Guillermo Riggatieri, el mendocino que transforma las chapas en arte

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Lo que no expresa en palabras, Guillermo Rigattieri lo comunica con obras de arte. Es lo que tiene para decir. Le cuesta, asegura, acomodar los conceptos en la oralidad. Su lenguaje, en cambio, es un ensamble de piezas que encuentran cuerpo en esculturas de chapa batida. El juego, la infancia, la fantasía y la ciencia ficción conforman el idioma y la burbuja en la que vive, rodeado de seres de su creación.

El artista en su casa-taller

Nació en San Rafael, a más de 230 kilómetros al sur de la provincia de Mendoza, y se instaló en la ciudad a los 18 años, convencido de estudiar la carrera de Artes Plásticas en la Universidad Nacional de Cuyo. En una salida con sus compañeros de facultad conoció dos talleres de artistas que cambiaron su rumbo académico:los escultores Roberto Rosas y Eliana Molinelli.

“Mi obra es producto de un proceso pero tiene mucho que ver con aquellas visitas que definieron mi vocación. Eliana realizaba en ese momento un mural para la Plaza Independencia y todo su entorno me resultó muy cinematográfico. Lo mismo me sucedió con Roberto, un tipo que vivía en su propia burbuja en la localidad de Bermejo, en Guaymallén –dice el creador–. La interpretación de aquellas experiencias me marcaron profundamente y desde ahí supe que tendría mi propio taller”.

Sus “bichos”, como los denomina en lo cotidiano, son seres de distintos tamaños, encarnados en una mirada, un gesto y un momento que parecen dotados de vida

El trabajo escultórico de Rigattieri comienza muchas horas antes que las destinadas al cuaderno de bocetos. Parte de viñetas mentales que a su vez son retazos de una síntesis imaginaria. Para quien haya visto sus obras, alcanza con encontrar una para reconocer a la próxima. Sus “bichos”, como los denomina en lo cotidiano, son seres de distintos tamaños, encarnados en una mirada, un gesto y un momento que parecen dotados de vida. Del papel llega a la chapa y en sus manos vuelve a nacer otra criatura que rápidamente encuentra su lugar.

En una casa que se extiende a lo largo está el taller de joyería de su compañera Julieta Ravida, una sala con piano y arte –en buena medida de autores mendocinos–, objetos, recuerdos y una galería luminosa junto a un patio donde las plantas y sus seres de chapa están ahí, presentes. Al final de la propiedad, su taller atraviesa un momento de construcción y futura apertura al público. Bodegas como Zuccardi, el lobby de Park Hyatt Mendoza, Bertuzzi Atelier en Puerto Madero o la Sager Reeves Gallery en Missouri exhiben sus esculturas de metal donde –a veces– aparece el color.

–¿Vivís en una especie de burbuja?

–Absolutamente. Es necesario para lo que hago porque mis obras no tienen crítica social sino que van más por el lado de la fantasía. Soy bastante ermitaño y me encanta. Estoy bastante desconectado de lo que pasa afuera. No prendo el televisor ni consumo noticias y en cuanto a las redes sociales, trato de ser un poco el dueño de lo que sigo. Escucho podcasts y música, leo lo que me interesa y veo películas.

Una de las obras de Riggatieri

–¿Qué influencias encontrás en tu trabajo artístico?

–Muchas. Del cine, la literatura y la música, porque además soy bajista. Hay amigos colegas que son influencia, como Fernando Rosas o Gabriel Fernández. También escritores como Ray Bradbury, Howard Phillips Lovecraft, Stephen King o Julio Verne. Directores como Tim Burton o Stanley Kubrick, músicos como Danny Elfman, Tom Waits o Gorillaz. Creo que la influencia tiene que ver con la particular sensibilidad que transmiten ciertos artistas y que despiertan curiosidades propias. Esto es inconsciente y uno se va alimentando de esos colores. Tengo empatía por los grises, medio indefinidos, la ternura, el miedo, la alegría, la oscuridad y la luz. Me gustan esos bordes y esas paletas.

Fantasía, narrativa poética y cierto aire nostálgico: el arte de Riggatieri

–¿Cuándo apareció el color en tus esculturas?

Con el nacimiento de mi hijo Ulises, en el 2010, cuando empecé a tomar la infancia como temática compositiva. Ahí apareció el color en pequeños detalles y después me fui animando a más. Hay esculturas donde la lógica tiene que ver con el juguete, que para mí es muy importante, porque es el primer contacto que tenemos con la imaginación. Antes de Ulises mi obra era más gris. Me gustaba la expresión pura del metal. Ahora es relativo.

–¿Qué hiciste antes de crear estos personajes tan característicos?

Un trabajo de purga. Antes mis temáticas eran más oscuras, expresaban más miedos e inseguridades. Hubo series dedicadas a cadáveres, pollos y huevos, de gestación y vientres. Pinté durante un tiempo pero me dediqué de lleno a la escultura, que me permite trabajar en lo real y concreto, que la puedo rodear y agarrar. La primera criatura que apareció fue en mi paso por la facultad, en el 2000, cuando hice un feto con retazos de chapa, aprendiendo a soldar en el taller de fundición. Ese resultado me llevó a plantearme la gestualidad de los cuerpos, la postura y también las posibilidades para componer el movimiento. Me da mucho placer mi trabajo y estos bichos que habitan mi casa. Cuando se van, porque se venden o salen de exposición, siento un poco el vacío. Para mí tienen la entidad de lo que habita y son un complemento especial. Por eso siempre los estoy haciendo.

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