Tan mexicano como el maíz y el mezcal, Diego Eduardo Córdoba González es fácil de distinguir por su altura y sus rasgos, cuando camina por el barrio de Recoleta y atraviesa Plaza Francia. O cuando ingresa a las aulas en donde cursa la maestría en Literatura Española y Latinoamericana que lo impulsó a viajar a Buenos Aires.
Entre el estudio y una mudanza aprovecha una pausa para contar por qué eligió dejar su país, —al que extraña— para vivir en una cultura diferente, más allá del estudio y los libros.
Nació en Apatzingán, dentro del estado de Michoacán. Si algo caracteriza a esa región frondosa y selvática, además de una Constitución firmada en 1814, es el calor. En los días más frescos el termómetro marca los 20° y en los calurosos, 41°. Crecen aguacates, limones, y frutas exóticas para los que nacimos al sur de América. “Hay que tener mucho cuidado con las semillas ahí porque te da todo, yo creo que te podría dar hasta en el cemento”.
Por el destino de su padre, que trabajaba en la Comisión Federal de Electricidad, primero la familia se mudó a Puebla y, seis años después, a Naucalpan, Estado de México, a veinte minutos de la ciudad capital.“Para mí fue como un boom, un gran choque en todo sentido. Educacional, visual”. Estaba acostumbrado a las calles pequeñas de los pueblos, a veces sin pavimento, o con poca luz. Pero cerca de la Ciudad de México, todo era inmenso. “Mucha luz, muchísimo tráfico, ruido”. De un colegio de inspiración católica con un nivel básico, pasó a otro más exigente y tuvo que esforzarse para estar a la altura. Le costó unos seis meses aclimatarse a ese ambiente.
Día de Muertos en Michoacán
No es posible hablar de una cultura mexicana sin tener en cuenta la diversidad de orígenes, lenguas y costumbres. En el caso de la región de los antepasados de Diego, se destaca por ser uno de los lugares más tradicionales para celebrar Día de Muertos, sobre todo en su capital, Morelia. “Llena de historia, con muchos sitios de terror y palacios, la catedral es impresionante”.
Diego cuenta que la cultura michoacana es muy amiguera. “Tenemos (creo en todo México), este amor a la comida, para nosotros es un ritual con cierta rigurosidad”.
El Día de Muertos es una fecha sincrética. “Es algo muy bonito en Michoacán porque se vive de manera muy personal y es más un espacio de tranquilidad. No solamente hacia uno, sino que se tiene mucha estima a los muertos; la veneración o el cariño a la memoria de los muertos es estática”.
Parte de la idiosincrasia mexicana es no negar ni tapar el duelo con celebración, sino tomarlo a pecho, “con la esperanza de que si nos aventamos hacia el dolor, va a pasar rápido”. Al mismo tiempo, la inclinación hacia la fiesta es evidente: se recuerda, se ama, se celebra, se ofrenda y se va a los panteones durante el día y también a la madrugada.
“Mi abuelo murió cuando yo tenía cuatro años. Gracias a él, tengo el primer recuerdo de mi vida que es estar en un coche lancha —que así le decía él—, un coche viejo como de los 60s, 70s que jamás se le descompuso. En ese recuerdo nosotros estamos bajo la lluvia esperando que mi hermano salga y yo lo estoy abrazando. Es un recuerdo muy inmersivo, yo parado a su lado”. Siempre le rinde respeto a ese abuelo, también a sus mascotas. Aunque de algunas no tenga fotos, forman parte de las ofrendas.
A su abuela Tita iba a visitarla algunas veces para esa fecha a Michoacán. Otras se quedaban en Naucalpan y compraban flores de cempasúchil en el mercado. “Siempre en noviembre le decía a Tita: ‘oye, vamos hay que empezar a hacer el altar’. Entre los dos hacíamos equipo, yo me encargaba de poner las cajas de madera. Ella, pues, hacía la comida, por supuesto. Me llevaba a comprar todo con mi papá, así que era como un trabajo en equipo, un recuerdo muy de nieto a abuela”.
Los libros que salvaron su vida
De niño, aun antes de saber leer, le fascinaban los libros que su padre veneraba. A los diez años empezó con contenidos fuera de la escuela, a los que denomina “juveniles”, como Las ventajas de ser invisible, el universo de Narnia y algo de Stephen King. Después llegaron los temas latinoamericanos. Recuerda el impacto que le provocó Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco, que combina la memoria personal con la colectiva. Un libro de escasas setenta páginas —a la par de los poemas de Jaime Sabine—, que le abrió una puerta a otro plano. Dejó de ver la literatura como un pasatiempo y entendió que había algo más profundo, con capas que se iban develando a medida que leía.
Dos años de residencia en la mancha metropolitana de la Ciudad de México, y el matrimonio de sus papás se iba a pique. Su madre decidió volver a Michoacán y luego probar suerte en Estados Unidos. Los hombres se quedaron en la casa. “Tuvimos que aprender mi hermano, mi papá y yo a vivir juntos”. No fue nada fácil.
La adolescencia temprana, la etapa de las primeras borracheras, los regaños y los descontentos. Diego cuenta que le costó procesar tanto cambio. “No quería poner nada de atención en la escuela, yo quería nada más que distraerme de todo lo que sentía. Me iba mal, menos en español, lengua y química”. Lo rescató su bandita, tres compañeros de aventuras que lo acompañaban a todas partes o se quedaban en alguna casa para compartir videos y películas.
Aunque era muy amiguero, su refugio fue la música. Sus gustos reflejaban sus estados de ánimo, que pasaban del post-punk a la electrónica. Se había obsesionado con la banda de sonido de Donnie Darko —aquel thriller de culto con un conejo macabro—, y repetía hasta el cansancio los temas de Hello Seahorse! y Joy Division.
Para los 14 años ya había escrito varios diarios y algo de poesía. “Mala, con ganas, pero era demasiado divertido porque era otro tipo de expresión que iba descubriendo, que iba explorando”. Se sentía como un niño con un juguete nuevo que podía moldear a su gusto.
Sus amigos no compartían su pasión por la escritura, pero en la “prepa” dos profesoras de literatura que captaron su interés, lo incitaron a dedicarse a las letras. Una lo hizo con vocación, la otra lo hizo a su pesar y Diego lo tomó como un desafío. “Creo que no le gustaba cómo hablaba, cómo escribía y las participaciones que yo daba en la clase. Hasta me quiso sacar de su clase pero el director no la dejó”. ¿Su mayor revancha? Sacarse un 10 en el ensayo final.
En 2019 ingresó en la Universidad Iberoamericana y sintió una bocanada de aire puro, se encontró con pares, con gente que apreciaba la lectura como él. Ya había participado en algunos certámenes de cuentos y poesía, y unos amigos lo invitaron a formar parte de El Toro Salvaje, un suplemento cultural de boxeo, que en realidad era un espacio de experimentación. Ahí publicó sus poemas. “Se me empezó a quitar un poco el síndrome de impostor, recibí la aprobación de mis compañeros y algunas devoluciones sobre las reseñas que hacía”.
A la literatura argentina llegó gracias a Oliverio Girondo y su perspectiva erótica de lo sugerido y lo sensorial. De Borges, lo apasionó su capacidad de experimentar con el texto mismo, “en giros como en espiral hacia un centro que nadie sabe dónde está ni hacia dónde va a desembocar”. Terminó un poco saturado de información, por tantas interpretaciones y relecturas.
En 2023 terminó la carrera y empezó a trabajar en un bufete de abogados especializados en producción, escritura, edición y auditoría de visados en Estados Unidos, centrados en violencia hacia migrantes, algo que le resultaba demandante en un sentido emocional. Durante el poco tiempo libre escribía en su diario o algunos cuentos. “Los fines de semana entraba como en una especie de implotación. Nada más quería ir a divertirme, salir con mis amigos y estar con mi novia”.
Fue el momento de decidir: quedarse en ese trabajo o volar más alto y buscar una maestría que lo devolviera al camino de su vocación. Ganó la sed de aventura. “Me quiero aventar a la vida, a ver qué sale, ¿no?”. Como buen mexicano, valoraba el pensamiento argentino, entonces eligió la Universidad de Buenos Aires. “Y, bueno, el vértigo entró durísimo”.
La aventura literaria en Buenos Aires
“En principio, lo que me impactó fue el hecho de vivir solo, la inminente amenaza de estar conmigo mismo todo el tiempo”. Entendió que había dejado todo, a su familia, a su entonces novia, que en esa época se volvió su ex.
Su padre había estado ya en Buenos Aires y se la describía con embeleso. “Nunca lo cuestioné, más bien en mi ingenuidad, quería que fuese así”. Pero no es lo mismo pasear que vivir. Y si bien le pareció una ciudad bellísima y muy caminable, una vez más tuvo que adaptarse a un contexto diferente al suyo. “Llegué a sentir como que se me ponía otra capa en la piel. Me di cuenta que no iba a ser la misma vida social que tenía en México, muy activa, muy de aquí para allá, muy de estar con todo el mundo”. Sintió una barrera, con vínculos más superficiales, no podía acercarse a sus compañeros en profundidad. “Fue desconcertante, porque yo conocía a varios argentinos en México, súper buena onda”.
Era un extranjero en el sentido más absoluto de la palabra.
Había llegado en abril, llovía seguido y apenas el sol se dejaba ver entre las nubes. En ese ambiente sombrío le parecía habitar un cuento nórdico. La arquitectura del microcentro, y el vacío de los fines de semana, contribuían a su propia oscuridad. Otros extranjeros lo invitaron a su círculo de confianza y de a poco las amistades se fueron abriendo, y así pasó por su vida el amor con acento argentino. “Ahí las cosas se hicieron más cotorras, como decimos en México, más divertidas”. Aunque hoy no está ajeno a los problemas sociales y políticos del país, su entorno cambió.
Alguna vez percibió que lo acechaban en la calle y se cuidó de sacar el celular. Otra, le fueron insistentes en ofrecerle marihuana biológica, y le pareció extraño. “¿Entonces la que fumo es abiótica o sintética?”, ríe. Aun así, le encanta la ciudad con sus contrastes y contradicciones, con sus propuestas culturales que se asemejan a las de México, con eventos literarios y musicales. Además, le fascina que el sol no “muerda” como en su país. “El sol es abrasador, sumamente hostil, no puedes estar cinco minutos porque ya sentiste el achicharramiento de tu propia grasa corporal”.
De sus paseos por Buenos Aires, rescata Tigre, San Fernando y la Laguna de San Miguel. Y si hablamos de comida, lo que más le gusta en Argentina, es el sabor ácido de algunos alimentos, o condimentos como el chimichurri o el vinagre en ciertas comidas. “El platillo que más me gusta es la milanesa de pollo. Sé que es algo super básico, pero se ganó mi corazón, junto con el guiso de lentejas y el pastel de papas. Con estas tres opciones estaría más que feliz y satisfecho”. También se enamoró de las tortas y las facturas. De chocolate y dulce de leche, no hay competencia entre el dulce de membrillo y el de batata, le encantan los dos por igual. “Lo que extraño de allá, es el picante y las tortillas. Si bien aquí están todos los elementos necesarios para hacer comida mexicana, creo que sin esa variedad de chiles y las tortillas, habría un impedimento”. La nostalgia no le impide apreciar la comida argentina.
Mientras estudia y sueña con volver, trabaja en su libro de poemas. “Se llama Poesía Industrial, me encanta este juego en donde no sabes si con todo esto de la IA de los modelos en internet donde puedes generar mediante prompts de poemas muy genéricos o clásicos, me jugué, pero con la noción de cómo se construye el yo poético”. Hay un apartado de textos vinculados hacia la experiencia diaria de un personaje que Diego creó, “que a la vez es autobiográfico y a la vez no”. Otro se llama “Obra reunida 2015-2022”, que es ficción escrita por un alter ego o un personaje de otra dimensión. Dimensión que hoy lo encuentra dentro de una ciudad, a veces de la furia, pero siempre literaria.