O ella venía a nuestra casa de Rufino Ortega, a mi escritorio”.

Pasó el tiempo y fui su alumno de Literatura Española Moderna y Contemporánea en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo. No sólo fue mi profesora, la mejor, sino una compañía e impulso constante para muchísimos trabajos literarios y de investigación. Ser el motor de la curiosidad del discípulo y la guía de sus esfuerzos es la condición esencial de una maestra.

Emilia Puceiro de Zuleta acaba de cumplir cien años en su apacible retiro porteño. Merece ser reconocida por su inmenso aporte y entrega a la vida cultural de Mendoza, de la Argentina y del mundo hispanoamericano. Vivimos tiempos veloces, proclives al olvido, pero las personalidades como Emilia portan una ejemplaridad que es imprescindible transmitir a los que no la conocieron. También es necesario conjurar el dañino poder de la ingratitud hacia quienes tanto han dado.

Residente durante sus años de formación y productivos en una ciudad lejana y algo marginal del oeste argentino, es increíble su obra en tiempos previos a internet. La vastedad de sus conocimientos, la amplitud de sus relaciones, sus logros académicos y sus libros son verdaderas hazañas. Todo lo hizo a fuerza de morosas cartas postales y de sus visitas a bibliotecas argentinas y extranjeras.

Nacida el 24 de junio de 1925 en Buenos Aires, en la infancia viajó con sus padres a Galicia, donde la familia permaneció dos años. Rememorando el regreso al país relata: “fui espectadora asombrada de la inauguración del Obelisco emplazado en la calle Corrientes, del gran Congreso Eucarístico de 1934 y del duelo ciudadano por la muerte de Carlos Gardel en 1935”.

A fines de 1936 la familia Puceiro se afincó en Mendoza, donde Emilia siguió sus estudios. En 1943 ingresó a la UNCuyo, creada cuatro años antes, y allí fue alumna del célebre filólogo catalán Joan Corominas, exiliado por la Guerra Civil española; del profesor entrerriano Alfonso Sola González, uno de los poetas sobresalientes de la Generación del 40 y, sobre todo, de Julio Cortázar.

Emilia Puceiro de Zuleta con Guillermo de Torre, en 1962

Sus recuerdos de aquellas clases impulsaron la investigación que después de muchos años de pesquisas, siempre bajo la amorosa mirada de Emilia, terminó en mi libro Cortázar en Mendoza. Un encuentro crucial (Alfaguara, 2014). Conservo sus respuestas a mis ansiosos interrogatorios, pero sobre todo atesoro su testimonio de aquel magisterio: “fuimos sus amigos y de su boca escuchamos los primeros cuentos de su libro inicial, Bestiario. Por entonces era un muchacho alto y delgado, lampiño y de grandes ojos verdes azulados. Guardamos durante años las traducciones propias con que completaba sus clases sobre poesía francesa, desde Baudelaire al surrealismo, sobre los románticos ingleses, Byron, Shelley y Keats».

También conservo una carta manuscrita donde Emilia me dejó su recuerdo vivo del otorgamiento en la UNCuyo del primer doctorado honoris causa que recibiera Borges en 1956. “Algún día esto será historia y la vas a poder contar”, me dijo.

Recuerda ella que en aquellos años iniciales veían pasar por los patios de la universidad con su capa oscura a “otro exiliado ilustre, don Claudio Sánchez Albornoz, que dictaba historia medieval”. Usa el plural al referir su amistad con el profesor Cortázar y otras vicisitudes de formación para incluir en las referencias a quien en 1947 se convirtió en su marido, Enrique Zuleta Álvarez, notable profesor e historiador.

Ella misma ha rememorado aquellos años de mucho cine y lecturas de las revistas Sur y Correo Literario, y de las primeras traducciones de las novelas de Graham Greene, Sartre, Simone de Beauvoir, Camus, Dos Passos, Faulkner. La casa familiar de la calle Rufino Ortega fue el escenario del nacimiento de sus cinco hijos y donde su mágica mano para la cocina ganó celebridad. También fue el espacio en el que creció la mítica biblioteca de los Zuleta, de la que tantos fuimos agradecidos beneficiarios.

Aquella morada se transformó en un lugar de reunión inexcusable para la vida cultural mendocina. Pasaban por allí, además de los referentes locales, los visitantes destacados: los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta; Jorge Luis Borges y su madre, doña Leonor Acevedo; el cuñado del autor de Ficciones; Guillermo de Torre: Miguel Angel Asturias (en una pared de la última casa de Emilia en Mendoza había un cuadro con dos fotos del premio Nobel guatemalteco en Estocolmo con dedicatoria y firma), Rafael Alberti, María Teresa León, Guillermo Díaz Plaja, entre otros. ¿Qué alquimia producían esta mujer extraordinaria y su marido en ese medio provinciano para atraer personalidades de esa dimensión?

Quizás haya muchas claves que conjugar para aproximar una respuesta a esa pregunta. A quienes tuvimos la dicha y el privilegio de ir a sus clases inolvidables nos quedaron enseñanzas para toda la vida: “cuando un libro no les interesa, déjenlo”, nos enseñaba. Una frase que adquiría enorme valor en el contexto universitario. Era un modo contundente de poner el placer de la lectura antes que la obligación de cumplir con un programa.

La obra escrita de Emilia de Zuleta está compuesta por innumerables artículos y por varios libros esenciales. En 1962 publicó Guillermo de Torre (Ediciones Culturales Argentinas); le siguieron Historia de la crítica española contemporánea (Gredos, 1966, ampliada en 1974), Cinco poetas españoles (Gredos, 1971), Arte y vida en la obra de Benjamín Jarnés (Gredos, 1977), Relaciones literarias entre España y la Argentina (Ediciones de Cultura Hispánica, 1981), Guillermo de Torre entre España y América (Ediunc, 1993), Españoles en la Argentina, El exilio literario de 1936 (Atril, 1999).

Si tuviera que elegir entre aquellos volúmenes de los años de gloria de Gredos me quedaría con el de los cinco poetas: Pedro Salinas, Jorge Guillén, Federico García Lorca, Rafael Alberti y Luis Cernuda. La elección deja sin aliento al lector de poesía. De los poetas seleccionados, ella conoció a Alberti y tuvo una extensa correspondencia con Guillén. El modo de contarlo la pinta de cuerpo entero en su humildad: “En 1962, a propósito de un modesto trabajito mío, ‘La esencial continuidad del Cántico’, una carta de Jorge Guillén iniciaba una relación epistolar que duraría hasta su muerte”. No es usual que el poeta le escriba a la crítica. Emilia había dado en la tecla sobre la gran obra guilleniana, una cumbre de la lírica española del siglo XX, desde su lejana ciudad junto a los Andes. Sería de toda justicia que su epistolario sea publicado en una edición cuidada, porque allí anida un tesoro perenne que merece publicidad.

Emilia recibió premios y fue miembro de número de la Academia Argentina de Letras y correspondiente por Hispanoamérica de la Real Academia Española. Fundó, junto a importantes colegas, la Asociación Argentina de Hispanistas y, con sus colaboradoras más cercanas, el Grupo de Estudios de la Crítica (GEC), a través del cual conectó a Mendoza y al país con el mundo, trayendo a críticos de renombre a disertar. Por su prestigio internacional, su sola mención era un imán para que accedieran a venir.

Emilia de Zuleta en su centenario es un faro encendido para quienes fuimos sus discípulos. Con ella, con la maestra y con al amiga, nos quedará siempre una deuda de gratitud impagable. Estas líneas son un emocionado intento de que su luz guiadora les llegue a las nuevas generaciones. Su ejemplo de trabajo inteligente y su generosidad ilimitada merecen ser conocidos y reconocidos.

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