La puerta es de madera maciza. Sobria, pesada, sin pretensiones. Desde la vereda, si el sol da de lleno o si la luz de la mañana encuentra el ángulo justo, se alcanza a ver el altar mayor, un resplandor dorado de teselas mínimas donde Santa Rosa de Lima se recorta en el centro. Afuera, el barrio vibra con el ritmo del Centro Gallego —que impone su silueta justo enfrente— y de los cientos de negocios de muebles que dominan esta parte de la avenida Belgrano, entre fletes, empleados descargando y vidrieras apretadas de sillas y sillones. Nadie sospecha que, a pocos metros, comienza otro mundo.
La Basílica Santa Rosa de Lima no es un templo conocido. Muchos de los que caminan todos los días frente a su fachada de ladrillo se detienen a mirarla. Tal vez sea la falta de perspectiva, apretada entre edificios, que no permite contemplarla en su totalidad. Y sin embargo, ahí está: una de las construcciones religiosas más imponentes de Buenos Aires, con una cúpula que roza los 60 metros y una historia que mezcla duelo, ambición, venganza arquitectónica y, sobre todo, una pertenencia profunda al barrio.
Un templo que nació de una promesa
La historia empieza con una mujer. María de los Remedios Unzué de Alvear —miembro de una de las familias más influyentes de la época, con fuertes vínculos políticos y religiosos— sintió que el barrio necesitaba un lugar sagrado. Fue ella quien donó el terreno y financió la construcción del templo, en un gesto que mezcló fe, generosidad y una visión de eternidad. Quería una obra que hablara de lo trascendente. Algo bello, sólido, espiritual. Algo que no se derrumbara nunca.
Contrató a Alejandro Christophersen, arquitecto noruego nacionalizado argentino, el mismo que había diseñado el Palacio San Martín y presentado, años antes, un proyecto para construir el Congreso de la Nación. No ganó ese concurso, pero en Santa Rosa se tomó revancha: la cúpula de esta basílica —segunda en altura después del Congreso— es una hermana no reconocida de aquella que no pudo firmar.
“Si uno mira desde la terraza, ve el Congreso al fondo. Y es imposible no hacer la comparación”, dice Jorge Rigueiro, historiador, medievalista y alma de las visitas guiadas que se hacen los fines de semana.
Una iglesia como una mamushka
Rigueiro no da datos: cuenta historias con pasión indisimulable. Y cuando habla de la arquitectura del templo, se le iluminan los ojos. “Esto es una suerte de mamushka”, dice. “Una forma dentro de otra, y otra, y otra”. Hay un octógono, un cuadrado, un círculo y una cruz. Todo dispuesto con una lógica geométrica que remite al cielo más que a la tierra.
La iglesia fue pensada en estilo neobizantino, una rareza en Buenos Aires. De hecho, es la única del género en toda la ciudad. El frente de ladrillo recuerda a las construcciones de Constantinopla. El baldacchino sobre el altar —en lugar del típico retablo barroco— evoca las primeras basílicas paleocristianas.
Los mosaicos que recubren techos y muros están hechos con miles de teselas —pequeñas piezas de vidrio veneciano— colocadas a mano por artesanos del norte de Italia. Algunas contienen pan de oro, como en las iglesias de Ravena o Estambul. A simple vista parecen manchas; desde lejos, se revelan ángeles, santos, escenas bíblicas. Un truco visual que también es una enseñanza: hay que tomar distancia para ver el todo.
El barrio adentro del templo
Santa Rosa es arquitectura, pero también barrio. En 2001, durante la crisis, el párroco vendió una antigua araña del baptisterio para poder comprar comida y repartirla entre los vecinos. Hoy, enfrente, funciona la escuela del Campito, con comedor, clases de cocina para mujeres y asistencia comunitaria. Cáritas sigue dando apoyo y el templo, como al principio, permanece con sus puertas abiertas todos los días, a toda hora.
“No es solo un edificio monumental”, dice Liliana Condesse, arquitecta e integrante del grupo de voluntarios que sostienen el espacio con una dedicación conmovedora. “Es un lugar que late con la gente”.
Experiencia, no visita
La visita dura tres horas, aunque nadie tiene apuro. Se recorren las dos cúpulas —una interna y otra externa, montadas como una caja dentro de otra—, las escaleras de mármol verde, las habitaciones de retiro espiritual y la cripta donde descansan los cuerpos de la marquesa y su esposo, hermano de Marcelo T. de Alvear.
En lo alto de la cúpula, siguiendo su forma circular, hay una suerte de museo íntimo: planos originales, fotos de época, nombres de quienes participaron en la construcción y objetos que cuentan la vida de la iglesia por dentro, como si fuera una casa. Un archivo suspendido en el aire, que uno descubre después de subir varios tramos de escalera con la respiración agitada y el cuello en ángulo.
También se escucha el órgano alemán original —el mismo desde 1934—, que suena en vivo, ejecutado por un organista que estudió en Europa y da clases en el Conservatorio. Y cuando la melodía alcanza cierta altura, las luces del templo se encienden de a una, como si la música las llamara por su nombre.
Después viene la merienda: café, pan casero, dulces. Todo servido en vajilla antigua, en una sala donde el tiempo parece haberse tomado un respiro. Algunos visitantes se asoman al balcón que da al altar. Otros se quedan en silencio, mirando los vitrales desde arriba. A veces, en medio del recorrido, una voz femenina interrumpe desde el coro: “Hola Jorgito”, dice. Es la “marquesa”, personaje inventado que encarna, con tono de actriz clásica, a la donante original. Nadie sabe quién está detrás de esa voz. Pero todos aplauden cuando se despide diciendo que su carruaje la espera. Como si el espíritu de la casa se permitiera una broma.
Un templo para volver a mirar
Santa Rosa de Lima no figura en los circuitos turísticos clásicos. Nadie suele nombrarla en los folletos. Pero cada vez más gente se interesa y colma las visitas guiadas. “No damos abasto”, dice Liliana. “Es que esto tiene algo difícil de olvidar”, agrega.
Puede ser el resplandor del altar visto desde la vereda. El brillo de las teselas de oro. La geometría perfecta que organiza el espacio sin que uno lo note. El sonido del órgano. O quizás sea otra cosa: esa mezcla de belleza y hospitalidad, de solemnidad y afecto, que solo ciertos lugares logran sostener.
No hay que ir preparado. Ni creyente. Ni sabiendo nada. Basta con entrar. Lo demás lo hace la iglesia.
Datos útiles
- La Basílica Santa Rosa de Lima está ubicada en Av. Belgrano 2216, CABA. Las visitas guiadas se llevan a cabo todos los sábados, a las 15. El recorrido dura 3 horas e incluye merienda. Consultas y reservas: W: (11) 5499 5541. IG: @visitandosantarosa