Leila Daleffe había egresado de la secundaria con el mejor promedio, 9.75, de toda la escuela, y por esa razón recibió el Premio Esperanza de la Patria, otorgado por la Universidad de La Matanza, en 1995.
Ese galardón reconocía la voluntad de progreso, motivación y dedicación de los jóvenes. Para Leila, significaba la posibilidad de ingresar a esa facultad sin examen de ingreso, como reconocimiento a su esfuerzo y mérito. Y lo más importante: recibiría una beca para estudiar Medicina o Derecho.
“El rector de la escuela secundaria llamó a mis papás para ofrecerles las posibilidades de un futuro prometedor y para que me ayudaran a decidirme por alguna de las carreras con más futuro. Había realizado una investigación de Quinto Año en Genética y otra en Fertilización Asistida en las que proponía cosas que eran muy interesantes para desarrollar”, recuerda Leila.
-Los felicito por la hija que tienen -les dijo el rector a sus padres.
-Muchas gracias -respondieron, casi al unísono.
-Ella es un ejemplo de talento, responsabilidad, inteligencia y compromiso -elogió el rector a Leila.
-Sí, desde muy chica que nosotros la educamos con esos valores -dijo su mamá.
-Tenemos muchas posibilidades para el mejor promedio. Es asombroso que su hija haya recibido el premio.
Leila, que no abría la boca, reflexionaba sobre la manera en la que a sus 17 años tres adultos se disputaban su futuro.
-Es el mejor promedio, tenemos ofertas y podemos conseguir más becas -insistió el rector.
-Pero ella quiere ser maestra -expresó su padre.
-No hay apuro, piénsenlo en casa y nos vemos el lunes que viene.
¿La decisión más difícil?
Desde que era muy chica, Leila sabía que de grande iba a ser maestra jardinera. Uno de los recuerdos más lindos que tiene de su niñez es cuando iba a la casa de su abuela, doblaba la esquina y decena de niños y niñas la esperaban para que armara los juegos en la siesta de verano.
En paralelo, cuenta, desde que tiene uso de razón, escribe para registrar lo que siente, para dejar en papel lo que le pasa a ella y a otros.
Sin embargo, a los 17 años se le presentó una enorme posibilidad: recibir una o más becas y otros beneficios que el rector de la escuela tenía pensados para ella. Estaba convencido de que Leila iba a cambiar la idea original por una que significaba, a su mirada, un mejor camino.
Al día siguiente, Leila recibió la visita de Vanesa -su mejor amiga durante la secundaria- y debido a la reciente novedad, el único tema de conversación fue la jugosa oferta que había recibido.
-Primero, te felicito por el premio y por todas las cosas que te quieren ofrecer. Eso no le pasa a cualquiera -la halagó Vanesa.
-Gracias, pero no me gustan ni Medicina ni Derecho, ni otra que me mencionó el rector, de la que ni me acuerdo el nombre -le respondió Leila.
-Vos tenés que dejarte llevar por tu corazón. ¿Qué te dice?
-Que quiero ser maestra jardinera, que voy a estudiar para ser maestra. Me encantan los niños.
-Me parece genial. Tenés que ir a la reunión del lunes con esta convicción.
– ¿Y si me arrepiento?
-Quizás, tengas otra oportunidad en otro momento.
“Aún hoy recuerdo su cara de decepción”
Llegó el día lunes. Leila había tenido una charla con sus padres en la que les había anticipado su veredicto. Una determinación que para ellos no era sorpresa. Mucho menos, algo inesperado.
-¿Pensaron en lo que hablamos la semana pasada? -les preguntó a los tres el rector.
-Ella quiere ser maestra jardinera -le respondieron sus padres, con una mirada muy tierna.
“El rector estuvo unos cuantos minutos tratando de convencerme y convencerlos, de manera infructuosa. En esa época había algo de respeto. Yo escuché todo con atención. Mis papás siempre fueron gente trabajadora y podrían haber tenido la pretensión de aceptar. Pero eligieron acompañar mi decisión. Yo nunca había dudado”, dice Leila. Y agrega: “El rector parecía muy indignado, aún hoy recuerdo su cara de decepción. Su mejor promedio elegía ser una simple maestra jardinera”.
En busca de su gran pasión
Leila se recibió de maestra de Nivel Inicial, al poco tiempo se casó y a los cinco años se fue a vivir con su esposo y su beba recién nacida a Río Gallegos (Santa Cruz).
“Mi primera experiencia fue en jardín privado. Recuerdo que el primer día sentí mariposas en la panza, literalmente. Es un poco el temor lógico de quien va a dar un gran paso. Luego de las residencias, en donde tenés un aproche de lo que significa la tarea docente, uno se siente de todas maneras en un estado de vacío. ¿Sabré lo suficiente? ¿Podré con todo? La realidad es que la experiencia se hace caminando. Preparaba mis clases con un compromiso total y tenía la intención de superarme día a día. Pero estaba el miedo, la incertidumbre. Bastaron los primeros abrazos de los chicos para darme cuenta que algo hermoso estaba por suceder, y que estaba en el lugar correcto”.
Leila cuenta que siempre tuvo una relación muy fluida con las niñas y los niños. Y también con los chicos y las chicas de primaria, cuando los acompañó como bibliotecaria.
“De todas las áreas, siempre sentí especial predilección por el arte, porque me permitía conectar con las emociones más genuinas y ancestrales. Dedicaba mi tiempo a trabajar con cada uno, para ver su máximo potencial. No me regía por los tiempos habituales, me importaba que lo que se hiciera tuviera sentido siempre. Mirarlos a los ojos y trabajar con ellos”.
Cuando regresó a Buenos Aires, años después, consolidada en el ejercicio de su profesión, comenzó a acompañar las trayectorias docentes de sus compañeras, que la alentaron a crear su propia página web.
De esa forma nació El Mundo Inicial, su red de contención, donde miles de colegas se forman diariamente en lo que para ella es la clave de todo: la cultura en las escuelas.
Más tarde se formó en Historia del Arte y estudió la licenciatura en Educación Inicial.
“A partir de ese momento llegaron los viajes, las posibilidades de expandir mi posicionamiento, los libros, las editoriales y, casi en paralelo, mi actual puesto en Gestión. Yo soy El Mundo Inicial, todo lo que se ve soy yo misma y lo somos quienes creemos que la infancia es terreno de todo lo posible, y que para que eso suceda necesita adultos que lo garanticemos y lo impulsemos. Para mí. la docencia es mi vida, no trabajo de docente, soy docente y lo seré siempre”, se emociona.
Un reencuentro especial y dos preguntas sorprendentes
Hace tres años, Leila, después de casi 30 de haber terminado la secundaria, se reencontró a cenar con muchos de sus compañeros del colegio. Entre ellos, estaba Vanesa, la amiga que la había apoyado en el momento de optar por la carrera que eligió. No se veían desde la entrega de diplomas y no habían tenido contacto. Luego de estrecharse en un cariñoso y gran abrazo, se sentaron una al lado de la otra.
-¿En algún momento te pusiste a pensar que hubiera sido de vos si elegías Medicina? -la sorprendió Vanesa.
-Siento que de haber sido médica hubiera incursionado en el área de Pediatría. Me hubiera gustado ser innovadora, poder ayudar a resolver problemas que otros no han podido resolver. Creo que sería muy parecida a lo que soy ahora: corriendo por los pasillos, tratando de escuchar, de atender situaciones, de mirar a los ojos, de poner cuerpo donde hay vacío, de luchar por lo que considero que es justo. De sanar, de cuidar, de trabajar en equipo -le contestó con mucha certeza.
-¿Y si hubieras optado por Derecho?
-Acá me veo más guerrera, más aguerrida. También siento que hubiera ido por el camino de la defensa de los derechos, de la vulneración. Pero creo que me hubiera peleado con demasiada gente. No hubiera tenido un final feliz como abogada.
Cambiar los finales de las historias
A partir de esa noche, Leila y Vanesa volvieron a acercarse y otra vez se eligieron como amigas. Cada tanto, comparten charlas en algún café y, en algunas oportunidades, hasta se juntan con sus familias. ¿Qué cosas de tu esencia y de tu profesión podrías haberles aportado a estas dos carreras?
Algunas cosas se adaptan, el medio también hace lo suyo, pero la esencia permanece con uno desde el principio al fin de los días.
Entendí que me gusta servir al otro, ayudar y cambiar finales de las historias, esas que parecen destinadas a una muerte anunciada. A veces, con pequeñas intervenciones el impacto en la vida del otro es tremendo y sustancial. Hace poco, una mamá que cría sola a su hijo, y a quien tuve la oportunidad de ayudar en algunos momentos, me dejó un regalito con un cartelito que decía “gracias por no dejarnos nunca solos”. A veces, siento que la agradecida soy yo.
¿Qué consejo les darías a los adolescentes/jóvenes a la hora de elegir una carrera?
Sin duda, les diría que piensen (o se piensen) en esos lugares que interpelan, que nos permiten diversificar, multiplicar, desde el ámbito que sea. Que sientan ese fuego que te mueve cuando amás lo que hacés, esa pasión que reconocerías entre miles de opciones. Esa versión tuya que mediante los desafíos te lleva a demostrar tu máximo potencial. Todos somos necesarios, todos necesitamos algo y tenemos algo para dar al mundo.