En busca del código para gestionar el caos

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Tanto nuestros estudios cualitativos recién finalizados como el análisis de los datos duros de las encuestas y el de redes sociales demuestran que la abrupta reducción de la inflación y la estabilidad del tipo de cambio son dos logros profundamente valorados de manera transversal por gran parte de la población. Se decodifican como tres anhelos históricos de la vapuleada sociedad argentina: orden, tranquilidad y previsibilidad. Queda evidenciado por el nivel de aprobación del Gobierno, que se ubica en el orden del 50%.

Del mismo modo, como máximo, el 30% de la población reconoce que disfruta de una situación holgada o, al menos razonable, en su consumo cotidiano. Son mayormente los que tienen un empleo formal en el sector privado. Su salario le ganó a la inflación, se duplicó en dólares y además tienen acceso al crédito. Para el otro 70% –donde existen mucha informalidad y también buena parte del empleo público, así como los desempleados– todo es cuesta arriba. Hay más esfuerzo que premio, se impone la “cultura del no” y “el mes termina el día 20”.

Es un cuadro de situación cuya configuración se presenta disonante. No hay hoy una correlación lineal entre la economía personal y la opinión sobre la gestión gubernamental. Por ello, lo que ocurre se vuelve difícil de procesar para los extremos ideológicos. Entre los aspectos que puede corregir la macroeconomía y aquellos que son propios de la micro, se están produciendo fallas en la interfaz que algunos eligen omitir y otros resaltar.

De un lado, suponen y prevén que la prepotencia de las grandes mejoras, a la larga, terminará por resolver cualquier tipo de mal funcionamiento en lo pequeño. Aplican aquel viejo axioma de la estrategia de guerra: “quien puede lo mayor puede lo menor”.

Desde el otro lado del campo intelectual, los confrontan señalando que las interfaces requieren, como todo mecanismo de articulación –ya sea en la antigua mecánica analógica como en la contemporánea fluidez digital– de ciertos diseños específicos que faciliten la conexión entre las diferentes piezas del sistema para lograr que funcione como un todo armónico y productivo.

Mientras tanto, en la marcha de los ciudadanos conviven actualmente el disfrute y el padecimiento. La praxis está plagada tanto de lo dulce como de lo amargo. Cada quien paladea un sabor diferente, dependiendo de un sinfín de factores y circunstancias. En sus proyecciones, la imaginación de una mayoría vibra en colores. Enarbolan la bandera del “esta vez es diferente”. El resto únicamente visualiza oscuridad.

Entre lo concreto y lo abstracto se cruzan, afectan y retroalimentan en el magma del humor social corrientes de sentido subterráneas contradictorias y paradójicas. En el primer semestre de este año emergen a la superficie bajo la conjunción de dos premisas consistentes en la coyuntura, más siempre volubles por definición: “esperanza con añoranza”.

El retrato de Cortázar, por Sara Facio; en Rayuela, escribió: “Probablemente de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose”

Julio Cortázar afirmaba en su obra más icónica, Rayuela, que “probablemente de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose”.

La lúcida reflexión de uno de los grandes referentes de la literatura nacional se conecta con aquello que enfatizaba el pensador francés Gabriel Marcel. En su ensayo Prolegómenos para una metafísica de la esperanza, decía: “Solo puede haber esperanza, propiamente hablando, donde interviene la tentación de desesperar; la esperanza es el acto por el cual esta tentación es victoriosamente superada. (…) Opongo la voluntad de seguir siendo quien soy. Me resisto con todas mis fuerzas a anticipar”. Por eso para él “la esperanza es un afán y un salto”, es escapar de las tinieblas, huir de un destino sombrío. Quien la tiene se decide a borrar aquello que se supone ya escrito y da la pelea por escribir su propia historia.

Tanto Cortázar como Marcel veían en la esperanza una fuerza última, la pulsión vital de Freud haciéndose presente ante el vaticinio del infortunio esquivando así el destino trágico.

Sucede que, como decía, esa esperanza hoy no está sola. A fines del año pasado estaba acompañada por otra palabra mayor, de enorme relevancia para la cultura occidental y cristiana que la potenciaba: la templanza.

Se ha producido, justamente por los ruidos en la interfaz, una sutil mutación: ahora ese lugar fue ocupado por la añoranza. Es decir que estamos aquí frente a dos fuerzas en tensión. Se añora una época más efusiva, con más goce, aunque se supiera ficticia, efímera. Se decidió, de manera inédita, pasar del corto plazo al largo plazo, de la demencia a la coherencia, del descontrol a la sensatez, de “delirarla a cuidarla”. Es menos divertido, pero más sólido. Se piensa en el futuro, aunque se resigne presente.

Parece haber un cambio de chip en buena parte de la sociedad. Sus integrantes aprietan los dientes y siguen. Aguantan, resisten, empujan, se dan ánimo, pero no por eso dejan de extrañar ciertos espacios de celebración. Saben que el tránsito es largo y que el proceso de mejoras será paulatino y, sobre todo, lento. De hecho, ese es uno de sus reclamos actuales entre varios de los que apoyan y arengan: “Esto va lento”. Frente a eso exclaman estoicos: “Tal vez yo no lo vea. Es un esfuerzo y un sacrificio que hago por mis hijos”.

¿De qué manera podría evolucionar esa dinámica hecha de deseos y rispideces? Es un interrogante que mal podría tener una respuesta precisa y definitiva. Hay que predecir conductas, voluntades, límites, fortalezas y debilidades de un corpus social crecientemente fragmentado, donde se consolida una configuración dual que, a su vez, está constituida por un patchwork de inquietudes, hábitos, estilos de vida y demandas.

Durante los últimos 50 años los argentinos pasaron cuatro grandes traumas: el Rodrigazo en 1975, la hiperinflación de Alfonsín en 1989, el estallido 2001/2002 y finalmente, la pandemia y la extensa cuarentena 2020/2021

Ese colectivo humano porta, independientemente del lugar que ocupe cada cual, una psiquis que durante los últimos 50 años fue afectada por cuatro grandes traumas: el Rodrigazo en 1975, la hiperinflación de Alfonsín en 1989, el estallido 2001/2002 y, finalmente, la pandemia más la extensa cuarentena 2020/2021. Un conjunto de lapidarios uppercuts al mentón que desgajaron la identidad nacional. Sobre ese territorio fáctico y libidinal bombardeado se apoyó el shock 2024, que al menos el 56% de los ciudadanos buscó de manera consciente. Un “rompan todo” desesperado, arriba de todo lo que ya estaba roto. Como si ya no tuvieran oído para la melodía, un grupo predominante eligió que la sanación a la agitación del heavy metal era la impronta terminal del punk.

Como bien lo señala el experto en medios y comunicación Carlos Scolari en su ensayo Las leyes de la interfaz: “Como cualquier otro lugar donde se dan procesos de construcción de sentido e interpretación, la interfaz nunca es neutral o transparente. La interacción está lejos de ser una actividad natural: es un juego interpretativo (…) En la interfaz los sujetos intercambian información, pero también negocian, discuten, acuerdan o rompen relaciones (…) En este proceso siempre habrá un espacio para el malentendido o una sobreinterpretación”.

Lo que plantea en el fondo Scolari es que siempre debemos tener mucho cuidado con los ruidos en las interfaces, porque generan desencuentros que terminan afectando la experiencia de los usuarios y provocando malestar.

Resulta obvio que, siendo así, no hay espacio para simplificaciones ni reduccionismos. Todo lo contrario. Hace falta recurrir a un concepto de la matemática, difícil de abordar, pero imprescindible en este tipo de flujos tan erráticos y fragmentarios, donde viven y conviven una multiplicidad de realidades y sensorialidades que se superponen en una titánica confrontación por dominar la creación de sentido. Se trata de lo fractal.

Pensar el caos: los fractales

La palabra “caos” es de origen griego y su sentido original era “abertura” o “agujero”. Hoy se la define, en el sentido físico, como un “estado amorfo e indefinido que se supone anterior a la ordenación del cosmos”. Está claro que en ambas lecturas hay un factor común: lo desconocido, lo indefinible.

En su acepción más amplia, el caos es comprendido, con lógica, como “confusión, desorden”. Y yendo a un grado mayor de precisión, acorde con el pensamiento profundo, se lo expresa como el “comportamiento aparentemente errático de algunos sistemas dinámicos deterministas con gran sensibilidad a las condiciones iniciales”.

Intuitivamente se tiende a asociar al caos con lo impredecible. Y, por lo tanto, imposible de gestionar. Sin embargo, ese planteo generalizado ha sido cuestionado por la ciencia moderna, que se ha esforzado por demostrar que aun lo que luce anárquico podría no ser tan así.

Hoy sabemos eso gracias al concepto de fractal. El término “fractal” proviene del latín fraxus, que significa “quebrado”. El concepto fue acuñado por un científico poco convencional que hoy es reconocido como un genio: el matemático Benoit Mandelbrot, polaco, luego nacionalizado francés y estadounidense. Él nos legó un lenguaje para interpretar y navegar el caos. Para poder hacerlo, hay que comprender cómo funciona la lógica que articula y organiza los fragmentos, los quiebres, las pequeñas partes, para dar forma a un conjunto que las supera y las contiene.

Mandelbrot tenía un don especial para ver los patrones ocultos en la naturaleza. Allí donde todos veían anarquía, él detectaba un orden subyacente. Registraba forma y estructura, en lo que simulaba ser un desastre informe. Mandelbrot se dedicó toda la vida a buscar una explicación matemática simple para las formas irregulares del mundo real que en lugar de negar o idealizar él celebraba como las asperezas de lo verdadero.

En una de sus citas más famosas, dijo: “Las nubes no son esferas, las montañas no son conos, las costas no son círculos y la corteza de los árboles no es lisa”. Le parecía un sinsentido que los matemáticos hubieran presentado como perfectas formas que por naturaleza son imperfectas.

Fue así que se preguntó a sí mismo si podía existir una unicidad en esa aparente diversidad de la naturaleza. ¿Compartían alguna característica matemática común las superficies de las nubes, las ramas de los árboles y los ríos, los bordes de las costas? Llegó a la conclusión de que así era. Se debía al proceso natural de autosimilitud o “parecido a sí mismo”. Es decir, la naturaleza repetía o iteraba al infinito formas simples que van ganando complejidad a medida que crecen en escala.

Por ejemplo, entre las nervaduras de las hojas de los árboles y sus ramas hay una misma estructura, solo que en distinta escala. Si se observa con atención, puede apreciarse una ramificación que se repite una y otra vez. Lo mismo sucede en nuestro sistema pulmonar o en la estructura de los vasos sanguíneos. En los copos de nieve sucede lo mismo: si bien cada copo es único, todos comparten una estructura fractal con patrones hexagonales repetitivos. Por eso, los fractales son también conocidos como “la huella digital de Dios”. Se tiende a pensar que lo complejo emerge de estructuras complejas. Mandelbrot logró demostrar que no. Lo complejo es la repetición infinita de estructuras simples.

El tema es encontrar cuáles son esos elementos, o conjuntos de elementos, esas estructuras, esas formas geométricas originales que luego se repiten. Este es el gran desafío del pensamiento fractal. Descubrir la naturaleza y el comportamiento de cada uno de esos fragmentos, de esos fractales, que luego dan forma al conjunto escondiéndose en su trama.

El caos puede ser pensado y gestionado. Solo hay que tener el código adecuado para correr el velo que oculta su arquitectura.

Vivimos un tiempo en el que todo se parte y se vuelve fractal. Desde la conversación pública a partir de las deformaciones que producen las redes sociales, potenciadas por la omnipresente cultura algorítmica y el poder voraz de la inteligencia artificial, hasta los medios de comunicación con sus múltiples plataformas.

Esta fragmentación no hace más que expresar estructuras sociales que, con sus crecientes diferencias para con los demás grupos y, en simultáneo, intensas homogeneidades de carácter tribal hacia el interior, construyen figuras difíciles de interpretar. Parecen hechas por niños pequeños que encontraron una caja de venecitas y las fueron pegando al azar.

El consumo y las marcas, naturalmente, tratan de dar cuenta de esa configuración multiplicando la diversidad de opciones y tentaciones que promocionan en la vidriera infinita de un mundo físico que, al hibridarse con el digital, nunca cierra.

El deporte, la música y el turismo, que reinan en el mundo del entretenimiento contemporáneo, replican el formato haciéndose eco de aquello que Chris Anderson, en ese entonces, director editorial de la revista Wired, definió en 2004 como la economía long tail o de “larga cola”. Permitía explicar, por ejemplo, por qué formatos comerciales de profusa dispersión, como serían Spotify, Apple Music, Netflix y tantos otros serían exitosos: muchas opciones, pero accesibles para cientos de millones de públicos posibles en cualquier momento y lugar.

La política, como no podía ser de otro modo, dado que pretende representar ese aquelarre hecho de particiones, pierde amalgama en la yuxtaposición de intereses, identificaciones y discursos, volviéndose fractal. Un despliegue de candidatos a medida de cada nicho de electores. La geopolítica repite el patrón, solo que a una escala mayor, generando un planeta donde brotan los conflictos por doquier. Los mercados financieros bailan al son de esa música cambiando de humor en minutos. Todos esos fenómenos se retroalimentan y se potencian entre sí.

Vivir en la Torre de Babel

La vida contemporánea se ha transformado en una gran Torre de Babel. Todos hablan. Muy pocos logran entender y entenderse.

Mandelbrot nos enseñó que no debemos temerle a una configuración que en apariencia luce caótica porque lo único que estamos viendo, como si estuviéramos frente a la revelación de Matrix, es la verdad. Él supo descubrir que el propio universo es fractal.

Llegó a la conclusión de que en él se pueden predecir los patrones, pero no sus formas exactas. Por lo tanto, es inherentemente impredecible. Y este es el músculo mental que hay que ejercitar: la capacidad de detectar esos patrones y predecir sus posibles recorridos. En ese ejercicio, las certezas son una falacia. Las proyecciones, las estimaciones y los escenarios, una obligación del buen pensar.

La matemática fractal se aplica, entre otras cosas, en el pronóstico del tiempo y en el análisis de los mercados financieros. Como sabemos, ninguno es exacto, pero hay regularidades que pueden preverse y predecirse. El problema, afirmaba Mandelbrot, es que “con demasiada frecuencia la importancia de un evento no se reconoce hasta que es demasiado tarde para un registro adecuado”.

Consejo para tener muy presente si tenemos la intención de auscultar el futuro de nuestra sociedad crecientemente fractal y sus posibles conductas.

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