El estadio de Boca Juniors se impone entre las calles angostas, de rigurosos azules y amarillos. No importa si no es día de partido: siempre, a cualquier hora, hay gente en los alrededores. Son turistas que llegan al lugar como parada obligada, fascinados por lo pintoresco de la zona, pero también vecinos que viven la calle como si fuera el patio de sus casas. Sobre Brandsen, el olorcito a carne a la parrilla se empieza a sentir desde la mañana, cuando se enciende el fuego en La Glorieta de Quique y comienzan a acomodarse las mesas en la vereda. Adentro, fotos y cuadros se asoman tras recuerdos futboleros en las mesadas, sobre las viejas heladeras de madera.

“Hay gente todo el día. No te aburrís nunca. Lo que pasa con La Boca y el fútbol en general, y con La Glorieta en particular, es mágico”, dice Sandra Yarlone, nuera de Enrique “Quique” Ocampo. A su suegro, confirma Sandra, todos lo conocían como “Quique el carnicero”, el dueño de una carnicería del barrio que se convirtió en el primero en armar un grupo de hinchas dispuestos a seguir a Boca a todos lados. Eso que, años más tarde, creció en número y cambió sus dinámicas hasta erigirse en la Barra Brava del club. Dirigió a la hinchada con mano dura hasta 1981, cuando lo sucedió José Barrita. Entonces, cansado de la violencia y los enfrentamientos que crecían a un ritmo exponencial, Quique puso toda su energía en la parrilla que fundó frente a la Bombonera. La misma que hoy, 52 años después, Sandra lleva adelante junto a sus hijas.


– Sandra, ¿cuál es la historia de La Glorieta de Quique?
-La Glorieta nació en 1973. En realidad, estaba justo acá al lado. Ese era el restaurante de mis suegros, en el que empezaron vendiendo sandwichitos los días de partido, por una ventana. Después se fue armando de a poco: un patio, un quincho con un techo de paja. En ese entonces se trabajaba solo los días de partido, Como había muchas peñas, que son las agrupaciones de hinchas en otras ciudades, venía gente del interior. Y también de otras hinchadas, porque mi suegro era muy amigable con todos. Se juntaban, comían algo y se quedaban todo el día.
—Algo más que “muy amigable”: Quique fue un personaje emblemático del barrio.
—Sí, mi suegro se crió acá, como todos nosotros. Él escuchaba los partidos de chico con una vecina. Después empezó a vender sándwiches de milanesa para una panadería y de ahí pasó a venderlos en la popular. Se entusiasmó, se casó, tuvo hijos (uno de ellos mi marido), puso una carnicería y frente a esa carnicería había un bar donde se juntaban con amigos. De esas charlas salieron las primeras reuniones, juntaron bombos y platillos y así se convirtieron en la primera hinchada organizada.

—¿Cuándo pasaron de abrir solo en los partidos a hacerlo todos los días?
—Luis, mi esposo, empezó a ayudarlo a Quique desde chico. Nosotros nos casamos en el 82. En esa época seguíamos abriendo solo los días de partido, vendíamos choripanes y el famoso “lomito”, que en realidad era un bife de chorizo en pan, creación de mi suegro. Después, cuando San Lorenzo jugó varios partidos en la Bombonera porque su cancha estaba suspendida, empezamos a abrir más seguido. Un domingo era Boca, otro San Lorenzo. Así nació una rutina que nos empezó a hacer conocidos. La gente nos pedía que abriéramos siempre la parrilla. Y crecimos. Hoy, después de 52 años, seguimos acá.

—Para muchos hinchas, este lugar es como una segunda casa.
—Totalmente. Hay familias que vienen hace tres o cuatro generaciones. Abuelos, hijos, nietos, bisnietos. Algunos traen fotos viejas con Quique, otros donan camisetas o banderas. Tenemos un pequeño museo con recuerdos que son de todos: la pelota con la que Boca jugó en Alemania y ganó la Copa del Mundo, fotos de peñas, cartas, objetos. Es como un álbum colectivo.
—¿Qué pasó cuando falleció tu esposo, Luis?
—Falleció el 4 de febrero de 2022, y el 13 ya había partido. Los clientes se enteraban por pasacalles o porque venían y no lo veían acá. Muchos se ponían a llorar. Nos preguntaban qué íbamos a hacer, si íbamos a cerrar. Pero este es un proyecto familiar: empezó con Quique y Silvia, siguió con Luis, y ahora seguimos nosotras, mis hijas y yo. Criamos a las chicas acá, también es nuestro segundo hogar.

—Más que una historia vinculada a la gastronomía, la de este restaurante es una historia vinculada al barrio, ¿Cómo encaran el negocio?, ¿cómo arman los equipos de trabajo?
—Mis hijas están al frente junto a Fernando, que de chico fue novio de una de ellas y es como un hijo para mí. Después tenemos gente que nos acompaña hace muchos años. Roberto, por ejemplo, está desde el 2000; lo conocimos en un campamento, nos contó que buscaba trabajo y lo trajimos. Otros chicos vinieron por amigos o parientes. Engerson, el parrillero, es venezolano y amigo de Fernando; trajo a Román, y así se fue armando un grupo hermoso. No buscamos que tengan experiencia en gastronomía, sino que entiendan que este es un boliche de barrio en el que queremos tratar a la gente como nos gusta que nos traten a nosotros. Lo demás, se aprende.
—El fuerte es la parrilla ¿pensaron correrse de ahí o diversificar?
—Siempre fuimos parrilla y al paso, con ese espíritu de cancha. Eso ayuda incluso en las épocas difíciles: acá podés venir y compartir un sándwich, un choripán, una cerveza entre dos, comer rico y no gastar un presupuesto. Seguimos trabajando con los mismos proveedores de hace más de 30 años. El frigorífico que nos da la carne ya es amigo de la familia, lo mismo con la fábrica que hace el chorizo. Si no está bien, vuelve. Todo se prepara a la vista, no hay cocina escondida.

—El “lomito” es ya una institución.
—Sí, mi suegro le puso ese nombre al bife de chorizo en pan. Es el clásico: carne jugosa, pan crujiente y provenzal. En los días de partido sale primero el lomito, después el bife de chorizo. Siempre cuidamos la mercadería y pensamos en todos: hay hamburguesas, asado, provoleta… Luis, mi marido, siempre decía: “Hay que pensar que también comen criaturas”. Esa era su filosofía: calidad, pero también calidez.
—¿Qué tipo de público tienen hoy?
—Viene de todo: hinchas, vecinos, empleados de Boca, turistas. Muchos extranjeros se vuelven locos: los mexicanos, los colombianos, los europeos. Se compran una camiseta, se la ponen y se sienten hinchas por un rato. A veces no entienden nada de fútbol, pero se contagian del clima. En días de partido esto es una burbuja: se canta, se brinda, se festeja aunque Boca pierda. La gente comparte mesa, se sienta donde puede y termina charlando con desconocidos. Muchos se hacen amigos. Y aunque no es muy grande recorren el local como si fuera un museo, sacando fotos a los objetos del barrio, a los muebles antiguos, los cuadros que trajeron los clientes. Tenemos una balanza del viejo Bar Roma y mesas del Bar Dante, que ya no existe. Cada cosa tiene una historia.
—¿Cómo es la relación con los vecinos y otros comercios?
—Muy buena. Este es un barrio solidario. Tenemos colegas de toda la vida, como Todoboca o Carlitos, que están hace décadas. Hace poco nos entregaron un certificado por más de 50 años en el barrio, junto con Banchero y otros locales históricos. La Boca es muy cultural, con artistas, pintores, y también con esa mezcla de bohemia y pasión. Es un barrio único. Y todo lo que llegó, sumó. Yo cada vez que puedo me voy a la terraza de Proa a tomar un café. Desde acá, veo la cancha. Desde ahí, el río, los puentes. No se puede pedir más. Y esa diversidad hace que siempre haya público, aunque mute.

—¿Qué soñás para La Glorieta de Quique?
—No me falta nada. Le doy gracias a Dios todos los días. A veces no tenemos dimensión del lugar donde estamos. Es un punto emblemático, lleno de emociones. Más allá del negocio, de la economía, hay muchas almas que quedaron acá. Siempre digo que La Glorieta es como una bandeja más grande que toda la hinchada de Boca, porque guarda la energía de miles de personas que han pasado por aquí.
—¿Nunca pensaron en abrir otro local?
—Lo pensamos, sí. Pero nos dimos cuenta de que esto es irrepetible. Podés copiar la mercadería, el sistema, pero no la energía. Acá pasa algo y enseguida se resuelve, porque estamos todos. En otro lado sería frío, distinto. Este lugar tiene vida propia. Hay mucha pasión, mucho trabajo, mucho sacrificio en cada ladrillo. Cada cosa tiene una historia: el techo se hizo cuando nació mi hija menor, la loza también. Esto viene de Quique, de mi suegro, y sigue con nosotros. Y mientras tengamos fuerzas, La Glorieta va a seguir siendo eso: una casa abierta, alegre y llena de amor por Boca y por el barrio.

