Eso que hay en aguas profundas: Tiburón o cómo la película de Steven Spielberg cambió el miedo para siempre

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Es verano. La pileta es enorme y se extiende infinita hacia el final del jardín. Por efecto de la luz, al igual que en el océano, cuanto más profunda, más oscura se vuelve. Además, en lo hondo, la sombra del enorme gomero proyecta unas manchas oscuras que se mueven debajo del agua, como producto del viento.

Soy una niña fanática del agua. Cuando no estoy buscando objetos en el fondo munida de una máscara de buceo y un esnórquel, estoy practicando el estilo que nadaba Patrick Duffy en El hombre de la Atlántida. En la serie tenía manos de palmípedo que lo ayudaban a desplazarse, ondulante, a gran velocidad. El estilo es imposible, me cansa rápidamente, pero es lo más parecido a moverse como una sirena.

Si estaba sola en el agua, evitaba la parte más profunda. No era miedo a nadar, eso lo hacía de maravillas; era ese algo que se escondía ahí, un algo que me perseguiría a gran velocidad y podría devorarme o bien me cortaría las piernas de una tajada si intentaba treparme por el borde para salir. Ese algo era lo más parecido a un tiburón, ese algo era Tiburón, con mayúscula y en itálicas: el de Steven Spielberg.

Después de los 50: el alimento inesperado que fortalece los huesos

Entre los chicos de mi edad (nací en 1970), circulaba además el cuento de un tío del amigo de un primo lejano de alguien que, mientras nadaba como cada mañana en Mar del Plata, había sido rosado por un tiburón. El hombre se quedó inmóvil hasta que vio la aleta cortar las olas y perderse en el horizonte. Aterrado, cuando salió del mar había encanecido completamente. Pelo blanco, del terror, casi como María Antonieta antes de la guillotina.

Steven Spielberg recibe un llamado del compositor John Williams diciéndole que ya tiene una idea para el motivo musical de su película. Williams está entusiasmado. Ya reunidos, se sienta al piano y en lo más grave (casi como en la profundidad oscura del mar) toca solo dos notas: mi y fa. Ta-ran. Ta-ran ta-ran. Ta-ran ta-ran ta-ran. Spielberg cree que es un chiste y se ríe. No es un chiste. Williams acaba de mostrarle lo que será el tema central de Tiburón y uno de los sonidos más aterradores de la historia del cine. La filmación (como suele suceder) está llena de contratiempos: el gigante tiburón mecánico falla tan seguido que termina haciendo su aparición bien entrada la película y por pocos minutos. Spielberg se enfoca en el temor, la anticipación y la amenaza. La música de Williams es tan perfecta que aun cuando el escualo no aparece en pantalla, con solo escuchar esas dos notas sabemos que está ahí y quiere sangre.

El guion parece sencillo. En un tranquilo pueblo costero, un enorme tiburón blanco comienza a atacar a los bañistas, desatando el pánico. El jefe de policía, un oceanógrafo y un cazador de tiburones se embarcan en una peligrosa misión para matarlo. La tensión crece en alta mar hasta un enfrentamiento final de vida o muerte.

En junio de 1975, hace exactamente 50 años, se estrena Jaws (o mandíbulas, tal su título en inglés) basada en la novela del mismo nombre de Peter Benchley, que ya había sido un best seller. Fue un fenómeno inmediato: arrasó en taquilla desde el primer fin de semana con colas interminables en los cines. Fue aclamada por la crítica por su tensión magistral y dirección innovadora, convirtiéndose en el primer gran blockbuster del verano norteamericano. La película transformó para siempre la industria del cine y catapultó a Spielberg al estrellato.

Sentados en sus butacas, los cinéfilos sentirán el pánico como nunca antes y el mundo cambiaría también su percepción acerca de los tiburones. Ese miedo se transformaría en frenesí, en mala prensa y en décadas de persecución, convirtiendo a la caza del tiburón en una atracción. Otros expertos son menos fatalistas y dicen que el auge de la caza no fue tan extendido y que a largo plazo les dio una oportunidad a los biólogos marinos de convertir al temido monstruo, retratado casi como una máquina de matar, en un animal con un rol ecológico clave, que si bien puede verse intimidante, no es un cazador de hombres. Un estudio del Florida Museum, que parece broma, pero no, muestra que las chances de ser mordidos por un neoyorkino son mayores que las de ser atacados por un tiburón: 1587 mordidas contra 13 ataques de tiburón en 1987.

La verdad es que los tiburones no evolucionaron para alimentarse de humanos. De hecho, existen hace al menos 400 millones de años, varios cientos de millones predinosaurios, y recién se encontraron con el hombre en los últimos miles de años cuando, como especie, empezamos a explorar el mar. Con el tiempo, el miedo dio lugar a la curiosidad. Los programas de vida submarina pintaron un mejor semblante de estas criaturas, su función en los ecosistemas, el increíble “sexto sentido” que les permite detectar campos eléctricos débiles generados por otros animales, por ejemplo, y su rol en el control de las especies de las que se alimentan.

Nado largos en la pileta. Cincuenta años después, esas dos notas musicales resuenan en mi cabeza. Me río para mis adentros, reflexionando sobre lo infantil del pensamiento. Pero nado un poco más rápido. Igual ya es hora de salir del agua.

El film condicionó la relación con el agua de muchas personas

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