Gabriel Oliveri: su adolescencia incómoda, la ciudad que le salvó la vida y su debut en teatro con un personaje único

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A días del estreno de Queridísimo Truman, Gabriel Oliveri se sienta en uno de los cómodos sillones del Teatro San Martín con la serenidad de quien convirtió cada obstáculo en impulso. Nada hacía pensar que aquel niño de Concordia (Entre Ríos), que nació a principios de los 70 -su edad es lo único que pide no contestar-, sería un cumplidor serial de sueños. Al menos de los suyos, que enhebraba mientras ayudaba a su padre camionero a transportar naranjas con destino al Abasto porteño, y mucho después en aquellas noches de lujo, en las que como director de marketing y comunicación de un hotel porteño recibía a Mick Jagger, Madonna, Hugh Grant, Antonio Banderas y más.

Sin embargo, su deseo recurrente era ser actor y protagonizar una obra. Quería eso. Por ello todo lo vivido no fue un fin, sino un medio hacia el escenario. Y está a punto de concretarlo con su versión de Truman Capote, personaje que admiró, moldeó y redefinió su personalidad.

En lo fáctico, Oliveri desembarcó en Buenos Aires a mediados de los 80, con la convicción de estudiar teatro, aunque por camino transitorio cursó Abogacía (como pretendía y quería su padre), vivió en pensiones, trabajó como maletero, cajero y todo lo que fuese necesario para sostenerse mientras se formaba. Y como toda historia cinematográfica tiene un punto de inflexión en el camino del héroe, el suyo fue la muerte de su padre, que desactivó los mandatos y abrazó aquello que el corazón le dictaba. Después de eso Oliveri aprendió idiomas, chapoteó por la carrera de Psicología y se adentró en cursos teatrales y de escritura, mientras no dejaba de cultivar su insaciable curiosidad.

Gabriel Oliveri como Truman Capote en la obra que estrena este fin de semana en el Teatro San Martín

Ya consagrado como un emblema del glamour en Buenos Aires, incursionó en programas de televisión como panelista, en la conducción y el podcasting. De impecable traje y con gente que lo reconoce a cada paso, no duda en levantar un papel del suelo si entiende que ensucia el paisaje. En su esencia, la humildad y el lujo se dan la mano y se retroalimentan. Párrafo aparte para su discreción: “El hotelero es como el psicólogo o el médico, no hay un secreto profesional, pero sí un juramento de confidencialidad. De lo que sucede en mi hotel, puertas adentro, no puedo decir ni una palabra”, se anticipa.

-Quién vea el afiche de Queridísimo Truman en la cartelera del San Martín, pensará que tenés un homónimo dramaturgo y actor de teatro.

-Yo descubrí a Capote a los ocho años, cuando leí A sangre fría. Su forma de escribir y su manera de presentarse me marcaron profundamente. Hace un año, en Microteatro, me animé a personificar a Ernest Hemingway, y mi amiga Florencia Bendersky me dijo: “Vos tenés que hacer de Capote”. Lo tomé como una señal. Empecé a leer todos sus libros, a ver todas sus entrevistas, a estudiar su vida y escribí 90 páginas que luego trabajamos juntos con Flor hasta darle forma teatral. Así nació Queridísimo Truman, una obra que empieza y termina en Entre Ríos, porque también habla de mi vida. Es el puente entre un chico del interior que soñaba distinto y un artista que encontró en Capote un espejo y una inspiración.

-¿Te sentís Truman Capote en escena?

-Yo soy Gabriel, que me permito, como fan de Capote, transformarme en él. Y lo hago de una manera muy original, entrando y saliendo del personaje todo el tiempo. Vi cómo lo encaraban otros actores, como Philip Seymour Hoffman, que contaba lo difícil que era sostener esa voz tan particular. Para mí también fue un trabajo arduo, estudié con un coach de México la voz y con Vivian Luz, una bailarina, la forma de caminar. Vi series, películas, y repetí como un loro frases suyas hasta internalizarlas. En la obra convivo con Capote, narro cómo lo conocí y, de repente, con un cambio de luz, me convierto en él, junto con todos sus fantasmas.

-¿Ser podría decir que son dos biopics juntas?

-Es una obra musicalizada, pero no es un musical. Hay momentos en los que la música y las imágenes son claves para contar estas dos historias. Cristóbal Barcesat compuso especialmente para esta obra “Canción de Gabriel”, inspirada en melodías de Entre Ríos, pero también se puede escuchar a Gershwin, Pet Shop Boys… Todo muy estético, porque en la hotelería aprendí que la excelencia está en los detalles y que lo visual es fundamental.

-¿Encontrás paralelismos entre tu vida y la de Capote?

-Muchísimos. Claro que hay dos cosas que yo no tengo: su talento y su maldad. El resto sí, el amor por la fama, la cercanía con las celebridades y la búsqueda constante de reconocimiento. La diferencia es que yo siempre quiero dejar un buen recuerdo. Capote, en cambio, terminó destruyendo a sus amigas en Plegarias atendidas, un libro que lo convirtió en el primer “cancelado”. Esa experiencia me hace reflexionar sobre los sueños; a veces pedís algo, lo conseguís y eso mismo te arruina. Capote buscó ser parte del jet set y lo logró, pero terminó solo, enfermo y olvidado. A mí me interesa contar esa paradoja.

Un proceso

-Los actores hacen de todo para incorporar el personaje, ¿en tu caso?

-Tengo facilidad para copiar gestos y voces, desde siempre. Eso, más allá de lo artístico, me sirvió mucho en hotelería, porque la empatía es fundamental. Durante este proceso, me puse en la piel de Capote todo el tiempo, incluso en Nueva York. En las cafeterías pedía mi café como si fuera él, imitaba su voz y después cuando decían “Truman, está listo su café”, no lo retiraba porque no me daba cuenta que me llamaban a mí. Me inventé su circuito y recorrí su casa de Brooklyn y el Studio 54, que hoy es un teatro, con su mismo andar y voz.

-¿De dónde surgió tu acercamiento al arte?

-Mi madre y mi hermana fueron claves. En casa había una cultura de lectura y curiosidad. Mamá, inmigrante española, era una lectora voraz y nos traía revistas como Hola y colecciones como Lo sé todo, que eran una especie de enciclopedias temáticas sobre distintas áreas. Íbamos al cine los miércoles y ahí descubrí autores y cineastas que marcaron mi sensibilidad, como Luchino Visconti, Michelangelo Antonioni y artistas como Claudia Cardinale, a quien amo. Mi hogar era humilde pero culturalmente rico. Aprendí la belleza de los objetos, de la etiqueta social, del gusto por la vida.

-¿Ya de chico deseabas ser actor?

-Sí. Yo vine a Buenos Aires a los 17 años recién cumplidos, con la intención firme de estudiar teatro. Pero mis padres pedían una “profesión de base”, y la abogacía fue la excusa para que me dejaran venir. Así que empecé a estudiar las dos cosas a la vez. La ley y el escenario convivieron. Fue un acuerdo amoroso y práctico: yo me dedicaba con la pasión de siempre, me sacaba 10 en la facultad, pero mi corazón estaba en el teatro.

-Pero llegó un momento en el que tuviste que empezar a trabajar para mantenerte.

-Sí, tuve varios trabajos o intentos de trabajo, como en un supermercado en Once. Y después entré al universo hotelero por casualidad. Paso un día por Plaza San Martín y había una obra inmensa en construcción, pregunto qué iban a hacer y un albañil me responde: “un hotel de lujo”. Le pido el teléfono de la cadena y me da el de la constructora y, gracias a ellos, hablé con el gerente general, Gabino Salas Oroño, y terminé de maletero en ese hotel boutique. Nunca había trabajado en un hotel, es más, una sola vez fui de vacaciones a Mar del Plata con mi familia. La hotelería me enseñó que el servicio es teatralidad aplicada, hay un público, hay una escena, hay un guion implícito que hay que respetar, pero también improvisación. Abría las puertas, recibía a los huéspedes, organizaba las valijas, resolvía imprevistos…

-¿Cuál fue el quiebre entre lo que debías ser y lo que querías hacer?

-El fallecimiento de mi padre. Un momento de mucha tristeza. Fui a su velorio en Concordia, toqué su frente fría y sentí que esa persona cariñosa se había transformado en en una placa de mármol. En ese momento entendí que la vida es breve y que debía aprovecharla haciendo lo que me gustaba.

La impecabilidad, una marca registrada de Gabriel Oliveri, quien encuentra puntos de contacto con su profesión de hotelero y la pasión por el teatro

-Dijiste que la hotelería es muy teatral. ¿Cómo se relacionan para vos el teatro y el trabajo en un hotel de lujo?

-La hotelería y el teatro son primas, porque en ambos hay un escenario, un público, una puesta en escena. Estar en la puerta de un hotel implica representar un rol, ser anfitrión, resolver la escena con cortesía y precisión. En el Four Seasons aprendí que atender a un huésped es una coreografía, hay que anticipar deseos, crear atmósferas, cuidar detalles. En la hotelería de lujo todos hacemos de todo, nadie está por encima de recoger una taza o hacer una cama. Esa democracia del servicio me sigue apasionando porque une técnica y sensibilidad, como el teatro.

-¿Sos un apasionado de todo lo que hacés o sos un actor tiempo completo?

-Soy muy apasionado de la vida y busco la excelencia en todo lo que hago. Cuando fui maletero, mi objetivo era ser el mejor, no para competir con los demás, sino conmigo mismo. Para mí, aunque el trabajo parezca mínimo, siempre hay una manera de hacerlo de forma excelente.

-Este optimismo, energía y claridad existencial, ¿son las claves de tu éxito?

-Tal vez ahora lo sean, pero en Concordia me sentía un bicho raro. Tenía 15 años y muchas más ganas de morirme que de vivir. Sentía que era el único gay del mundo. Hasta que un día, desesperado, llamé desde un teléfono público a María Victoria, la psicóloga más conocida de la ciudad y le dije que no quería vivir más. Ella me recibió enseguida, sin cobrarme, e hicimos un pacto: yo iba a seguir viviendo hasta descubrir el motivo por el cual hacerlo. Con ella entendí que no estaba solo y que lo que tenía que hacer era irme a un lugar donde pudiera ser feliz. Así fue cómo decidí venir a Buenos Aires, una ciudad que me salvó la vida y donde puse a andar mi deseo.

-¿Tu familia, como tomaba tu orientación sexual?

-De la mejor manera. Mis padres y mis hermanos fueron muy amorosos conmigo. Sobre todo mi hermana, que me apoyaba en todo. Claro que crecí en un ambiente muy masculino, lleno de boxeadores, como mis tíos y primos que eran campeones entrerrianos, pero yo era distinto. Eso no impidió que me aceptaran y me cuidaran. Tenía mis diferencias, pero nunca faltó el amor. Mi problema era con el exterior.

-A muchos Buenos Aires les parece un lugar letal, sobre todo por su vorágine.

-Buenos Aires fue mi salvación. En Concordia sentía que no podía respirar y hasta tenía asma. Cuando llegué a Buenos Aires, el asma desapareció. Fue como si la ciudad me devolviera el aire. Acá pude estudiar teatro, dedicarme a la hotelería, conocer gente, sentirme libre. Por eso me molesta cuando alguien habla mal de Buenos Aires. Para mí es una ciudad que da oportunidades, que recibe y que transforma. Yo acá encontré mi lugar en el mundo.

Para agendar

Queridísimo Truman. Funciones: del viernes 26 de septiembre al domingo 12 de octubre, a las 19.30. Sala: Teatro San Martín (Av. Corrientes 1530).

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