Entre vivir para cooperar o vivir para competir

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A los jóvenes de entre 18 y 29 años les cuesta ser felices, evidencian problemas de salud física y mental, tienen dificultad para percibir y definir su carácter e identidad, para encontrar un propósito en la vida, además de estar insatisfechos de la calidad de sus relaciones y de su seguridad financiera. Esto expone el Estudio Global de Florecimiento, elaborado por investigadores de Harvard y la Universidad de Baylor (Texas) a partir de una encuesta de Gallup que abarcó a más de 200 mil personas en 20 países de Occidente. Las conclusiones, publicadas el 30 de abril pasado en la revista científica Nature Mental Health son parciales, porque no incluyen a todos los jóvenes de esa edad que habitan el planeta, pero pueden considerarse como inquietante síntoma de un desasosiego y una desesperanza encastrados bajo la superficie de una cultura global que celebra el juvenismo, promete que “tú puedes”, que es sólo cuestión de proponértelo y que así harás realidad tu sueño. Una cultura que alienta la ambición y estimula la meritocracia. Ante la que caben dos preguntas: ¿ambicionar qué y para qué?, y ¿en qué consiste la meritocracia?

Quizás habría menos jóvenes infelices (desalentados, solitarios, deprimidos, ansiosos, descreídos, violentos y suicidas) si se les ofreciera modelos de vida menos basados en la competición y la ambición individual egoísta y más asentados en la cooperación, en la reciprocidad y en el encuentro para construir visiones comunes y convocantes

La ambición injustificada mata el valor, mata el deseo de volar de otra persona, corta sus alas, chupa el aire”, escribe el poeta serbio Dejan Stojanovic. “Si no hay nada más, se come su propia vida”. Una justa advertencia, ya que la ambición es un medio y, como tal, se torna riesgosa cuando se convierte en fin. Ser el primero, ser el mejor de todos. ¿En qué, para qué, a qué precio? En 2023 la Escuela de Posgrado de Harvard culminó una investigación según la cual los jóvenes de entre 18 y 25 años mostraban el doble de tasas de ansiedad y depresión respecto de los adolescentes. Y, especialmente en los universitarios, esto se conectaba con el hecho de sentirse presionados para obtener metas poco realistas o inalcanzables.

En la “sociedad del rendimiento”, como califica el filósofo coreano Byung Chul-Han al modelo social contemporáneo, sólo hay premio para el que gana una carrera en la que el segundo pierde y el que no completa el circuito no existe. La meritocracia suele reforzar este paradigma. El término (que etimológicamente significa “gobierno de los merecedores”) fue usado por primera vez en 1958 por el sociólogo inglés Michael Young. En su libro Rise of the Meritocracy (El ascenso de la meritocracia) criticaba con acidez la confusión entre privilegios heredados y talento o mérito personal. Cuando se propone la meritocracia como modelo político, profesional, organizacional, empresarial, educativo o, en fin, existencial, se suele ocultar u olvidar un dato esencial. En la carrera meritocrática no todos los participantes parten de cero ni con los mismos recursos, ni con idéntico acceso a herramientas necesarias para la competición. Por lo cual es bastante previsible quiénes serán los ganadores. A los rezagados se los suele acusar de no haberse esforzado lo suficiente, pero lo cierto es que meritocracia y desigualdad suelen ir de la mano, y cuanto más se estimula una más se agranda la otra. Y antes que nada cabe determinar hacia dónde y para qué se corre. ¿Para acumular, éxito, fama, poder, fortuna? ¿O para alcanzar un propósito existencial? En el primer caso el otro es un adversario a vencer, a dejar atrás. En el segundo el otro es una necesidad. Los propósitos existenciales logrados se reflejan en otros. “Tu vida tuvo sentido si alguien respiró mejor porque tu exististe”, escribió el poeta y filósofo Ralph Waldo Emerson (1803-1882). Es lo que va de un mundo competitivo a un mundo cooperativo. Quizás habría menos jóvenes infelices (desalentados, solitarios, deprimidos, ansiosos, descreídos, violentos y suicidas) si se les ofreciera modelos de vida menos basados en la competición y la ambición individual egoísta y más asentados en la cooperación, en la reciprocidad y en el encuentro para construir visiones comunes y convocantes.

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