En la Argentina de fines de los años setenta, cuando los futbolistas eran héroes nacionales y las modelos dictaban modas desde las tapas de las revistas, hubo una historia que condensó como pocas el espíritu de una época: la relación entre Pata Villanueva y Alberto “Conejo” Tarantini. Ella, una figura deslumbrante de la pasarela y de la televisión; él, un lateral izquierdo con estilo de rockero y una carrera en ascenso que lo llevaría a ser campeón del mundo con el fútbol. Juntos encarnaron una versión local del amor entre el glamour y el deporte, una pareja que brilló con intensidad en los años en que la fama parecía una forma de destino.
Cuando se conocieron, Pata ya era un rostro familiar para el público. Había sido modelo publicitaria, protagonista de campañas, rostro de televisión y mujer admirada por su desparpajo. Venía de un matrimonio con el productor artístico Héctor Cavallero —padre de su hija Agostina— y atravesaba una etapa de independencia y exposición mediática. Tarantini, por su parte, era uno de los futbolistas más carismáticos del país: jugaba en Boca Juniors, tenía temperamento, talento y esa mezcla de audacia y encanto lo convertía en un personaje fuera de lo común.
La novia del campeón
Se cruzaron en una fiesta en Vicente López, en una de esas noches interminables donde se mezclaban deportistas, modelos, empresarios, actores, actrices… Pata entró con un grupo de amigas del ambiente; él llegó más tarde con compañeros de Boca. Hubo miradas, una charla trivial, una despedida rápida. Días después volvieron a encontrarse y, a partir de ahí, todo avanzó sin pausa.
A fines de los setenta, el país vivía entre la euforia deportiva y la inestabilidad política en medio de una dictadura feroz. En junio de 1978, la selección argentina ganó el Mundial y el “Conejo” Tarantini se convirtió en una de sus figuras. En los festejos, su imagen con los brazos abiertos dio la vuelta al mundo. A su lado, fuera de las cámaras, estaba Pata: elegante, rubia, sonriente, convertida sin proponérselo en “la novia del campeón”.
El triunfo lo llevó a recibir una oferta del Birmingham City de Inglaterra. Pata no dudó en acompañarlo. Dejaron Buenos Aires y se instalaron en una ciudad gris y lluviosa, donde empezaron de cero.
En 1979 nació Bernardita, la primera hija de la pareja. En las cartas que Pata enviaba a sus amigas desde Inglaterra se adivinaba la nostalgia por el bullicio porteño, pero también la emoción de estar viviendo algo distinto. Tarantini luchaba con el idioma y el estilo del fútbol inglés; ella aprendía a adaptarse a un país donde nadie la conocía. Se tenían el uno al otro y eso alcanzaba.
El regreso a la Argentina, en 1980, los encontró en su mejor momento. Tarantini volvió para jugar en River Plate y Pata retomó su lugar en la vida social porteña. En los almuerzos, en las notas de Gente o Siete Días, en los programas de televisión, eran la pareja que todos querían ver: jóvenes, exitosos, carismáticos. Su relación parecía tener el brillo de las historias que nunca se apagan.
El desgaste de la pareja más querida
Pero el fútbol no da tregua. En 1983, el “Conejo” fue transferido al SC Bastia, en Francia, y la familia volvió a empezar. Vivieron primero en la isla de Córcega y luego en Toulouse, donde nació su segundo hijo, Robertino. Aquellos años en Europa fueron intensos y felices: se los veía pasear por las calles, integrarse con naturalidad y disfrutar de la vida familiar. Pata, con su estilo cosmopolita, llamaba la atención de la prensa francesa. Tarantini jugaba bien y se sentía cómodo lejos del ruido argentino. Eran una pareja sólida, aunque detrás del brillo empezaban a aparecer los primeros signos de cansancio.
El desgaste no fue inmediato, pero se acumuló con el tiempo. Los viajes, los cambios de idioma, las mudanzas, las ausencias prolongadas… Pata, que había crecido rodeada de cámaras, empezó a extrañar Buenos Aires y el calor de su entorno. Él, concentrado en su carrera, seguía de club en club, de país en país. La distancia emocional se instaló lentamente, sin discusiones ruidosas, pero con la certeza de que algo se estaba apagando.
En 1988, cuando Tarantini pasó al St. Gallen de Suiza, la relación ya estaba golpeada. Vivían más como compañeros que como pareja. Pata soñaba con volver a la Argentina; él aún quería seguir jugando un tiempo más en Europa. Finalmente regresaron a comienzos de los noventa, pero el vínculo ya no era el mismo. Los nuevos códigos mediáticos, la vida social y los cambios personales hicieron el resto.
Un adiós melancólico
El final fue discreto, sin peleas públicas ni declaraciones cruzadas. Cada uno siguió su camino. Ella se quedó con los chicos y empezó una nueva etapa en Buenos Aires; él continuó vinculado al fútbol y más tarde se volcó a la televisión y a los medios deportivos. Con el tiempo, la historia quedó envuelta en un velo de respeto y melancolía. Ninguno habló mal del otro. Lo que había sido una historia de amor y aventura terminó transformándose en un recuerdo compartido.
Los que los conocieron de cerca coinciden en que fueron una pareja muy unida durante los primeros años, de esas que parecían hechas para durar. “Tenían una complicidad real, se miraban y se entendían sin hablar”, recordó un amigo en común. Otro testigo de la época asegura que “fueron una de las últimas parejas que simbolizaron esa mezcla entre el fútbol y la farándula con elegancia, sin escándalos, sin cálculo”.
Hoy, con la distancia del tiempo, su historia puede leerse como el retrato de un período dorado del país: los años en que el éxito deportivo se cruzaba con el brillo social y donde las parejas famosas eran parte de un relato colectivo. Pata y el Conejo representaron eso: juventud, aventura, una belleza espontánea que no necesitaba guion.
El romance terminó, pero su recuerdo sigue ligado a la nostalgia de aquellos años en los que la Argentina soñaba en color y las historias de amor parecían eternas. Ellos fueron parte de ese sueño, y aunque el tiempo haya hecho lo suyo, todavía permanecen en la memoria.