El reloj de mi celular marcó las 19.30 y los últimos rayos del Sol se escondían entre los edificios del barrio de Chacarita. Los casi 40 visitantes que se dieron cita allí, se agolparon en la esquina del recibidor del Cementerio Británico de Buenos Aires y más de uno se quejó del frío. Pese a que es pleno octubre, la noche se volvió prácticamente invernal. Entre los sonidos de camperas que se rozaban entre sí, desde la penumbra de las profundidades de uno de los caminos principales, una mujer con una túnica y un farol de luz cálida, se robó la atención de todos. Primó el silencio. Se acercó al grupo, nos dio la bienvenida con una voz tenebrosa y nos invitó a seguirla para conocer las historias fantasmales de este rincón de estilo inglés único en la Argentina.
“No hay nada que temer”, se advirtió a las mentes abiertas que pretendían corromper la tradición católica de no recorrer los cementerios en la noche, por respeto a los muertos. Pero, al tratarse de uno disidente, las culpas de los fieles se disiparon y fueron invadidos por la necesidad de adentrarse en los caminos y las criptas.
El Cementerio Británico se fundó el 15 de diciembre de 1820 ante la necesidad de que aquellas personas no católicas -e incluso ateas- tuvieran un sitio en donde reposar tras la muerte. Hasta 1833 funcionó en la calle Juncal y, más tarde, se trasladaron los féretros y las lápidas al barrio de Chacarita, donde está actualmente.
A medida que me adentré en el cementerio, solo fueron necesarios algunos pasos para ver las primeras lápidas con nombres y apellidos en inglés, las cruces celtas y tumbas anchas capaces de albergar a dos o más cajones, limitadas con piedras o granito. Hice fuerza con mis ojos para leer algunas menciones: “Descansá en paz” y “Te recuerda tu familia con cariño”. Me llamó la atención que, a diferencia de un cementerio católico, escaseaban las flores. Cada tumba parecía un cantero, ya que su superficie estaba cubierta por un césped verde intenso.

Pese a estar en una zona ajetreada sobre la Avenida Elcano, a medida que avancé por el sendero principal, el sonido de los colectivos se perdió entre el ruido casi igual a la lluvia que emiten los pinos al moverse. El silencio fúnebre me enmudeció, como al resto de los visitantes, tal vez por miedo o, quizás, por interés. Solo nos guiaba la voz de Mara y su farol.
El payaso del pueblo
La indicación de la guía me hizo detener en la primera de las tumbas, la de Frank Brown, más conocido como el “Payaso del Pueblo”. Se trató de un inglés que provocó la risa de muchos con sus espectáculos en Europa y que, en 1884, llegó a Buenos Aires con el circo para el que trabajaba. Embelesado por la sociedad porteña, forjó una amistad con los hermanos José “Pepe”, Gerónimo y Pablo Podestá, los reconocidos artistas que iniciaron los espectáculos circenses con estilo criollo en la Argentina y Uruguay.
Uno de sus shows lo volvió famoso: “El salto de los 21 soldados con bayonetas”. Una hazaña que lo llevó a abrir su primera carpa en un barrio particular de Buenos Aires, Recoleta, con la intención de “enfurecer a los ricachones”. Pese al anuncio de su inauguración, no pudo ser estrenada porque un incendio intencional -atribuido a gente de la alta sociedad- la destruyó por completo.
Por el centenario de la Argentina, en 1916 fue llamado a protagonizar un espectáculo y lo preparó en su terreno, el cual había comprado tras su éxito rotundo en sus giras por América Latina. Curiosamente, esa propiedad se encontraba donde hoy está el Obelisco.
Frank quería que las clases bajas pudieran permitirse ver sus presentaciones, por eso ofrecía entradas a precios accesibles. Para él, el festival patrio debía ser algo popular y para todos. Aunque nuevamente, los aristócratas se lo impidieron y arruinaron sus planes. “El payaso del pueblo”, como se hizo famoso, murió en 1943. “Hay quienes escuchan por la noche las risas de los niños del cementerio que vienen a oír los chistes de Frank a su tumba”, soltó con voz gruesa Mara para darnos un contexto de ante los restos de quién estábamos.
Entre fantasmas y leyendas
Desde ese momento, mis sentidos se volvieron susceptibles a cualquier detalle desconocido, aunque los flashes de los celulares que intentaban captar alguna foto permitía dilucidar en que punto me encontraba. Mis sentidos estaban en alerta, todo podía ser una manifestación espectral… o bien, producto de mi imaginación.
Entre los flashes de las cámaras que intentaban tomar fotos de las lápidas, sin tener una imagen tan clara, avancé por los caminos internos hasta la cripta del austríaco Adolfo Kapelusz, -sí, el de la famosa editorial-. Allí aprendí que ese hombre luchó por la alfabetización de los niños argentinos desde la fundación de su imprenta de libros escolares en el Buenos Aires de 1905.
Las tumbas magnas no abundan en el camposanto, pero la de Kapelusz me llamó la atención. Con poco más de dos metros de alto, de un color bordó intenso y con una puerta de ingreso al subsuelo con capacidad para 100 féretros, entendí que ese era un punto de interés y de leyendas de espíritus.
“Quien toca el granito con una mano, a la vez que se agacha y respira por la puerta de ingreso a la cripta, tiene una respuesta de los niños enterrados allí”, advirtió Mara e invitó a los valientes a intentar conectarse con los chicos.
Pasé en segundo lugar, detrás de otro de los visitantes, nada me aterrorizaba, sin sugestión toqué el granito y me agaché. Acerqué la nariz a la puerta y sin medir la distancia choqué con el bronce helado de la puerta. Sentí un perfume intenso a jazmines, mismo olor que me recibió al inicio del recorrido. Sin decir una palabra me alejé del grupo hasta que todos repitieron el procedimiento.
“Mi pecho se llenó de angustia” ; “Me dieron ganas de llorar” y “Percibí olor a flores, pero no pude distinguir cuáles”. Esas fueron las tres descripciones que junto a la mía dieron fe de que los niños quizás nos agradecieron por la visita.
Señales del más allá
Cuando tomé conciencia por un segundo, la oscuridad se hizo casi absoluta. Perdí el sentido de la orientación y mi única lógica fue intentar oír el ruido de los autos pasar a pocos metros de allí. Una especie de tela negra se adueñó de la sección del fondo, la más antigua del cementerio. Las copas de los árboles parecían más frondosas y a penas se distinguían las estrellas. Pese a que algunos intentaron iluminar el trayecto con la linterna del celular, mi cerebro comenzó a sugestionarse. Los arbustos se convirtieron en figuras humanoides, los brillos sobre la piedra en Orbs y los aleteos de los murciélagos en manifestaciones espectrales.

Además de fieles protestantes, también se enterraron masones que con la arquitectura de los sepulcros intentaron visibilizar los elementos básicos de la organización y de las logias a las que pertenecían. Muchos de los símbolos son evidentes y otros se pierden entre la austeridad de las criptas.

Mientras nos quedamos en silencio por unos segundos para prestar atención a «las señales del más allá», una figura se apersonó entre nosotros e irrumpió con un golpe seco. Algunos aguantaron el aire, otros rieron del susto y unos cuantos emitieron un pequeño grito. Se trató de un hombre disfrazado que, con una carretilla desvencijada, imitó los pasos del personal de mantenimiento del cementerio.

Tras la tensión y las bromas, prendí la linterna de mi celular para ver las marcas del camino. Por respeto, no quería pisar una tumba o cruzarme con otra figura de imprevisto. A lo largo de ese trayecto y casi hasta el final, el olor a jazmín fue mi compañero, opacando por completo el aroma de los pinos, cipreses y paraísos que se plantaron hace más de 150 años para constituir un oasis verde en medio de una ciudad que crecía de forma desmedida.
Después de ver por dentro el único mausoleo que se erigió allí, con una estructura que recuerda a las abadías inglesas y que fue profanada en más de una ocasión para robar las joyas con las que se enterró al arquitecto Francis Malcom y a su familia; seguí el paso a la estructura imperante, la capilla neogótica que marcó el final del recorrido.
Cubierta con un techo abovedado de madera, con un espacio reducido y la imagen de la única tumba con una escultura -la de una mujer que duerme y que, según los trabajadores del lugar, cada noche se levanta y le deja una flor a los difuntos que no tienen visitas-, Mara interpretó el poema 73 de Gustavo Adolfo Bécquer acerca de la muerte.
Con la piel de gallina, una nostalgia inexplicable y un aplauso ensordecedor, una serie de cuestionamientos se vinieron a mi mente: ¿Qué pasa con la vida después de la muerte? Cuando un pariente es olvidado, ¿muere allí realmente? Los ruidos, sensaciones y olores, ¿fueron producto de mi imaginación?
Cuando partí, el atardecer que me recibió había quedado muy lejos. El reloj marcaba las 21 y el celular tenía más de un mensaje que esperaba mi respuesta. Me alejé por la Avenida Elcano, sin el perfume a jazmines, pero con la satisfacción que tal vez las ánimas de los niños me recibieron bien, en el lugar donde ahora descansan por la eternidad.
Toda esta experiencia no apta para miedosos, fue posible gracias a Buenos Aires Fantasma, el ciclo de recorridas nocturnas que realiza este tipo de visitas. Para ser parte de este evento, encontrá más información en la cuenta de Instagram: @buenosayresfantasma.
