Gabriel Medina: “Lo ideológico me aburre, prefiero lo filosófico”

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Para el semiólogo Roland Barthes el héroe no es un individuo excepcional, sino una figura fabricada por el lenguaje. Es un signo que condensa los valores, deseos y prejuicios de una época. Más que un ser con virtudes propias, es una forma vacía que la sociedad llena con lo que necesita admirar. En su mirada, el héroe no encarna la grandeza, sino la representación de un mito: una construcción que naturaliza lo que en realidad es filosofía.

Los héroes creados por Gabriel Medina responden a esa lógica. Luciano Gauna en Los paranoicos –uno de los hitos cinematográficos de 2008, con un trabajo excepcional de Daniel Hendler y Jazmín Stuart como Sofía–; Jerónimo (Martín Piroyansky) en La araña vampiro –un western rural tan inquietante como su ópera prima, aunque en un registro completamente distinto– o Vicente Malfatti (Diego Cremonesi) en Los Mufas (Disney+), comparten una misma tensión: no son portadores de virtudes, sino criaturas moldeadas por el desgaste, la deriva y el instinto.

Esos personajes viven en tránsito, arrastrados entre lo civilizado y lo salvaje. Su viaje es siempre doble: hacia afuera –de la ciudad al campo, de lo social a lo animal– y hacia adentro, hacia la pulsión más elemental. Ese regreso a lo primitivo conecta su obra desde lugares que interrogan la raíz humana del mito.

El Gauna de Hendler en Los paranoicos sigue siendo una figura clave del cine argentino de los 2000. Medina debutó con esa película, una comedia dramática que desarmó el retrato del treintañero porteño, lo llenó de neurosis, encierro y desconfianza. Aquel debut, celebrado en festivales internacionales, le dio un lugar singular dentro de una generación que buscaba nuevas formas de narrar la intimidad.

Más de una década después, con su participación detrás de cámaras en Los Mufas y Envidiosa, Medina se preguntar qué es filmar hoy. Sus trabajos son reflexiones sobre la duda, sobre el intento de seguir creando cuando las certezas se agotaron. “El escenario cambió tanto que todo el tiempo me pregunto cómo puedo hacer para filmar –confiesa–. Estoy en una crisis, pero una crisis positiva. Tiene que ver con cómo hacer, de una manera más rápida, las obras que quiero hacer. Siempre imaginé que iba a filmar una película por año, o cada dos. No películas por encargo, sino proyectos propios, ideas mías o compartidas, pero con mi sello. Hoy siento que el cine para el que estudié murió. Murió un vínculo que existía –cognitivo, material y espiritual– entre la humanidad y la imagen. Ese vínculo cambió. El sentido de ver una película en una sala cambió. El cine mutó: ya no se filma, ni se exhibe, ni se consume igual”.

–¿Qué hay que trabajar en todo eso?

–A veces encuentro un canal, como en Los Mufas, pero ya no es tan fácil de llevar a cabo. No hablo solo de las condiciones de producción o del contexto argentino, hablo de algo global: ¿a dónde vas con una película hoy? ¿Dónde la mostrás? ¿Para qué la hacés? A mí no me gusta hacer una película para que muera en una plataforma. Había algo mágico en la sala, esa interacción con el público, esa dimensión grande del sonido, del encuadre. Eso sigue vivo en mí, pero el espacio donde desplegarlo se achicó.

Diego Cremonesi en Los mufas, de Disney+

–¿Qué tenés en mente?

–Tengo varios guiones, incluso algunos comerciales; el cine siempre tuvo un vínculo con el dinero. Pero hoy el negocio está roto. Antes una película como Mundo grúa o Pizza, birra, faso podía ser negocio. Hoy ninguna lo es. No hay mercado. Todo está paralizado. Entonces aparece la crisis: ¿cómo seguir creando en un sistema colapsado?

–¿Podés señalar el origen que le dio curso a la crisis?

–Creo que el comienzo tiene que ver con la sobrecarga. Tenés todo disponible las 24 horas. Una película, un libro… todo dejó de ser un acto extraordinario. Aun así, cada tanto algo me conmueve: la última de Paul Thomas Anderson (Una batalla tras otra) por ejemplo, me hizo sentir como cuando tenía diez años. Pero incluso esas películas existen dentro de un contexto donde todo cambió. La pregunta es cómo transmutar lo que antes encontraba cauce en una película y hoy busca otros formatos. Lo hablo mucho con amigos cineastas. Es una preocupación común. Pero en mi caso tiene algo muy personal. Si no puedo hacer cine, hago teatro, una obra de títeres, algo para internet, un streaming o un podcast. No me ato exclusivamente al cine, aunque sigue siendo, para mí, el lenguaje más completo.

–La industria a veces parece no encontrar otro camino que la queja.

–Es un problema. Hay mucho victimismo. Me parece una posición inmadura. Hay que asumir que ya no es como era y pensar qué hacemos con eso. Porque el cine y el arte me atraviesan todos los días. No puedo disociarlos. Necesito crear constantemente.

–¿Tenés proyectos cinematográficos?

–Uno de los proyectos que más me entusiasman es El lobizón, un guion de Mariano Sánchez. Es una road movie sobre un joven boxeador que viaja por la Argentina para encontrar a un veterano rival desaparecido misteriosamente. Hay algo de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad –la novela que inspiró a Francis Ford Coppola para Apocalypse Now–, pero contemporáneo. El chico cruza el país en moto, se interna en lo profundo de Formosa para buscarlo. Es una película de viaje, arranca como road movie y termina como buddy movie; la historia sobre el vínculo entre esos dos personajes. Me interesa filmarla porque sucede fuera de Buenos Aires, en las rutas. Es ambiciosa, quiero respetar su espíritu. Me remite a las primeras películas de Wim Wenders, a la literatura de Sam Shepard y John Fante.

La araña vampiro la rodaste en el Valle de Calamuchita, ¿te gusta rodar fuera de Buenos Aires?

–Sí. Quiero hacer documentales con un equipo chico, salir de la ciudad, estar en contacto con la naturaleza, descubrir otros universos. Palermo, sin embargo, sigue siendo mi lugar. Viví toda la vida ahí, en Plaza Güemes. A unas cuadras del bar Varela Varelita… Ese bar es mi patria. Voy desde que soy chico. Es mi casa, mi refugio.

Un arte del presente

Las obras de Medina son puntos dispersos que lo atan a un mismo impulso: el de seguir explorando, aunque el mapa del cine ya no sea el mismo. Reducir su universo a sus películas sería una forma de empobrecerlo. Medina crea incluso cuando no filma. Su imaginación se mueve con la fluidez de quien está pensando con imágenes, como si el relato no necesitara cámara para existir. Oírlo hablar es como leer a Aira: se desplaza, prueba, abandona una idea para volver sobre otra, como si el pensamiento fuera –es– una forma de montaje. En su caso, la obra no se limita a lo que hizo, sino que se expande en todo lo que cuenta, en ese territorio donde la ficción se confunde con el deseo de seguir filmando. El diálogo regresa al punto de partida de sus obras.

–¿Viste tus películas últimamente?

–No suelo volver a ver mis películas. Les tengo mucho cariño, un apego afectivo, prefiero no exponerlas demasiado. Pero cuando lo hago, hay cosas que me siguen gustando mucho. Los paranoicos, por ejemplo, envejeció bien. Sigue gustando, sobre todo a generaciones que tienen la misma edad, o incluso menos, que yo cuando la hice. Hay algo en su pulso, en su espíritu, que se mantiene vivo, eso me dice que resistió el paso del tiempo. Yo pienso mis películas como vinos: quiero que puedan guardarse, disfrutarse años después. Tal vez interpelen el presente, pero soy consciente de que en el futuro pueden pesar más que en el momento en que fueron hechas.

–¿La serie Los Mufas pudo ser una película?

–Desde el principio la pensé como una película dividida en ocho capítulos. Me interesaba que se pudiera ver casi sin pausa, como una experiencia continua. Esa libertad me la dieron desde la producción. La idea original de Sebastián Borensztein tenía un tono más de comedia de enredos, centrada en la cábala, la superstición. Yo quise llevarlo hacia algo más complejo, con un costado científico y un misterio latente: energías, física cuántica, universos paralelos, ovnis. Temas que me interesan desde siempre. Los Mufas fue la oportunidad de reunir todo eso: mi fascinación por lo desconocido y mi interés por los personajes.

–¿La cantidad de géneros por la que está atravesada es adrede?

–Sí. Quise que fuera una fiesta de géneros, una mezcla buscada. La línea dramática de Roque Durriel (Hendler), su familia y su trabajo tiene un tono realista, mientras que el universo mufa, con Malfatti (Cremonesi) y los otros, se mueve en otro registro. Me gustaba ese contraste: el hombre común enfrentado a lo inexplicable. Algo muy hitchcockiano, si se quiere, aunque el crimen aquí sea una condición que no se elige ni se entiende del todo: ser mufa.

–¿Te parece que la mezcla de géneros confundió al espectador?

–Sabía que esa mezcla iba a generar cierta confusión, que no sería una serie fácil para el público, pero no me importó. Recibí muchos mensajes de gente conmovida, gente que la vio completa, se sintió tocada. Eso me sorprendió mucho. No quería solo entretener. Quería que quedara una experiencia, algo que persistiera. Y claro, tiene una melancolía de fondo. Es la historia de un hombre en crisis, que en su búsqueda tiene que dejar de lado la cobardía.

–El personaje de Roque Durriel parece una continuación de Gauna en Los paranoicos.

–En el fondo, Los Mufas y Los paranoicos están unidas por eso: son historias sobre hombres que atraviesan crisis y evolucionan. Yo veo la vida así: como una sucesión de crisis y transformaciones. Siempre pasa algo. La cuestión es qué hacemos con eso: si nos quedamos llorando o accionamos. A veces hay que pasar por la pausa antes de avanzar, y esos son los momentos que me interesan filmar. Ese instante en que uno no sabe para dónde ir, pero sabe que tiene que moverse. Como dice la canción de Los Redondos: “Algo me late, y no es mi corazón”. Ese algo para mí es el espíritu, lo que otros llaman intuición, corazonada o llamado. Me interesa narrar desde ahí. Creo en la amistad, en los vínculos que sostienen la aventura, como el de Roque y Vicente. A veces uno tiene el poder, a veces el otro. Pero juntos avanzan. Estoy muy agradecido a Los Mufas. Pude hacer algo personal en un contexto donde se supone que eso no se puede.

Esteban Lamothe y Griselda Siciliani en la temporada 3 de Envidiosa

–¿Cómo llegaste a la dirección de Envidiosa?

–Adrián Suar, que había visto Los Mufas, me convocó para dirigirla. Me pidió ritmo: “Hay que ir a mil, tiene que tener timing de comedia”. Entonces me puse a ver clásicos, slapstick, Chaplin, Keaton, para entender ese tempo. La velocidad estaba al servicio del género. Ahí el desafío era otro: sostener el ritmo, el timing de Griselda (Siciliani), la protagonista. En montaje se aceleró aún más, pero eso lo pedía el formato.

–¿Cómo es trabajar para plataformas digitales?

–Cada proyecto tiene su exigencia. En Los Mufas el tiempo era más contemplativo, más narrativo; en Envidiosa era puro vértigo. He escrito guiones donde me piden que baje veinte páginas o que meta un cliffhanger cada dos. Son lógicas distintas. A veces atentan contra la narración, otras no. Pero ahí está el desafío: encontrar el equilibrio entre ritmo, profundidad y verdad.

–Mariano Llinás dice que no ve cine contemporáneo porque no quiere ver ideas de colegas que se le podrían haber ocurrido a él, ¿te pasa algo parecido?

–Bueno, no veo tanto cine, pero no por esa razón. Debería ver más cine, pero elijo cuidadosamente qué ver. Puede ver una película de 1950 con el mismo interés que una estrenada ayer. No distingo épocas. A veces me invitan a un estreno y voy. Me interesa mucho el cine de Martín Rejtman y Lucrecia Martel, si hacen algo nuevo quiero verlo. Otro autor que me interesa es Martín Shanly, director de Arturo a los 30; otra gran película actual es Tiempo de pagar, de Felipe Wein. Pero la verdad es que no estoy atento a todo lo que hay. Otra gente mira todas las series, todas las películas. Me gusta mucho ver el cine que se hace acá, me identifico con muchas de las historias, pero vivo a otro ritmo de consumo.

–Cuando no ves cine, ¿qué haces?

–Leo y veo muchas entrevistas. Creo que es porque me gustaría tener conversaciones sobre cualquier tema. No entrevistas pautadas. Charlas. Como las que hacía Jorge Lanata en Hora 25 en Rock & Pop, El Perro Verde con Jesús Quintero o Alex Fidalgo en su canal de YouTube. De este último me gusta cómo pregunta, cómo escucha. Me interesan los temas que abren mundos: las tormentas solares, el orden mundial, lo espiritual. Todo lo que se sale de lo obvio. Lo ideológico me aburre; prefiero lo filosófico. Tiene algo mío también, aunque no sé bien qué es. Pero sé que ahí hay una búsqueda personal atada a otro proyecto que me da vueltas hace tiempo: hacer podcasts. No sé por qué no me animo todavía.

— ¿Tenés hijos?

–Sí, tengo uno: Juan, tiene dieciséis años.

— ¿Lo presionás para que vea cine?

–Nunca lo presioné. A veces miramos algo juntos, otras vamos a batallas de freestyle. Es su mundo y lo respeto; me gusta compartirlo con él. No quiero que el cine sea algo primordial para él… aunque el otro día entré a mi casa y lo encontré solo viendo Scarface. Me sacudió.

–Imagino que apretaste el puño y no dijiste nada.

–Por supuesto, seguí derecho al cuarto (risas).

Gabriel Medina

–¿Cuál es tu film favorito sobre historias de padre e hijos?

Running on empty (Al filo del vacío), con River Phoenix. Ahora que lo preguntás, me doy cuenta de que dialoga con Una batalla tras otra, de Paul Thomas Anderson. Ambas muestran a una pareja que vive de manera clandestina con sus hijos. Pero cuando los chicos crecen, ya no pueden seguir huyendo. Es una película sobre la paternidad, sobre aprender a dejar ir. Una obra maestra.

–¿Tenés una escena favorita del cine argentino?

–Sí, la historia detrás de esa escena es muy especial. Cuando era chico mis padres iban al cine los fines de semana y me cuidaba mi tía Morena, artista, pintora, modelo y profesora de arte. Vivía en un atelier frente al Jardín Botánico. A diferencia de mis padres, ella me dejaba ver Función privada, el programa de ATC que pasaba cine argentino. Ahí se instaló un recuerdo que nunca supe exactamente cuándo se formó en mi cabeza: un plano secuencia de alguien comiendo un sándwich en un lugar bucólico mientras a lo lejos se acercaba en bicicleta una figura. Ese recuerdo fue creciendo en mí con el tiempo. Cuando comencé la carrera de dirección en la FUC, por algún motivo vi Soñar soñar de Leonardo Favio: ¡de repente reconozco ese plano! Eran Gian Franco Pagliaro con el sándwich en la mano y Carlos Monzón en bicicleta. Mirá el poder de la imagen y de la poesía: ese plano con el que comienza vale toda la película. La historia del arte, para mí, está resumida en ese instante.

–¿Al cine argentino le falta poesía?

–El noventa y cinco por ciento de todo lo que se hace —ficción o documental— carece de poesía. Y cuando digo poesía, hablo de esa percepción inmediata, como un pensamiento fugaz que se forma antes de ser palabra. El cine actual parece compuesto de pensamientos rápidos, como tuits encadenados que no dejan huella. Lo vemos, lo consumimos: enseguida desaparece. No queda una sensación, no hay misterio. Se pierde, se diluye. Esa fugacidad es una trampa. Antes, el cine podía evocar eso que llamamos realidad y transformarla. Darle una torsión poética para conectarla con algo más grande, con la eternidad, como decía Tarkovski. Me gusta esa idea suya: los fragmentos de eternidad. Tal vez eso es lo que se perdió. Entonces uno se pregunta cómo se recupera: ¿pintando, haciendo teatro, componiendo música? No lo sé. Tal vez el cine tenga que volver a ser eso: una experiencia que se vive en una sala, una búsqueda espiritual más que una producción industrial.

–Hernán Roselli, director de Algo viejo, algo nuevo, algo prestado contó que todo lo que aprendió en la FUC le cambió su perspectiva cuando vio Happy Together, de Wong Kar-Wai. Fue como un golpe. Que esa película le hizo entender que existía otro cine, que había algo fuera del canon, algo que no se aprende en la escuela. ¿Tuviste vos algún momento así, más adulto, donde sintieras una revelación sobre el cine y tu deseo de filmar?

–Sí. Me pasó con dos películas argentinas: Labios de churrasco, de Raúl Perrone, y Rapado, de Martín Rejtman. Con Labios de churrasco sentí por primera vez que el cine argentino podía existir. Una película hecha con pocos recursos, retratando una ciudad que conocía (Ituzaingó) con personajes que parecían salidos de mi entorno. Era alguien mirando desde adentro, no desde una ambición de “gran cine”, sino desde la experiencia propia. Esa mirada me reveló que el cine podía ser personal, imperfecto, pero honesto. Con Rapado me pasó lo mismo. Me partió la cabeza. Ver a un adolescente vagando por las calles de Belgrano, escuchar en la banda sonora a Suárez, a Rosario Bléfari, a Spinetta. Era el presente, filmado con una precisión emocional que no necesitaba gritar. Era cine mirando el mundo de frente. En ambos casos sentí lo mismo: una confianza total en la mirada. Y eso, para mí, es lo que define a un autor. No la ambición de ser original, sino la fe en lo que uno ve. Con el tiempo entendí que esas películas, junto con el plano inicial de Soñar soñar de Favio, me enseñaron la noción de autoría.

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