Es otoño en el corazón

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Ha llegado el otoño. Salgo de casa a las siete de la tarde y ya ha oscurecido. Es un alivio manejar de noche hasta el canal de televisión. Durante la primavera y el verano, los rayos solares previos al crepúsculo me aturdían y a ratos enceguecían, mientras conducía al estudio, lastrado por el tráfico, turbado por las lluvias. Siempre me ha gustado el otoño, más ahora que tengo una edad otoñal.

No escucho música cuando manejo, ni voces de comentaristas sabihondos, ni hablo por teléfono. Cuando estoy al timón de la camioneta, frustrado por el tráfico espeso del final de la tarde, trato de pensar, un esfuerzo que, dada mi condición de haragán, me cuesta trabajo. Pienso que el próximo año quisiera trabajar menos en la televisión. Ahora mi programa se emite de lunes a jueves. Me digo que fatigar mi palabra incendiaria cuatro días a la semana es demasiado. El próximo año me gustaría exhibirme de lunes a miércoles y esconderme de jueves a domingo. Es un buen plan trabajar tres días y descansar cuatro, solo que de momento es un secreto.

También pienso que soy un vendido, un arrastrado, un adorador del oro. Los clientes publicitarios pagan para que yo les haga propaganda durante el programa. Eso me perturba moralmente, me atormenta la conciencia, rebaja la estima que siento por mí mismo. Los lunes digo en el programa que conviene tomar una bebida energizante, y entonces muestro la lata y afirmo sin rubor que tomar esa bebida te convertirá en una persona más laboriosa, más rendidora, pero, por supuesto, evito decir que yo mismo prefiero no tomarla porque creo que me haría daño. Promociono entonces un producto que, sospecho, no es bueno para la salud. Los martes digo que conviene tomar una bebida gaseosa azucarada, con cafeína, y enseguida exhibo la lata como si fuera un trofeo y confieso que soy adicto a esa bebida. Es cierto que me gusta beberla con hielo, pero probablemente por eso estoy gordo y sin duda sería mejor tomar agua que ese refresco alto en calorías. Los miércoles anuncio como mercachifle de feria una cerveza en lata, a pesar de que detesto la cerveza. Sin embargo, miento sin empacho y aseguro que cuando tomo esa cerveza en particular me siento más relajado, más cachondo. No bebo esa cerveza ni ninguna, pero engaño al público diciéndole que debe consumirla para sentirse más relajado, más cachondo, a sabiendas de que todo es un embuste mercenario. Por último, los jueves hago propaganda a un chocolate de leche. Como si fuera un actor profesional, muestro el chocolate, lo abro y le doy un suave mordisco, saboreándolo lentamente, derritiéndome en expresiones de goce y placer, celebrando lo rico que está, diciéndole a la audiencia que no comer ese chocolate es perderse una de las cosas buenas de la vida.

Mientras conduzco por la autopista, pienso que debería hablar con el gerente de la televisora, y ponerme firme, altivo, insobornable, y comunicarle que no haré más propagandas a la bebida energizante, a la gaseosa azucarada, a la cerveza en lata y al chocolate de leche. Me siento un cínico, una mala persona, un manipulador desalmado, cuando le pido al público que consuma unos productos que probablemente no le conviene comprar. Por lo visto, no me importa intoxicar a la audiencia, perjudicar a personas que de veras me quieren, si a cambio de ello gano un buen dinero. Por eso, atormentado, sintiendo que es otoño en el corazón, le escribo un correo al gerente del canal, diciendo que ya no quiero hacer las menciones publicitarias de nuestros leales patrocinadores. Mi credibilidad está en juego, le escribo. No quiero manchar mi credibilidad, añado. El gerente me responde al día siguiente, diciendo amablemente que, si dejo de hacer propaganda a esas empresas, mostrando sus productos, elogiándolos con entusiasmo, entonces se verá obligado a despedirme. Yo no pago tu sueldo, me escribe. Tu sueldo lo pagan esos clientes que te dan vergüenza, añade. Si quieres renunciar, renuncia, no hay problema, me invita cordialmente, haciéndome sentir que, como todos, soy prescindible, desechable. Te quedarás con tu credibilidad, pero perderás tu programa, me advierte.

Sin saber cómo resolver el conflicto moral, le pregunto de madrugada a mi esposa qué debo hacer. Ella es mucho más inteligente que yo. Sabe aconsejarme con sentido práctico, siempre con los pies en la tierra. Me dice que en ningún caso debo renunciar a la televisión. Me sugiere que siga haciendo propaganda a los clientes publicitarios, sin sentirme mal por eso. Me recuerda que yo me limito a recomendar ciertos productos y que nadie está obligado a consumirlos solo porque yo digo unos elogios obviamente pagados, es decir interesados. Pero estoy perdiendo credibilidad al recomendar unas cosas que yo sé que hacen daño, le digo. No te preocupes, que ya no tienes ninguna credibilidad, me dice mi esposa, amorosamente. ¿Y cuándo perdí mi credibilidad?, le pregunto, angustiado. Cuando te casaste conmigo, me dice ella, y me da un beso, con una sonrisa pícara.

También pienso, mientras sigo manejando rumbo al canal de televisión, que me gustaría sobrevivir con el programa en antena hasta, como mínimo, el próximo mes de agosto. Entonces cumpliré veinte años haciendo ese programa, en esa televisora. A nadie le importará, desde luego, pero para mí será un hito, una efeméride. Aquellas dos décadas he ganado bastante dinero y, al mismo tiempo, perdido bastante credibilidad, y quizás haya una relación inversamente proporcional entre ambas curvas: más vendes, más ganas, más ahorras, y menos te crees a ti mismo las cosas vendidas que dices. Pienso que, cuando cumpla veinte años en la parrilla del canal, debería renunciar, antes de que me echen por la puerta falsa. Pero mi esposa me dice no renuncies, aguanta, resiste, pelea hasta que te despidan. Supongo que tiene razón.

Haciendo acopio de paciencia, y mientras el tráfico vehicular avanza con una lentitud que a ratos exaspera, pienso que quiero ver el próximo mundial de fútbol, que comenzará en junio, en la capital argentina, y no en casa. Serán cinco semanas, más de cien partidos, y quisiera verlos todos allá lejos de casa, en un hotel bonaerense. Alarmada, mi esposa, tras conocer ese plan rebelde que vengo tramando, me pregunta: ¿y cómo harás tu programa desde allá? Dándome aires de valiente, le digo: no haré mi programa mientras dure el mundial, no puedo perderme un solo partido, le diré al gerente del canal que me tomaré unas vacaciones no remuneradas y me iré cinco semanas a vivir intensamente el mundial en la ciudad que más me gusta, como un argentino más. Estás loco, estás mal de la cabeza, se enternece mi esposa. Luego añade: no creo que el canal te dé permiso para faltar cinco semanas. Tal vez para impresionarla, le digo: entonces los mandaré al carajo y renunciaré, porque el fútbol es una pasión no negociable. Mi esposa sonríe con ternura, me mira como si fuera un niño díscolo y dice: no te conviene renunciar al programa, mejor vemos el mundial acá en la casa y luego te vas al canal. ¿Y si el partido es a la misma hora que mi programa?, me exaspero, como si fuese el fin del mundo. Entonces yo te lo grabo y lo ves al volver de la tele, me dice ella. No es lo mismo, no es igual, le digo, y me quedo refunfuñando.

Por fin, al llegar al canal, me detengo para alimentar a mi familia de gatos sucios, callejeros. Tras abrir las latas y acercarlas a ellos, pienso que, si renuncio a hacer las menciones publicitarias y me despiden de la televisora, esos gatos dejarían de comer lo que les ofrezco, y si me voy cinco semanas a ver el mundial de fútbol en la ciudad de mis sueños, como un argentino más, aquellos mininos cimarrones echarían de menos las cosas apetecibles que les llevo cada noche. No puedo abandonarlos a su suerte, me digo.

Después de hacer el programa, regreso a casa por unas autopistas más o menos despejadas. Nunca falta, sin embargo, una obra en progreso que, cerca de la medianoche, obstruye el tránsito y me devuelve al hábito ensimismado de preguntarme cómo podría mejorar la poca vida que, ya en otoño, me queda por delante. Entonces pienso que, como soy un pusilánime, y como seguiré haciendo las propagandas a la bebida energizante, a la bebida gaseosa, a la cerveza en lata y al chocolate de leche, al menos me armaré de valor para salir el próximo año en televisión sin maquillarme y sin corbata. Si ya he perdido toda mi credibilidad tratando de ser un hombre rico, de qué carajos me sirve maquillarme y ponerme corbata, me pregunto.

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