Teléfono negro 2 (Black Phone 2; Estados Unidos/2025). Dirección: Scott Derrickson. Guión: Scott Derrickson y C. Robert Cargill. Fotografía: Pär Ekberg. Música: Atticus Derrickson. Distribuidora: UIP. Duración: 114 minutos. Calificación: solo apta para mayores de 16 años. Nuestra opinión: buena.
La segunda parte de Teléfono negro sigue el camino de unas cuantas notables películas de terror estrenadas en los últimos años con una repercusión que supera con creces las expectativas más optimistas. Las reglas que rigen hoy el funcionamiento de la maquinaria de la industria del entretenimiento establecen que detrás de cualquier éxito de ese calibre siempre aparece la inevitable realidad de una secuela. Inclusive, como en este caso, cuando la historia original nos ofrece un cierre al que no hace falta agregar nada más.
Por fortuna, detrás de Teléfono negro aparece la figura de un realizador tan competente como Scott Derrickson, que sabe cómo llevar adelante una continuación imprevista (y en los papeles casi imposible) y de paso conectarla directamente con el resto de su obra. En esta segunda parte aparecen, entre otros detalles interesantes, referencias precisas a algunas de las valiosas contribuciones al género que el realizador de Doctor Strange hizo en el pasado. Sobre todo El exorcismo de Emily Rose y Líbranos del mal, títulos en los que (como ocurre aquí) la conexión entre lo sobrenatural y el mundo real funciona como eje fundamental de la representación del Mal.
Derrickson tiene que pegar un fuerte volantazo para contar este segundo capítulo, porque el personaje central de la historia original (Grabber, el demente asesino de niños escondido tras la horrible máscara de un diablo sonriente) está muerto. Con la ayuda de su guionista de siempre, C. Robert Cargill, el director le da una vuelta de tuerca al mismo cuento que inspiró el film original (escrito por Joe Hill, hijo de Stephen King) sin abandonar la esencia del relato: la amenaza más grande aparece cuando el Mal adopta la forma de algún trauma familiar que se ensaña con los más inocentes hasta un punto irreversible.
En el inclemente invierno de Denver, a comienzos de la década del 80, los hermanos Finney (Mason Thomas) y Gwen (Madeleine McGraw) reaparecen como adolescentes cuatro años después de haber vencido a Grabber (Ethan Hawke), para encontrarse nuevamente expuestos a esa misma espeluznante amenaza, cuyo regreso espectral coincide con una serie irresuelta de traumas emocionales del pasado familiar.
El iracundo Finney, dueño del peso del relato original, le pasa la posta a su hermana menor, que ahora experimenta su poder de comunicarse con el mundo sobrenatural de manera agresiva y dolorosa. A su alrededor se irá levantando toda una estructura que incluye visiones fantasmales, referencias religiosas y (de nuevo) el castigo de las almas más puras en medio del paisaje nevado de un campamento recreativo para jóvenes cristianos, escenario ideal para que todo ese pasado reviva de la manera más cruenta.
Derrickson nos lleva a ese mundo ochentoso, con adolescentes pueblerinos que miran videoclips y sueñan con escuchar en vivo a Duran Duran, a través de imágenes filmadas en formatos analógicos (como el Super 8) que se destacan muy especialmente en las magníficas secuencias oníricas. Lo que en buena medida esta secuela pierde es la manera sutil, discreta y a la vez profunda quela historia original utilizaba para instalar el miedo más profundo sin recurrir jamás a los clásicas herramientas efectistas del género.
Aquí, en cambio, se vuelve con frecuencia al recurso del jump scare (el sobresalto de algún personaje frente a alguna aparición inesperada, convenientemente reforzado desde la banda sonora) o el empleo de la cámara lenta. Quizás no había otra manera de encarar una secuela de estas características, que costará entender en sus líneas fundamentales sin haber visto la película original.