Los primeros dos minutos del discurso de Donald Trump desde el Salón Oval tras el asesinato de Charlie Kirk se ajustaron al guion presidencial para estos casos: elogios para la víctima, un ruego a Dios para que proteja a su familia y el luctuoso “es un momento oscuro para Estados Unidos”.
Pero a renglón seguido el presidente tiró el guion a la basura, culpó violentamente del asesinato a la izquierda norteamericana, y juró venganza.
El contraste fue evidente incluso para algunos de sus simpatizantes. Más tarde Trump apareció en Fox News, y cuando un periodista acotó que había “radicalizados de derecha” así como había “radicalizados de izquierda” y le preguntó “¿Cómo hacer para unirlos?”. El presidente rechazó la premisa de base: dijo que la radicalización de la derecha estaba justificada por la indignación frente a la inseguridad. “El problema son los radicalizados de izquierda”, dijo. “Son despiadados, son espantosos”.
La idea de que Trump sea un presidente de tiempos de guerra cuya guerra es en contra de algunos de sus compatriotas refleja la absoluta singularidad de su presidencia
Trump ha dejado en claro hace mucho que no volvió a la presidencia para unir a la nación. En una era de polarización profunda de la sociedad norteamericana, rara vez habla de sanar heridas. Y mientras que otros presidentes suelen intentar bajar un cambio en momentos de crisis nacional, Trump echa leña al fuego. No adhiere a la idea tradicional de ser el presidente de todo el pueblo de Estados Unidos. Actúa como presidente de la América republicana y de quienes concuerdan con él, mientras que a quienes no lo hacen se los trata y exhibe como enemigos y traidores que merecen castigo.
“La izquierda le declaró la guerra a Estados Unidos”, dijo el sábado por mensaje de texto Stephen K. Bannon, exestratega en jefe de Trump y prominente voz del movimiento MAGA. “Trump es un presidente de tiempos de guerra, ahora centrado en erradicar a los terroristas nacionales, como ANTIFA”, añadió Bannon, refiriéndose al movimiento antifascista.
La idea de que Trump sea un presidente de tiempos de guerra cuya guerra es en contra de algunos de sus compatriotas refleja la absoluta singularidad de su presidencia. El año pasado, en campaña para recuperar el poder cuatro años después de su derrota en la reelección, Trump dejó de lado los habituales clisés sobre la unidad nacional y empezó a decir que la mayor amenaza para Estados Unidos era “el enemigo interno”.
Trump ve un país partido en dos bandos ideológicos y políticos: uno que lo apoya y otro que no. Y gobierna en consecuencia
Ya entonces prometió “represalias” contra quienes lo habrían traicionado a él o al país, y pasó los ocho primeros meses de su segundo mandato aplicando ese castigo a demócratas, republicanos rebeldes, aliados distanciados, estudios de abogados, universidades, medios de comunicación y cualquier otra persona que considere desleal o demasiado progresista.
Trump ve un país partido en dos bandos ideológicos y políticos: uno que lo apoya y otro que no. Y gobierna en consecuencia. En los últimos días, prometió enviar tropas a ciudades gobernadas por demócratas, mientras envía fondos de ayuda para desastres a los estados gobernados por republicanos.
Es una visión que refleja la propia historia y personalidad de Trump, fruto de esa noción de la vida de “nosotros contra ellos”, de ganadores y perdedores, que le sirvió para impulsarse durante décadas en los negocios, en los realities de televisión, y finalmente en la política. No se siente cómodo consolando: prefiere el combate, necesita un enemigo. Y con los demócratas divididos y sin un líder, Trump aprovecha para posicionarse como el azote de una izquierda estadounidense que, según él, se ha radicalizado hasta lo irreconocible.
“Esta ha sido la constante desde un principio”, dice Jeff Shesol, exredactor de discursos de Bill Clinton, sobre la escalada retórica de Trump tras el asesinato de Kirk. “No es una táctica. No es una estratagema. Así es él y así ve el mundo, de manera maniquea. La izquierda -la ‘izquierda radicalizada’, como siempre la llama- es malvada, y esta es otra oportunidad para demostrarlo, independientemente de los hechos”.
Numerosas voces de la izquierda alimentaron la división en las redes. A las pocas horas de la muerte de Kirk, norteamericanos de todo tipo empezaron a señalarse con el dedo, incluso antes de que se hubiera capturado a un sospechoso o se hubieran determinado con certeza sus móviles. Trump y otros aliados de Kirk, consternados por el asesinato de una figura emergente de la derecha a quien conocían y apreciaban, expresaron su profunda indignación por los comentarios que parecían aplaudir o justificar el asesinato de alguien por motivos políticos. La mayoría de los demócratas electos a nivel nacional se unieron a los republicanos para denunciar el asesinato y pedir el fin de la violencia política, que en los últimos años ha estallado en todo el espectro ideológico norteamericano. Pero mientras el gobernador republicano de Utah, Spencer Cox, hizo un dolido llamado a la unidad, el presidente expresó su enojo, diciendo que “simplemente tenemos que moler a palos” a los “lunáticos de la izquierda radicalizada”, aunque también instó a la “no violencia”.
“Me temo que esa época en que la palabra de los políticos podía sanar a una nación ya no existe”, apunta Ari Fleischer, que era secretario de prensa de la Casa Blanca el 11 de septiembre de 2001, cuando el presidente George W. Bush enfrentó su mayor crisis y unió a Estados Unidos contra un enemigo externo común.
Trump está enfocado desde hace mucho tiempo en complacer a su núcleo duro de votantes
Fleischer, que apoya a Trump, dice que el presidente ha sido blanco de tanto odio que nadie le reconocería una respuesta serena, si llegara a darla. “El veneno de la izquierda contra el presidente Trump es tan profundo que no hay una sola sílaba, palabra, frase o párrafo que Donald Trump pueda decir que alcance para aplacarlos”, dice Fleischer. “El mantra de Trump es ‘pegá, pegá, y pegá’, así que su reacción no debería sorprender a nadie”.
Al fin y al cabo, fue el propio Bannon quien tras la victoria de Trump en 2016 dijo que la unidad no era el objetivo de gobierno. “No ganamos las elecciones para unir al país”, declaró entonces.
Y Trump -que en ninguna de sus tres campañas presidenciales ni en ningún índice de aprobación de Gallup ha tenido nunca el apoyo de la mayoría- está enfocado desde hace mucho tiempo en complacer a su núcleo duro de votantes. Cuando habla de sus índices de aprobación en las encuestas, suele mencionar solo la aprobación entre los republicanos.
“Si cuidamos la base, lo demás se cuida solo”, le dijo una vez a Anthony Scaramucci, un antiguo aliado que cumplió funciones en la Casa Blanca durante el primer mandato de Trump.
Si ya durante su primer mandato hizo pocos gestos hacia la vereda de enfrente, en su segundo mandato Trump directamente ha abandonado cualquier intento de consenso bipartidario. No convoca a los líderes demócratas a la Casa Blanca para dialogar ni les informa sobre los principales eventos de seguridad nacional.
Sus críticos temen que ahora Trump utilice el asesinato de Kirk para arremeter contra organizaciones e instituciones progresistas, un temor alimentado por las inquietantes publicaciones en redes sociales de Stephen Miller, vicejefe de gabinete de Trump y líder de la ofensiva migratoria de su gobierno.
“En los últimos días hemos descubierto la profunda y violenta radicalización de muchos estadounidenses que ocupan puestos de autoridad: servicios infantiles, auxiliares legales, enfermeras, profesores, funcionarios públicos, y hasta empleados del Departamento de Defensa”, escribió Miller el sábado. “Todo eso es consecuencia de un vasto y organizado ecosistema de adoctrinamiento”.
Pero con tanto clima de amenaza en el aire, hasta Trump por momentos intentó marcar la diferencia entre devolver con violencia y las represalias de otro tipo. Ante la sed de venganza de algunos de sus partidarios tras la muerte de Kirk, Trump hizo una salvedad: “Bueno”, escribió Trump en las redes. “La venganza es en las urnas”.
(Traducción de Jaime Arrambide)